Nicanor Parra: “Quiero llegar hasta los 116”

Nicanor Parra: “Quiero llegar hasta los 116”

Por Joaquín Sánchez Mariño
Señoras y señores
Ésta es nuestra última palabra.
-Nuestra primera y última palabra-
Los poetas bajaron del Olimpo.

Dicen que Nicanor Parra está loco, que su revuelo se volvió arbitrario y que ya sólo juega con las personas. Dicen que renunció a todo: a las mujeres, al buen vino, a la conversación acalorada de la sobremesa. Dicen incluso que está muerto, aunque más bien se lo preguntan: “¿ese cabro sigue vivo?” Dicen, por ejemplo, que sólo recibe a quien tiene ganas y que últimamente no tiene ganas de ver a nadie; que es capaz de saludarte y desaparecer (“Voy y vuelvo”) o echarte a los empujones si se le dice algo inadecuado. Dicen, sobre todo, que es imposible encontrarlo una tarde cualquiera.
Por eso no puedo creer estar atravesando este pequeño bosque que antecede a su casa del barrio de La Reina, en Santiago de Chile, haber cruzado esas pocas palabras con su hijo y que éste, de pura piedad, me dejara entrar a saludar a su padre. No puedo creer haber viajado hasta Las Cruces y que no estuviera, y que Rosita, su cuidadora, me develara que el poeta estaba haciendo trámites en la capital. No puedo creerlo pero avanzo y lo veo, ahí, al fondo de un patio, atrás de un marco sin puerta, rodeado de dos chiquitos que confunde entre nietos y bisnietos.
Parra me pregunta de dónde soy, se pone de pie de un salto y dice: “Buenos Aires? qué bonito Buenos Aires”. Después habla de la Feria del Libro, de Macedonio Fernández, de su prolija prédica del taoísmo y de su aversión a los periodistas. “¿Ya no se publican libros de literatura? Hoy todos los libros son de Kirchner. Kirchner, Kirchner? Debe ser un tipo interesante. Antes en la Feria del Libro de Buenos Aires se hablaba de Borges, de Macedonio Fernández?”. Y advierte que no da entrevistas, que eso que estamos teniendo no es una, es sólo un encuentro.
Le hablo de “El hombre imaginario”, uno de mis poemas favoritos. “¿Conoces mi obra? ¡Qué bien! La mayor parte de los periodistas que vienen nunca me han leído”, dice, y después recita: “Y en las noches de luna imaginaria/ sueña con la mujer imaginaria”, poema fabuloso dedicado a una amante fugaz que terminó en el suicidio, piso ocho y un golpazo, aunque la muerte nada tuvo que ver con él, fue muchos años después. Le cuento las muchas y variopintas versiones que he encontrado al decir su nombre en la calle. Y se ríe. “Hay que mirar el día -expone de pronto-. Hay que mirar las aves. Lo dice el Tao: primero la magia, después la realidad.”
Don Nica me pide que anote su teléfono de Las Cruces: “Es que los chistes se me ocurren después”, aclara. Era el año 2010, Don Nica tenía -apenas- 96 años, y sus obras completas (editadas en España por Galaxia Gutenberg), todavía no tenían el cariz de imprescindibles que sí tenían, por ejemplo, las mismas ediciones de Neruda. Además, aún no había recibido el Premio Cervantes (se lo entregarían en 2011), y ni él tenía la certeza de que fuera a vivir cien años.
Nicanor Parra es el poeta de habla hispana vivo más importante del planeta, pero por algún extraño motivo su mito es un secreto a voces que relampaguea cada vez que alcanza una edad redonda y luego se desvanece. Para sus 90, por caso, en Chile se hizo una gran muestra en la Casa de la Moneda, pero después, nada. “Por mí no se preocupen. Estoy mejor que cuando estaba bien. Descansen en paz”, propuso en algún momento como uno de sus posibles epitafios.
No hizo falta hacerle caso. De entonces a hoy, su salud sigue inquebrantable. Su postura antientrevistas, más todavía. Poco a poco, se va volviendo imposible visitarlo. Sin embargo, ahora sí, en la antesala de sus cien años, acá estamos otra vez. Nada indica que vaya a recibirme nuevamente, pero buscarlo es parte del poema. Toco la puerta de su casa, esta vez en Las Cruces. El poeta tiene 99 años. Primero la magia, después la realidad.

Para nuestros mayores
La poesía fue un objeto de lujo
Pero para nosotros
Es un artículo de primera necesidad:
No podemos vivir sin poesía.

Nicanor Segundo Parra Sandoval nació el 5 de septiembre de 1914 en San Fabián de Alico. Hijo de un padre cantor, vivió deambulando por el territorio chileno hasta la adolescencia. Se hizo poeta, matemático y físico, y ejerció la docencia durante años. Hermano mayor de Violeta Parra, su familia fue enteramente una familia de artistas, y muchas veces dijo que la antipoesía la inventó gracias a la manera de ver el mundo de su padre.
Lo primero que publicó fue Cancionero sin nombre (1935), pero fue en 1954 cuando encontró el rumbo, tras publicar Poemas y antipoemas y sentarse en la vereda opuesta a la de Pablo Neruda, con quien tuvo una amistad a medio camino. “Yo no quiero ser el mejor poeta de Chile. Me alcanza con ser el más grande de Isla Negra”, solía bromear Nicanor cuando vivía justamente en Isla Negra, pueblo emblema de Pablo Neruda.
Los chistes siempre fueron de ida y vuelta. El escritor Jorge Edwards cuenta que una vez le dijo a Neruda: “Inteligente Parra, ¿ah?”. A lo que el poeta respondió: “Sí, pero se le nota”. Y luego, para completar el truco, Edwards contó eso mismo a Nicanor y agregó: “Inteligente Neruda, ¿ah?”. Y Parra: “Sí, pero no se le nota”.
Hoy su fama es indiscutida. Defendido fervientemente por Roberto Bolaño, Parra ocupa el lugar del último gran poeta. El autor de Los detectives salvajes escribió: “El que sea valiente que siga a Parra”. En la misma corriente se suma la palabra de Ricardo Piglia: “Los artefactos de Parra son a la literatura en lengua española lo que la obra de Duchamp ha sido para el arte contemporáneo. […] una simple alusión cálida de Parra a lo que cualquiera de nosotros ha escrito es lo máximo a lo que puede aspirar hoy un escritor en América Latina”. También se pueden recordar los dichos de Rodolfo Fogwill:
Creo que Neruda es un poeta esterilizante. Si uno se queda pegado a Parra, te puedes transformar en un gran poeta. Si uno se queda pegado a Huidobro, puede ser un gran poeta y llamarse Borges. Pero si uno se queda pegado en Neruda, no queda nada. Termina como Víctor Heredia, o como los malos cubanos.
Nicanor, que sabe de su creciente inmortalidad, devuelve las paredes: dijo más de una vez que debe su reconocimiento a Bolaño y que Piglia es un “súper Borges”. Porque no da entrevistas, pero que habla, habla.

A diferencia de nuestros mayores
-Y esto lo digo con todo respeto-
Nosotros sostenemos
Que el poeta no es un alquimista
El poeta es un hombre como todos
Un albañil que construye su muro:
Un constructor de puertas y ventanas.

Ubicado en el Litoral de los Poetas, el pueblo de Las Cruces se encuentra entre Isla Negra -donde yace el cuerpo de Neruda- y Cartagena, donde yace el cuerpo de Huidobro. Sus callecitas son pendientes en curva que terminan en el mar o en la ruta. Todos ahí conocen lo de Nicanor, fácil de ubicar principalmente por el Volkswagen Escarabajo estacionado en la puerta. La intención de esta visita es doble. Por un lado, saludarlo por su cumpleaños; por otro, intentar que algunas de sus palabras no se escondan tras un pacto.
A menudo, cuentan periodistas chilenos, Nicanor se larga a hablar y juega con el entusiasmo del otro. “¿No grabaste nada? Qué pena que te lo perdiste”, suele decir, sólo después de aclarar varias veces que no está dispuesto a hablar. Pero la clave está en dejar que él decida. El escritor chileno Alejandro Zambra es uno de los jóvenes que más lo conocen. Juntos trabajaron en una traducción de Rey Lear y dieron vida a la primera versión parriana de Shakespeare (Lear Rey & Mendigo). “Cada vez que lo visito es como si fuera a ver a mi abuelita. A él le gusta hablar, lo que no le gusta es que lo molesten”, cuenta Zambra.
La pista no está de más. Son cerca de las dos de la tarde y nadie responde ni a los aplausos ni a los golpes en la puerta, todavía pintada con la palabra antipoesía sobre ella. A la izquierda, una especie de galpón hace las veces de escritorio: desde la ventana se espían libros sobre Parra, las obras completas de Borges, y un rollo de papel de cocina. A la derecha de la casa, un barril lleno de foquitos de luz, un paredón con un espejo roto y una escalera hacia la nada. Las persianas están cerradas.
[Se van a hacer las tres de la tarde y la misión está naufragando. Entonces, con toda la lógica sin poética que a veces necesitan estas cuestiones, recuerdo que tengo el número de teléfono que me dio el mismo Nicanor. Al tercer ring, una voz de mujer atiende el teléfono.

-Aló.
-¿Rosita?
-No, habla Janet, la hermana.
-¿Qué tal Janet? Vengo de la Argentina a ver a Nicanor. Estoy en la puerta, habíamos quedado con Rosita que venía a esta hora?
Y Janet sale, y dice que Rosita no le avisó, y le digo qué raro, aunque de raro no tiene nada, raro hubiera sido que le avisara, pero eso no se lo digo, y le muestro un vino de regalo y una novela, y le explico que hace unos años quedé en acercarle ese libro, y Janet examina, no el libro, no el vino, mis ojos estimo, el temblequeo de mi voz. Y desaparece, me pide que espere, y se mete tras la puerta. Al rato vuelve y me invita a pasar, pero ruega que le dé el libro, salude y me vaya, que a don Nica no le gusta echar a la gente pero después la regaña a ella, así que por favor me pide que no me instale. Y yo le digo que por supuesto, que entro, saludo y me voy.]

Nosotros conversamos
En el lenguaje de todos los días
No creemos en signos cabalísticos.
Además una cosa:
El poeta está ahí
Para que el árbol no crezca torcido.

El poeta está acostado en el sillón. Un ventanal enorme se extiende frente a él, y bajo la luz pálida del invierno se escucha sonar el Pacífico. Respira fuerte. Tiene un gorro de lana sobre la cabeza. Y ahora, con los ojos más de niño que de poeta, mira, hace un gesto con los labios, como si tragara, como si saboreara su propio mito, y me indica que me siente a su lado. Janet se inquieta, pero él la tranquiliza con un movimiento. El poeta que duerme en una silla, como lo describió Bolaño, ahora está dispuesto a hablar de algunas cosas. Y todo a su alrededor de pronto suena a mar.
-¿Qué se siente estar por llegar a los cien años, está contento?
-Muy contento. Quiero llegar hasta los 116, como el hombre más longevo de Chillán, un jesuita. ¿Sabes de los jesuitas?”
-Sí, el papa Francisco es jesuita.
-¿Y qué hay con el Papa, eh? ¿Qué se dice del Papa en Buenos Aires? Lo primero que hay que preguntarle al Papa es qué piensa del matrimonio igualitario. Ahí se va a definir si es bueno para la Iglesia. Tiene que ser revolucionario, demostrar que no es enemigo de los gays. Ésa es la cuestión. ¿Baila tango el Papa? Si no, no puede funcionar. Lo único que ha dado la cultura sudamericana es el tango, el resto es pura copia de la cultura occidental.
Nicanor Parra conversa sin moverse de su sillón. Ni un segundo atina a sentarse, sigue acostado, gorro en la cabeza y mirada hacia el ventanal. Le entrego el vino. Se alegra y busca a Janet con la mirada. “Sírvele un té o un vino.” Busco un cuadernito y tomo nota de lo que veo. Él me mira y no dice nada, pero se queda callado un rato. Se me ocurre ser el colmo de lo obvio y preguntarle por la antipoesía, pero ya conozco su respuesta: “En realidad, Poemas y antipoemas no es otra cosa que yin y yang, el principio masculino y el femenino, la luz y la sombra, el frío y el calor”, tal como dijo en una conferencia hace muchos años. Entonces le pregunto:

-¿Le gusta la literatura argentina?
-Claro, me gusta mucho Macedonio. “Perdoná, che, pero yo no pienso ser uruguayo. De uruguayo no tengo más que el haber nacido en Buenos Aires”? Macedonio es el más grande, el maestro de todos. Hay que leer a Macedonio Fernández.
Después habla de Rimbaud. “Yo es otro”, repite, y de algún modo lo hilvana con el taoísmo. El poeta piensa más rápido que todos nosotros. Conocerlo es ver que hay fundamentos de sobra en su obra, que no es puro ingenio o simple audacia. Pero él lo esconde, se hace el tonto porque le divierte, para que Neruda no tenga más que decir.
Le pregunto cuál es la misión de los escritores. Nicanor se ríe. No se mueve de su sillón pero se ríe. Empiezo a palpitar el final, porque a cuarenta minutos de charla la cara de Janet comienza a transformarse. Hay un segundo en que el mar vuelve a sonar con potencia, pero sus palabras se imponen por sobre el sonido de las olas. “Vuelvo a Macedonio. Él escribió un libro al que le puso Museo de la novela de la Eterna. Un título hecho para que nadie lo recuerde. Los escritores trabajamos para ser recordados? Él decía que hay que hacerlo para ser olvidados. Está muy bien eso. Tenemos que trabajar para ser olvidados. Eso es ser un verdadero escritor.”
LA NACION