El mártir de la democracia digital

El mártir de la democracia digital

Por Hernán Iglesias Illa
Aaron Swartz era un hijo adoptivo de Internet. A los 15 años había ayudado a programar la primera versión del RSS, el popular sistema para suscribirse a blogs y páginas web. Poco después, cuando todavía era un adolescente un poco gordito en una familia de clase media de Chicago, participó en el equipo que armó Creative Commons, el principal programa de licencias abiertas en Internet. Parecía tener ideas para todo. Algunos de sus amigos, como Lawrence Lessig, Tim Berners-Lee y Cory Doctorow, tenían 30 años más que él, pero conversaba con ellos de igual a igual. Viajaba a conferencias y a reuniones, y todo el mundo quedaba fascinado con él. “Lo cuidábamos como a un tesoro”, dijo hace poco el politólogo y pionero digital Edward Tufte.
Swartz parecía vivir sin darle importancia al dinero o la estabilidad. Saltaba de un proyecto interesante a otro, de sofá en sofá, con poco más al hombro que su MacBook Pro y una mochila. En 2005 lo llamaron para sumarse al lanzamiento de Reddit, que luego se convertiría la red de foros más popular de la Web. Cuando Reddit se vendió, un par de años después, pudo olvidarse de sus problemas de plata y dedicarse a lo que verdaderamente le interesaba: mantener la Internet lo más abierta y democrática posible. Fundó Open Library, una base de datos sobre libros, y el grupo activista Demand Progress, que el año pasado fue un motor fundamental en la lucha con (y la victoria contra) el proyecto de ley estadounidense SOPA, que intentaba poner controles al tráfico en la Web.
Se interesaba, dicen sus amigos, por todo. En su libro publicaba larguísimas reseñas de los libros que leía (de sociología, de historia, novelas, cómics), que eran muchos. Sin embargo, a medida que crecían sus intereses y se alejaba de la programación para meterse de lleno en el activismo digital, también se volvía más inestable. Hablaba con franqueza de sus dificultades para vivir con sus problemas de depresión. “Miren para arriba, no para abajo -recomendaba a los lectores de su blog-: Apóyense en el dolor, acepten sus fracasos.”
Era tan exigente consigo mismo que exigía el mismo estándar a los demás: tuvo peleas públicas con algunos de sus viejos amigos y mentores, de las que después se arrepentía, pero que le hacían daño.
En 2011, Aaron Swartz metió su computadora en una baulera del MIT, el Instituto de Tecnología de Massachusetts, la conectó a la red de la Universidad y bajó millones de artículos académicos protegidos, que después ofreció gratis en la Web. A una fiscal de Massachusetts (Carmen Ortiz, hija de inmigrantes puertorriqueños) la travesura le hizo poca gracia y le inició una demanda, acusándolo de 13 delitos y amenazándolo con una pena de prisión de 35 años, “más larga que la reservada a violadores y pedófilos”, como escribió un columnista del Boston Herald. Jstor, la base de datos dueña de los artículos, y el MIT se retiraron de la demanda y llegaron a un acuerdo con Swartz, pero Ortiz insistió. El juicio estaba previsto para dentro unos meses.
En enero de 2013, Aaron Swartz se suicidó en su departamento de Brooklyn, en Nueva York. Tenía 26 años.
Su muerte sacudió al mundo de la tecnología y de la democracia digital. Fotos recientes de Swartz -el pelo negro, espeso y alborotado; ojos grandes y tristones- llenaron las páginas web de sus amigos y de quienes no lo conocían, que eran la mayoría, conmovidos por su historia.
Lessig, abogado y académico, director del Centro de Ética de la Universidad de Harvard, publicó una encendida elegía para su amigo y protegido, animándose a decir lo que otros sugerían, pero callaban. Aaron fue “empujado hasta el borde del abismo por una conducta que sólo se puede calificar como bullying en una sociedad decente”, escribió Lessig. “Entiendo que [Aaron] hizo algo mal. Pero también sé lo que es la proporcionalidad. Si no entendés las dos cosas, no merecés tener el poder del Estado detrás tuyo.”
Poco después, la familia de Swartz publicó un comunicado en la misma dirección: “La muerte de Aaron no es sólo una tragedia personal. Decisiones tomadas por funcionarios de la Fiscalía Federal de Massachusetts y el MIT contribuyeron a su muerte”. El rol del MIT, precisamente, es una de las cuestiones más extrañas de esta historia. Considerado históricamente como una cuna de hackers y un lugar muy permisivo sobre el uso de redes propias y ajenas, el MIT parece haber contribuido (o al menos eso es lo que dicen sus críticos en este asunto) a un desenlace trágico con el tipo de persona que normalmente encuentra en el centro bostoniano un refugio y un grupo de colegas que piensan parecido.
El presidente del MIT anunció hace unos días la designación de un conocido profesor para preparar un informe sobre la participación del MIT (que no tenía relación formal con Swartz) en el episodio.
En la Web, la reacción fue abrumadoramente favorable a Swartz. Algunos de los académicos e investigadores cuyos artículos habían sido liberados (y luego vueltos a encadenar) tuitearon enlaces a PDF gratis de esos mismos artículos. Otros mostraron la persecución de la fiscal como un ejemplo de la trayectoria ridícula que ha tomado la defensa legal de los derechos de autor en Estados Unidos.
La congresista que representa en Washington a Silicon Valley y alrededores, Zoe Lofgren, dijo que presentará un proyecto para cambiar la ley de fraude informático, y que la llamará la ley de Aaron. Tim Wu, profesor de Derecho en la Universidad de Columbia, se preguntó qué habría pasado si, hace 40 años, la Justicia hubiera perseguido de igual manera a Steve Jobs y a Steve Wozniak, los fundadores de Apple y culpables de travesuras ilegales (con llamadas de larga distancia) similares a la de Swartz. “Los realmente grandes operan en el borde”, escribió.
El día que se conoció la noticia, Berners-Lee, inventor de la Web, tuiteó: “Aaron ha muerto. Vagabundos del mundo, hemos perdido a un viejo sabio. Hackers por el bien, somos uno menos. Padres, hemos perdido a un hijo. Lloremos”.
LA NACION

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