El abecé de la autofoto según un estudio universitario

El abecé de la autofoto según un estudio universitario

Por Agustina Fernandez
Aquí yo llando con mi yo sólo solo que yolla y yolla y yolla/ entre mis subyollitos tan nimios micropsíquicos/ lo sé/lo sé y tanto,/desde el yo mero mínimo al verme yo harto en todo/ junto a mis ya muertos y revivos yo es siempre siempre/yollando y yoyollando siempre/por qué… Ya hablaba el poeta argentino Oliverio Girondo de egocentrismo, a princi­pios del 1900 en su poesía Yolleo. Pero ocurre que, desde entonces, la tendencia a contemplar con abso­luta fascinación el propio ombligo, aquella exagerada exaltación de la propia personalidad que lleva a las personas a considerarse el centro de la atención, fue mutando. Y hoy, gracias a la democratización de la tecnología y sus principales aliadas, las redes sociales, quienes están enamorados de sí mismos tocan el cielo con las manos.
Algunos ejemplos. Ella es una es­trella pop, conocida alrededor del mundo no sólo por su música y sus shows, sino también por su actitud transgresora, dato que se hizo popu­lar gracias a su devenir en su cuenta de Instagram. Y allí, básicamente, se la puede ver desde cualquier en­foque imaginable. Él es uno de los futbolistas más cotizados y popula­res. Cuando no está jugando algún partido parece dedicarse a fotografiarse cada media hora.
Un ama de casa está limpiando el espejo de su baño. De repente se ve linda, entonces busca su celular, se arregla un poco el pelo, practica unas poses levantando la ceja y ha­ciendo unas muecas con la boca, hasta que dispara y se saca una foto, la instantánea que al instante subirá a Instagram.
Acaba de terminar una confe­rencia en la Organización de las Naciones Unidas, varios políticos conversan. Se dispersan. Pero que­da un grupo de cinco, algunos presi­dentes y otros ministros, que sonríe al celular de uno para el recuerdo.
Los brazos de tantas personas se han convertido en trípodes huma­nos para los innumerables disposi­tivos que sacan sus selfies (“Una fo­tografía que uno se hace a sí mismo, generalmente con un smartphone o una webcam y que luego sube a una red social”, según la definición del Diccionario Oxford de Inglés). Las selfies y sus absurdos derivados se han convertido en un extraordina­rio fenómeno que estudian pensa­dores para dilucidar varios interro­gantes: ¿por qué nos sacamos estas fotos? ¿Le interesan a alguien más que a uno? ¿Son moda?

Proyecto Selfiecity
Un grupo de investigadores, programadores, estudiosos de las redes sociales e historiadores del arte de la City University de Nueva York, la Universidad de California en San Diegoy expertos alemanes en visua-lización de datos analizaron selfies tomadas en cinco ciudades (Ban­gkok, Berlín, Moscú, Nueva York y San Pablo) y subidas a Instagram en diciembre de 2013. El proyecto, que han dado en llamar Selfiecity (selfiecity.net), exploró poses y ex­presiones en busca de parámetros (¡hasta el ángulo de inclinación de la cabeza de los retratados por ciu­dad!), y arrojó datos reveladores así como refutó algunos mitos. Así comprobaron, por ejemplo, que las selfies son cosa de jóvenes y algo más femenino. La edad promedio ronda los 23 años, cuando el narci­sismo suele estar a flor de piel. Sin embargo, el estudio evidencia un número creciente de mayores que se le animan.
Las selfies también trajeron a colación lo que se conoce como el efecto Simmel, por Georg Simmel, un pensador alemán de principios del siglo pasado que, entre otras co­sas, estudió la circulación de ideas y modas de las élites y cómo las cla­ses más bajas las adoptaban cuan­do aquellas las abandonaban. Este efecto se comprobó en muchos fe­nómenos sociales, desde el uso de nuevas palabras hasta el largo de la pollera, incluso en los nombres que los padres eligen para sus hijos en base a las celebridades que están de moda.
Entonces, ¿qué pasará cuando las celebrities dejen de sacarse autofotos? ¿Lo dejará pronto de hacer la masa? Es muy probable. La pregunta será qué método de sublimación adopta­remos para descargar el inexorable narcisismo que nos aqueja.
LA NACION