Retrato del paisaje pampeano en la poesía

Retrato del paisaje pampeano en la poesía

Por Fernando Sánchez Zinny
La dimensión estética del paisaje pampeano pide cierta propensión especial: es posible captarla desde la compenetración esencial con su monotonía o desde el asombro ante ella, variantes ninguna de las dos fácil o frecuente. En principio, el forastero se aburre de ver tanta planicie idéntica a sí misma, moteada por arboledas que asimismo siempre se repiten y potreros que se alternan con cuadros de sembradío. Si llegara a dejar el camino, acaso advirtiera lomadas y guadales, y matices en la coloración del verde. Y gritos de las aves acompañarían su recorrida.
Naturalmente, el gaucho no supo ver ese paisaje, del que era parte. Y tampoco lo vieron los puebleros criollos, siempre demasiado atareados en sus andanzas de guerra o de provecho. En realidad, el paisaje pampeano es un descubrimiento de los viajeros ingleses del siglo XIX, imbuidos del pintoresquismo romántico de su época y a la vez pasmados ante los campos sin límites con que se encontraban. Hudson es el punto más alto de esa delectación sajona, en sus remembranzas de anciano, cuando volvía a su niñez entre nosotros.

REVELACIÓN
Luego, la hermosura de la pampa le fue por fin revelada a algunos argentinos: la celebración de ese paisaje y la búsqueda de trascendencia en sus imágenes despunta, visiblemente, por ejemplo en Rafael Obligado y en Lugones. Por cierto, la pampa había ya cambiado en casi todo, desde el color del pasto a los árboles que rompían la implacable horizontalidad; desde las parvas a la enorme margarita del girasol; desde el chirriar del molino al oro de los trigales y los cabellos de la muchacha hija de italianos.
Poetas como Molinari, Mastronardi, Juan L. Ortiz, Girondo, Pedroni y narradores como Enrique Wernicke aportaron mucho a esa sensibilidad tan característica de una etapa, cuya obvia culminación está en la obra de Vicente Barbieri, casi enteramente dedicada a un solo aspecto de la multiplicidad inabarcable y embozada de la región: él se contrajo a cantar al río Salado. Ese curso serpenteante, sumido, casi oculto en la llanura y a menudo de escasas aguas, lo fue todo para su estro y nunca se cansó de atisbar sus orillas, de alcanzar las zonas pantanosas que lo resguardan, las cañadas y lagunones, las mínimas barrancas y el sauce aislado como un animal que se ha perdido.
Los gustos cambiaron y esa tendencia lírica pareció extinguirse después de los años 50 de la pasada centuria. La introspección se instaló con fuerza entre los poetas y pudo creerse, en algún momento, que ya no habría quienes tuviesen voluntad de mirar lo exterior. Sin embargo, de a poco ha ido reapareciendo en años recientes, sobre todo en la narrativa, y no hay duda de que continúa alimentando versos: al fin y al cabo, es verdad que el hombre es impenitentemente atemporal. Pese a todo, amamos lo que ayer amábamos e inevitablemente deseamos su regreso.
Estas reflexiones las inspira el volumen Haikus pampeanos, que ha escrito María Lydia Torti y publicó la Editorial Algazul, donde lo de menos es el envase japonés del producto y en el que sí pesa e impresiona la notoria voluntad de hacer resurgir esa vieja poesía atenta a los detalles sutiles de la pampa. El tema inmediato de esas breves composiciones son las quietudes e inquietudes de Cañuelas, patria chica del canto de la autora. Son esbozos y más esbozos, muy para tenerlos en cuenta, porque contienen y sugieren mucho de aquello añorado, ahora en la concisión encadenada a estos días: “El viejo rancho. / Invierno encrudecido. / Perros muy flacos”; o bien acollarada a la metáfora henchida de criollismo: “Los vientos giran. / Las aspas del molino / se desperezan”. Todo muy sencillo, cotidiano: “Salta el hornero / las baldosas del patio. / Borbotea el sol”, tríada de la que surge una clave importante: si lo conciso obliga a extremar la reflexión, el discurso poético debe, en consecuencia, traer elementos de anclaje para el pensamiento y ahí van, en este caso, “hornero” y “patio”: se intenta -¡casi nada!- crear una emoción pampeana nueva, convencidamente incapaz de las invocaciones de Sarmiento o de Echeverría, o de las reminiscencias de Güiraldes.
Ahora el paisaje es otro y así lo ve el poeta: la pampa no es aquella extensión desnuda, sino esta patria heredada, con casas, con afueras, con poblados, con chacras que comienzan donde termina el asfalto.
LA NACION