13 Sep Tom Wolfe: “La llamada corrección política es marxismo desinfectado”
Por Lucas Arraut
Tom Wolfe lleva un año promocionando su más reciente novela –algunos dicen que será la última–, Bloody Miami (Anagrama). Aparenta los 82 años que tiene, y aunque conserva la lengua afilada cuando se le menciona a algún enemigo, proyecta una afabilidad de abuelete de cuento sureño. Técnicamente lo es. Su discurso, sereno, resulta lo opuesto a sus relatos sincopados y onomatopéyicos. En un salón barcelonés, uno de los padres del Nuevo Periodismo maldecirá hoy un par de veces la tecnología digital, pero no sin antes preguntar con candor para qué sirve cada aparato que arrastra nuestro fotógrafo. Ni una intensa mañana en la que él es la estrella parece reprimir su proverbial curiosidad.
Si ahora mismo se topase con el Espíritu Santo de la Objetividad, ¿qué le diría?
“¡Sigue así, muchacho!”. Los deconstruccionistas me afeaban, empleando un argumento esencialmente marxista: “¿No entiendes que el establishment te controla hasta tal punto que controla tu vocabulario? Crees que dices la verdad, pero en el fondo solo estás usando sus palabras”. Hay muchos intelectuales que se refieren a la mía como mi “supuesta objetividad”, como si quisieran decirme que oculta una preferencia de la que ni me doy cuenta.
De todos los indeseados efectos que tuvo el Nuevo Periodismo en la profesión, ¿cuál es el que más lamenta?
El abuso de la primera persona del singular. Un fallo que yo mismo he cometido. Mi primer texto, El coqueto, aerodinámico rocanrolcolor caramelo de ron [Tusquets], sobre la cultura automovilística en California, lo empecé escribiendo: “La primera vez que vi coches personalizados…”. A menos que seas una parte de la trama, creo que es un error escribir en primera persona.
Se lo podría haber dicho a su archienemigo íntimo, Norman Mailer.
Ah, Norman Mailer, descanse en paz. Su obra estaba tan distorsionada por esa insistencia suya en formar parte de la narración. Al menos tuvo la decencia de cambiar el yo por Norman Mailer cuando escribió sobre el alunizaje del Apolo XI [Of a fire on the moon], ¡pero es increíble lo poco que intervenía el autor en la acción de esa historia! ¡Pero si no pudo subir a la nave!
¿Nunca ha lamentado no haber hecho las paces con él antes de que muriera?
Para nada. No fui lo bastante mezquino con él. Hice todo lo que pude para serlo más, pero creo que no fue suficiente.
¿Cómo alguien aparentemente tan entrañable como usted ha conseguido crearse tantos enemigos?
Gracias. Soy entrañable, esa es la verdad. Pues tiene que ver con qué escribes y sobre quién. En mis inicios escribía sobre temas llamados pop. Gracias a Dios, esa palabra ha pasado de moda. Ya sabe, la gente era joven y hacía cosas salvajes y locas, y se asumió, por lo que escribía, que yo debía ser muy progresista. Pero un buen día decidieron que no, que yo era un conservador. Y eso aún permanece.
¿Por eso acuñó la etiqueta deradical chic con la que se reía de los pijos progres?
Me empezaron a llamar conservador a partir del momento en que relaté la fiesta que organizaron Leonard Bernstein y sus amigos para recaudar fondos para los Panteras Negras. Muchos me preguntaron: “¿Cómo pudiste hacerles quedar mal?”. ¿Yo? ¿Acaso invité yo a los Panteras Negras a mi casa para que me entretuviesen? Lo hicieron ellos, porque pensaron que era muy chic. No sé si ahora alguien hubiera escrito algo así sin desinfectarlo.
¿Se refiere a la corrección política?
Es terrible. La llamada corrección política es marxismo desinfectado. Mire esos intelectuales, los supuestamente más cultivados, sometidos a la corrección política, a ese marxismo rococó, porque piensan que no queda bien oponerse a él.
Sé que le gusta clasificar los muchos insultos que ha recibido. ¿De cuál está más orgulloso?
Del de ultraconservador. ¿Se ha fijado en que ya no existen los conservadores? Si lo eres, entonces eres directamente un ultraconservador. ¿Cuál es el que más gracia le hace a usted?
Uno que lo comparaba con un niño de seis años viendo una peli porno: decía que usted podía seguir los movimientos de los cuerpos, pero que no entendía los matices. Un comentario que atribuyen a Robert Motherwell, el artista. Es bastante ocurrente.
Eso fue de cuando escribí un librito llamado La palabra pintada [Anagrama]. Era una pequeña historia del arte moderno. Pero creo que no me la tomé muy en serio. Artforum, una revista de mucha reputación en EE UU que se considera la élite de la crítica artística y el conocimiento intelectual, empezó un artículo sobre mi libro diciendo que yo era un capullo. Y aunque dignifiques a un persona con solo hablar de ella, ellos venían a decir que yo era una persona sin la menor importancia. Es posible que también me sienta un poco orgulloso de eso.
¿No se sorprende de cuánta gente se presta rauda a compartir toneladas de información con usted mientras se documenta? Incluso ha teorizado sobre ello, no sé si irónicamente: lo llama la compulsión informativa del ser humano.
Es efectivamente un problema interesante. Y real [ríe].
¿Se ha sentido culpable por abusar de la bondad de alguna fuente? ¿O por el contrario piensa que así es cómo se masajea un ego, en línea con la teoría warholiana de los 15 minutos?
Es una cuestión de estatus. Si decides contar a alguien algo que quiere saber, aumentas tu estatus. Cuando un coche interrumpe mi paseo veraniego por Long Island para pedirme una indicación, me extiendo hasta agotar la paciencia del pobre conductor. Porque disfruto: ¡yo sé algo que él no sabe! ¡Y lo estoy demostrando! En cambio, si desconozco la respuesta, le soltaré: ‘¿Quién cree que soy, por el amor de Dios? ¿El geógrafo del pueblo?’. Digamos que esta teoría es mi pequeña aportación a la ciencia de la psicología.
¿Qué opina del periodismo activista de Glenn Greenwald,Michael Moore y otros?
Lo que puedo decir de Michael Moore es que consigue hacerlo divertido. Y tampoco pretende pasar por objetivo. No comparto muchas de sus opiniones, pero me quito el sombrero, que Dios le bendiga. Y respecto a los otros… No quiero minimizar mi trabajo literario, pero lo primero que me considero es periodista. Cuando la gente critica mis novelas por ser demasiado periodísticas, yo les digo que no lo son lo suficiente. Es un cumplido, aunque pocos escritores lo consideren así. Y creo que la historia de Edward Snowden es maravillosa para el periodismo.
¿Cómo abordaría un encargo sobre él?
Intentaría acercarme a él, y si no pudiera, a sus amigos. Averiguar sus verdaderas motivaciones. Yo no diría que Snowden es un traidor, pero sí actuó de forma traicionera. Sabía que estaba dañando a su país, pero a la vez tenía unos ideales. Esas herramientas de investigación en nombre de nuestra seguridad que ha sacado a la luz… ¡se trata de información con muchísimo valor! No nos podemos ni imaginar la cantidad de datos que manejan esos sistemas. Llegará un día en el que usted y yo no nos podamos sentar en un salón como hoy sin que nadie nos escuche. ¿Sabe qué deberíamos hacer?
¿Qué?
¡Volver a lo analógico! Así de simple. ¡Abandone ahora mismo todo lo digital! Ya verá cómo lo agradecerá.
La desconexión digital está a la orden del día, no se crea.
Dígaselo entonces también a su fotógrafo [Wolfe convence a nuestro fotógrafo de que dispare al menos la mitad de la sesión en analógico].
En Bloody Miami ha vuelto a descuartizar sin mucha piedad una gran ciudad estadounidense. Todo el mundo sigue odiando a todo el mundo. Una tensión que parece ir más allá de lo racial y lo cultural. ¿Está Miami a punto de estallar?
El turismo solía ser la primera industria en la ciudad. Ahora lo son el transporte y la banca, y ambas tienen que ver con los hispanos. Buena parte de la banca latinoamericana se cuece en Miami, porque el sistema estadounidense es más seguro que el de sus países de origen. ¿Sabe que la rama de la Reserva Federal en Miami maneja más millones en efectivo que el resto de oficinas de la Reserva Federal del país juntas? Eso es porque todas las transacciones de la droga son en efectivo. Quizá no sea tan salvaje ahora, pero ilustra cuán importante es el negocio en Miami.
¿Comparte lo mal que sentó entre los disidentes cubanos el apretón de manos entre Raúl Castro y Barack Obama?
Fue mera cortesía superficial. ¿Cuántos presidentes pueden negarle un saludo a otro presidente? Hoy hay muchos cubanos en Florida que no se sienten así. Son de tercera generación, y siguen siendo anticastristas porque sus familias lo son, pero creo que ya no es algo tan visceral.
¿Le irritó sentirse parte de una minoría étnica y lingüística en su propio país mientras preparaba el libro?
No. Sabía que pronto iba a salir de allí. Pero quise reflejar esa situación en el primer capítulo de la novela, en el que mi figura central, el policía Néstor Camacho, siente desprecio hacia los dos compañeros anglo con los que patrulla en su barco. Los desprecia, entre otras cosas, porque no están en forma. Y a la vez, sus colegas emplean la palabra canadiense para referirse a los cubanos y poder maldecirlos sin que Néstor se entere, aunque él sí lo hace.
¿Qué otras veces se ha sentido parte de una minoría?
Bueno, estuve en la peor parte del Bronx, que es como decir la peor parte de Nueva York, para escribir La hoguera de las vanidades[Anagrama]. Allí estaba claramente en minoría. Y descubrí que en esas circunstancias ni siquiera tenía que cambiar mi manera de vestir. Por mucho que me camuflara no iba a ser confundido con un oriundo del barrio. ¿A quién voy a engañar?
Pensaba que usted no llevaba su habitual traje blanco cuando trabajaba.
No, claro, no llevaba el traje blanco. Eso sería como buscar pelea. En el Bronx aprendí que uno está seguro mientras esté escoltado por alguien bien conocido en la comunidad. Pero la gente tampoco deambula por allí buscando a alguien a quien robar o matar, ¿sabe? Al menos no voluntariamente.
¿Hasta qué punto está usted dispuesto a arriesgar su integridad física en el sagrado nombre del periodismo?
No pienso en esos términos. Cuando seguí a los Merry Pranksters, un grupo de hippies sobre el que escribí [en el clásico Ponche de ácido lisérgico], ellos se hinchaban a LSD y metanfetamina. No sé si ha estado junto a alguien que se meta metanfetamina, más que provocar miedo, te hace sentir raro. Si ves a un adicto hacer un dibujo de un soldado, no parará de añadirle detalles, y al final lo que resulta es un gran garabato negro y espeso. Nunca he visto nada igual.
¿Experimentó mucho con esa droga mientras escribía la crónica?
No, nunca. Había leído y oído tanto sobre malos viajes, experiencias terribles. No voy a decir que tuviera miedo, pero después de entrevistar a tanta gente que consumía, incluso en el momento en el que estaban colocados…
¿Quiere decir que no experimentó con drogas entonces o que nunca lo ha hecho?
Nunca. Hay quien está convencido de que consumí LSD en momentos de mi carrera. Hubo gente de ese mundo que me metió cosas en la comida, pero no LSD, gracias a Dios.
¿Cosas en la comida?
Una noche pensé que sí, porque empecé a alucinar locamente, pero resultó ser otra droga, no recuerdo el nombre. Era poderosa, pero no duró ocho horas como el LSD. Una de las cosas buenas del periodismo es que te fuerza a hacer cosas atípicas pero a la vez te obliga a mantenerte cuerdo.
LA NACION