07 Sep La masculinidad, un prisma que se resquebraja
Por Gonzalo Garcés
Es curioso, pero pocos han hablado tan bien de la masculinidad como la pensadora feminista más importante del siglo XX. Simone de Beauvoir sostiene que el patriarcado empezó con la agricultura: en ese momento, la tribu descubre que si planta unas semillas y las cuida durante un tiempo, su prosperidad aumenta en forma inaudita. Torsión extraña para la inteligencia primitiva: obrar en función de lo que todavía no existe. Pero el éxito de la agricultura causa una revolución ética: en adelante, la raíz de todos nuestros valores es el proyecto.
¿Por qué cualquier político de tercera categoría, con sólo decir la palabra futuro, remueve algo ancestral? ¿Por qué todas las culturas han despreciado al que dilapida sus bienes y respetado al que lega algo a sus hijos? ¿Por qué se festeja más al héroe de guerra que a la mujer que pare? Porque la parturienta aporta una vida, pero quien se pone en riesgo por la tribu está afirmando que la vida individual no es lo más importante, sino que tiene que ponerse al servicio de algo más duradero.
Beauvoir dice que en esto la mujer no difiere del varón: también ella, faltaría más, valora el proyecto por encima de todo. Pero a la hora de participar en los aspectos del proyecto que otorgan más prestigio -la guerra, el liderazgo, la innovación técnica-, la tecnología del neolítico no la ayuda. Con el sesenta por ciento de la masa muscular del varón, y debido a que los humanos no tienen períodos de celo sino que pueden procrear en cualquier momento, la mujer pasa su vida o bien embarazada o bien cuidando niños. Recién cuando el telar, el tractor, la pastilla anticonceptiva, la escuela obligatoria y el misil teledirigido ponen a la mujer en igualdad de condiciones con el varón, se hace natural reclamar la igualdad de derechos. “El patriarcado -resume Beauvoir- fue una etapa en el progreso de la humanidad.”
Diez mil años de patriarcado han dado forma a la cultura. De manera injusta, los arquetipos que engendró -héroes, rebeldes, santos, visionarios, creadores- se identificaron con el varón. Pero ahora que sabemos que pueden igualmente identificarse con la mujer, ¿cabe rescatarlos? Y ahora que el lugar del varón en la sociedad está menos claro que nunca, ¿tiene sentido interrogar a los arquetipos de la hombría en busca de valores? Esas preguntas me obligaron a escribir un libro; esta nota busca rescatar algunas sorpresas que tuve al hacerlo.
SIMPATÍA POR EL DEMONIO
Primera sorpresa: todos los arquetipos occidentales de la hombría, pese a haber sido engendrados por épocas y regímenes políticos muy diferentes, guardan alguna relación con la libertad.
Lucifer lidera una revuelta en el cielo contra Dios. Cuando fracasa (la escena está en El Paraíso perdido, de Milton), Dios lo exilia en el infierno. El ángel rebelde entonces declara: “Prefiero ser libre en el infierno antes que servir en el cielo”. El arquetipo de Lucifer fue crucial en la formación de la conciencia de Occidente, que tiene uno de sus ejes en el individualismo y el cuestionamiento de la autoridad. Por otro lado, se presta a interpretaciones diversas. Para los románticos, Lucifer representó la revuelta del individuo; para Mijail Bakunin, la revuelta social. “Satán -escribió el anarquista ruso- emancipa al hombre, pone en su frente el sello de la libertad y la humanidad.” Jean-Paul Sartre, antes de dar su título definitivo a su trilogía Los caminos de la libertad, pensó llamarla Lucifer. La idea subyacente era que, en un mundo sin Dios, el hombre está obligado a crear sus propios valores; Lucifer aquí ya no es un revolucionario, sino un exiliado de un orden que se derrumbó solo. Esta posición estaba bien adaptada a la necesidad que tenían los europeos bajo la ocupación nazi de crearse un espacio personal de libertad, incluso en medio de la opresión.
Pero también hay un satanismo de derecha: en los años sesenta, Anton LaVey fundó la Primera Iglesia de Satán, en parte como reacción contra el New Deal y el Estado de bienestar. LaVey, un hombre ingenioso que usaba su cabeza rapada, su capa de terciopelo negro y sus dotes histriónicas para hacer oír su mensaje, denunciaba la seguridad social, el igualitarismo y el movimiento por los derechos civiles; abogaba por un darwinismo social que recuerda a la flamígera escritora conservadora Ayn Rand, y no muy diferente del que enarboló, treinta años después, la ideología neoliberal.
¿Qué significa esto? Que Lucifer puede ser, según la época, romántico, socialista, anarquista, neoliberal o conservador, porque representa un principio de negación que trasciende las posiciones concretas. Es interesante notar que todas las cosmogonías arcaicas incluyen un principio de negación. Según el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas, Hunab Ku creó el paraíso; pero como contrapeso tuvo que crear también a Xibalba, el mundo subterráneo. La mitología escandinava imagina a un dios, Odín, que construye el mundo; pero necesita imaginar también que Odín tiene un hermano adoptivo, Loki, cuya función es confundir, desbaratar, desorganizar, burlarse de los planes divinos.
En realidad, el arquetipo de Lucifer resulta de una tensión interna de la cultura. Es el modo que encuentra la mente civilizada de reconciliar dos ideas opuestas: por un lado, para que haya vida es necesario un orden, pero para que sea un orden vivo es necesario que en su interior incube la negación del orden.
¿Y qué es un arquetipo? Es una ficción identitaria. Un modelo cuya función es educar al individuo para que, a través del mito, asuma como propia la memoria colectiva. Se trata de convertir a esa inmanencia que se llama varón o macho en esa conciencia trascendente que se llama hombre.
ROBAR EL FUEGO DEL CIELO
Porque el hombre (y ésta es mi segunda sorpresa) no existe. No existe, quiero decir, como fenómeno natural. Al igual que los arquetipos de la mujer, las formas de la hombría son obra de la imaginación colectiva. Son, ya lo dije, ficciones identitarias: dispositivos cuya función es construir, sobre el yo del individuo, un yo social. De ahí la expresión “hacete hombre”: de algún modo, desde el potrero sabemos que la hombría no es un hecho biológico sino algo por hacerse, un código de comportamiento, una ética, una perspectiva sobre las cosas.
La hombría, entonces, es un instrumento. Para ser más precisos: un instrumento de progreso. Parte del feminismo actual y buena parte del progresismo en su acepción más vaga asocian la idea misma de hombría con un aparato social represivo; los llamados roles de género serían retrógrados en sí mismos y la única posibilidad de liberación consistiría en difuminarlos o abolirlos. Sin embargo, entre los arquetipos de la hombría está Prometeo.
El titán amigo de la humanidad, el que se compadece de los mortales que padecen hambre y frío mientras los dioses lo tienen todo, roba fuego del carro de Helios y se lo regala a los hombres; por esa transgresión, sufre un castigo terrible. Lo amarran con cadenas a una roca y cada día un águila le devora el hígado; durante la noche el hígado vuelve a crecerle para que el suplicio pueda renovarse. La elemental decencia de elevar a los que están abajo, de reparar la desigualdad, al precio que sea, late en el arquetipo de Prometeo. Ahí están contenidos todos los movimientos de liberación y de justicia, incluido por supuesto el feminismo.
Pero Prometeo, como arquetipo, no sólo orienta al individuo en formación hacia la idea de justicia: trae también consigo la fiebre de la innovación técnica. Y en este punto de nuevo resulta absurda la imagen caricatural, que sostiene cierto feminismo pop, de una conspiración secular de caballeros con bigote manubrio que urden la opresión de las mujeres. A partir de la Revolución industrial, la figura de Prometeo vuelve a gravitar con fuerza sobre la conciencia de Occidente; en la medida en que contribuyó a formarlo, es responsable por el método científico, el telar mecánico, el motor, el automóvil, la asepsia, la anestesia, la penicilina, los antibióticos, el trabajo mecanizado, la economía de servicios, la vacuna contra el virus del papiloma humano y la pastilla anticonceptiva, cosas todas sin las cuales la emancipación de la mujer habría sido materialmente imposible.
Es la presencia en la memoria colectiva, desdibujada pero todavía viva, del arquetipo de Prometeo lo que vuelve inteligibles a ciertos personajes contemporáneos. Uno de los libros más vendidos en lo que va de la década de 2010 ha sido la biografía de Steve Jobs por Walter Isaacson. Pero lo notable es la sensación que muchos han reportado, incluido el autor de esta nota, de conocer de antemano, antes de abrir el libro, sus elementos fundamentales: la intuición genial, el robo del fuego celestial de las computadoras, hasta entonces reservado a científicos y militares, para ponerlo al alcance de cualquiera; la incomprensión, el triunfo, la caída, el castigo bajo la forma de la megalomanía, la soledad, el ostracismo y por fin el cáncer.
DEL AMOR
Pero volvamos unos siglos atrás y volvamos al ámbito de la intimidad. Mucho antes de la Revolución industrial, en los albores de la modernidad, Occidente experimenta su primera revolución en las relaciones entre los géneros. Es una revolución estilizada, que empieza como una moda en las cortes de los nobles provenzales, pero de largo alcance, porque establece nuevas exigencias para la hombría, que todo varón en adelante deberá esforzarse en alcanzar para hacerse acreedor al título de hombre.
En su tratado De amore, que se supone escrito entre 1184 y 1186, Andreas Capellanus procura codificar los preceptos que llegarán a conocerse, en las baladas de los trovadores, como amor cortés. Nadie sabe con exactitud cómo nació en el siglo XII este movimiento, que fue ético tanto como estético, a favor de un lugar más encumbrado para las mujeres y de relaciones consensuales -aunque usar ese término sea un anacronismo deliberado- entre los sexos. El ensayista suizo Denis de Rougemont llegó a sostener que era un movimiento religioso encubierto. Esto tiene cierto sentido: entre otras cosas, el amor cortés se opuso con vehemencia a la Iglesia católica en lo referente a la mujer, que aquella consideraba oficialmente, siguiendo a San Pablo, como “puerta del demonio” y “camino de perdición”. La religión consideraba el contacto carnal como un mal necesario, y dentro del matrimonio, como un derecho del marido; en contraste, Andreas Capellanus sostiene que “aquello que se toma contra los deseos de la amante carece de todo valor” y ordena lo siguiente: “Al practicar el solaz del amor, nunca excedas los deseos de tu amante”.
Esto es, pura y simplemente, la primera condena universal de la violación. Pero me interesa examinarlo también como un punto de no retorno en el proceso de formación de un arquetipo de la hombría. Como en otros casos, en la historia de la hombría en Occidente, lo que tenemos es la búsqueda de una resolución, a través del mito, de realidades contradictorias.
¿Cuáles? Por un lado, la realidad cruda, incontrolable, a menudo brutal, del deseo. El deseo sexual, en especial el deseo masculino, es rudo. Por otro lado, un componente ético que ya desde el neolítico había formado parte de los códigos de la hombría: la abnegación, la protección de los menos fuertes, la postergación del placer en nombre de algo más trascendente. El trovador del siglo XII es un primer intento de llegar a una síntesis.
Pero yo arriesgaría que el arquetipo recién cristaliza con la puesta en escena de Cyrano de Bergerac (1898), la obra en verso de Edmond Rostand. El argumento es bien conocido: Cyrano, bravo guerrero, púdico poeta, está enamorado sin remedio de su prima Roxane, pero no se atreve a confesar ese amor por temor a que ella se ría de su enorme nariz. Ella, en cambio, quiere a Christian, que es por confesión propia un muchacho más bien ordinario, incapaz de elevar sus pulsiones a palabras y frases (y menos en versos alejandrinos de doce sílabas), pero de una apostura sin tacha. Cyrano hace con él un pacto: él será su voz, Christian será su cara. Entre los dos conquistarán a Roxane.
Detrás del arquetipo de Cyrano hay intuiciones que todo varón, mal que mal, conoce. Todo hombre, a fin de cuentas, tiene la nariz demasiado grande. Llegado a cierta edad, todo hombre comprende que es feo. Si no es fea su nariz, lo será su estupidez o su cobardía, y si es valiente y lúcido, de todas formas quedará la esencial ridiculez de poseer órganos reproductivos externos y una próstata que tiende a fallar y generar tumores. Como dice Christopher Hitchens, los hombres son espectacularmente poco atractivos; qué nos ven las mujeres es un misterio para nosotros igual que para ellas. Es, de nuevo, el deseo sexual, como la nariz oblonga de Cyrano freudianamente nos recuerda en cada escena de la obra, lo que nos confunde con su tosquedad. Y sin embargo el amor nos infunde un deseo irrazonable de pureza, de sublimidad, de absoluto.
¿Cómo resuelve esa contradicción el arquetipo de Cyrano? Parte su conciencia en dos: será el poeta de la cara deforme y el opa con mentón perfecto. El hombre de los deseos sublimes nunca tocará a Roxane. Desde la oscuridad pronunciará palabras estremecidas que subirán hasta el balcón de Roxane y la harán suspirar; pero el que trepará al balcón y se comerá a la prima será Christian.
ALGÚN DÍA ENTENDERÁS ESTO
La tentativa de escapar de los imperativos de la propia carne, que late con fuerza en Cyrano de Bergerac, vale como recordatorio de una idea indispensable para pensar la hombría: si bien ésta no puede separarse de cierta idea de libertad, a menudo se trata de libertad respecto del propio yo, de la propia personalidad, de las propias limitaciones. La fuga siempre es hacia el futuro: hacia el proyecto.
En 1942, en Estados Unidos, el proyecto era la defensa de la modernidad liberal contra el neopaganismo nazi. En nombre de ese proyecto, Humphrey Bogart escapa de su propia naturaleza, que lo impulsa a quedarse con Ingrid Bergman a cualquier precio. Es ese engranaje moral -y no el pucho en la comisura de la boca ni el impermeable ni el chambergo empapado de lluvia- lo que convirtió al personaje de Bogart en la película Casablanca en un arquetipo moderno de la hombría.
Recordemos las circunstancias. Bogart vive en una de las tristes posesiones coloniales francesas en África del norte, bajo la hegemonía de los nazis, y no es el pez peor adaptado para prosperar en ese charco. Los funcionarios coloniales son corruptos; Bogart permite que el capitán Renaud apueste en su ruleta clandestina a cambio de no molestarlo en sus negocios. En cuanto a los alemanes, su condición de extranjero neutral lo protege. Podría llevar una vida bastante cómoda en esa sordidez, pero se levanta por encima de ella porque es un hombre.
No tiene vocación de mártir. Ni siquiera le importa tener buena imagen. Pero si una cosa no le gusta es la gente maleducada. Cuando el mayor Strasser le pregunta si puede imaginar las tropas del Tercer Reich en Nueva York, Bogart le da la mejor respuesta de la historia del cine: “Bueno, mayor, hay barrios de Nueva York que no le aconsejaría invadir”. La frase es una martingala perfecta: Bogart parece decir que el Bronx o Harlem son tan sórdidos que no merece la pena invadirlos, casi como si se disculpara ante el potencial conquistador, pero al mismo tiempo le está diciendo que para correrlos a ellos con un par de pungas alcanza. Nuestro arquetipo, ya lo vemos, es valiente, pero también es chicanero.
Algo fundamental separa Casablanca de mil y una películas patrioteras: ni una vez aparece en el horizonte la palabra victoria. No se anticipa ningún triunfo personal. Ni siquiera el triunfo de un país. Bogart tiene que tomar una decisión que le concierne sólo a él: o entrega a la Gestapo a su rival en el amor, Lazlo, y se va en el avión con Ingrid Bergman, o bien deja que Ingrid se vaya con Lazlo y él se queda para enfrentar una vida peligrosa y casi seguro la muerte. Elige lo segundo, no porque eso signifique ganar la guerra, sino porque esa conducta lo convierte en un hombre. O para decirlo a la manera de Kant: Bogart en este momento identifica su persona con la Ley Moral. A efectos prácticos, el proyecto humano ahora es él. Ahí parado, con su impermeable gastado, es invulnerable y refulgente y no termina nunca.
Pero es un hombre y eso significa también que en el centro de su seriedad hay algo un poco cómico. También es algo muy masculino y la mayoría de las mujeres reconocerá la situación sin problema. Al final, cuando le revela que él no va a subirse al avión, Bogart le dice a Bergman: “No soy bueno para ser noble, pero no cuesta mucho ver que en este mundo desquiciado los problemas de tres pequeñas personas no valen nada. Algún día entenderás esto”. Ese remate condescendiente le da una comicidad secreta a la escena. Porque Bogart ha olvidado que la autora de esa idea, en realidad, es Bergman: la noche anterior, cuando discutían, ella le dijo que los problemas personales no importan cuando el mundo se hunde. Tal vez ella prefiere no arruinarle el momento; quizá también lo ha olvidado.
LA CRISIS DE LA MASCULINIDAD
Supongo que en este punto es necesario hacerse cargo de un hecho: el elogio de los arquetipos de la hombría parece, fatalmente, algo trasnochado. Los fantasmas de la hombría viven entre nosotros: Cyrano de Bergerac, Prometeo, Sísifo, el rey Arturo, don Quijote, Bogart, Lucifer. Pero las cualidades que les asignamos han sido por demasiado tiempo acaparadas por los discursos de los dictadores o las quejas de los jubilados en las plazas como para no resultar sospechosas.
Hubo, en efecto, una crisis de la hombría en el siglo XX. Una parte fue causada por sus propias contradicciones internas. Si sacrificar el amor o el bienestar o la vida en nombre del proyecto fue un aspecto fundamental de la ética de la hombría, en la Primera Guerra Mundial la carnicería llegó a ser tan grotesca que el sacrificio perdió su sentido. ¿Qué proyecto puede valer la muerte de toda una generación? En un último intento por salvar a la hombría del descrédito, se dijo que aquella iba a ser la guerra para terminar con todas las guerras; cuando, apenas veinte años después, la Segunda Guerra demostró que la destrucción no tenía techo, la vieja ética del sacrificio murió de muerte natural.
Un anticipo de lo que iba a suceder a escala mundial se encuentra en Una mujer en Berlín. La autora anónima de ese documento extraordinario cuenta que en 1945, al día siguiente de la rendición de Alemania, todos los varones de Berlín habían perdido su virilidad: cedían la iniciativa a las mujeres, ponían la seguridad por encima del honor, descreían de palabras como país, pueblo o futuro. Para decirlo de algún modo, el soplo del proyecto los había abandonado. Este vaciamiento de la hombría pronto se extendió a todas las naciones de Occidente. Como escribe Henry Sullivan, la explosión del flower power en los años sesenta fue el funeral de la modernidad. Cada valor de la contracultura fue la negación explícita de los valores que habían hecho de la hombría el motor del progreso en los diez siglos anteriores: actitud prescindente respecto del proyecto colectivo, rechazo de la razón de Estado, desconfianza hacia la tecnología, fatalismo orientalizante, mentalidad adolescente, apariencia andrógina.
Al mismo tiempo, la estructura económica había cambiado. De 1750 a 1945, Occidente había experimentado un crecimiento desaforado de la producción, con un consumo per cápita comparativamente estable; como sabemos, esta disparidad generó excedentes que obligaron a abrir mercados mediante la conquista imperial. Pero a mediados del siglo XX la economía imperial estaba agotada y el énfasis pasó de la producción al consumo. El excedente ya no se iba a volcar en mercados externos, sino que sería absorbido por un aumento constante de la demanda. Para esto era necesario poner en marcha una cultura del consumo. Los arquetipos de la hombría que habían contribuido a formar Occidente, con su énfasis en la autonomía personal, la postergación de la satisfacción, la frugalidad y el pensamiento a largo plazo, ya no eran funcionales para la nueva economía.
El reemplazo de la figura del “hombre” -en el sentido cultural- por la del consumidor es un hecho. En 2013, una encuesta realizada por los investigadores John Gerzema y Michael D’Antonio, que incluyó a gente de América latina, Asia, Europa y Estados Unidos, planteó la pregunta: “¿El mundo sería mejor si los hombres pensaran más como las mujeres?”. Dos tercios de los consultados respondieron que sí.
Lo que llama la atención es qué significa, en el estudio de Gerzema y D’Antonio, “pensar como las mujeres”. Más que femeninos, los valores que rescata el estudio parecen la descripción del perfecto consumidor: siempre de acuerdo con aquel, las mujeres “son expresivas, ahorran, son razonables, son leales, son flexibles, son pacientes, son intuitivas, son colaboradoras”. Los rasgos positivos que se asocian con la masculinidad se limitan a dos: son “decididos” y “resistentes”.
En cuanto a cualidades como la crítica, la imaginación, el sentido de la justicia, el orgullo, la fantasía, la independencia, el coraje o el humor, al parecer no son ni masculinas ni femeninas: simplemente han dejado de existir, al menos entre las opciones que Gerzema y D’Antonio proponen a los encuestados.
VIVIR LIBRE O MORIR
Si lo anterior es cierto, ignoro qué podría indicar sobre nuestra época el hecho de que, desde hace algunos años, vuelvan a aparecer en la cultura de masas, con la insistencia de un pensamiento obsesivo, los arquetipos de la hombría.
Se habla mucho de la edad de oro de la televisión. Desde precursoras como Los Soprano (1999-2007) hasta la reciente True Detective (2014), pasando por obras maestras como Six Feet Under (2001-2005) o House of Cards (2013-2014), el consenso parece indicar que las series televisivas han alcanzado la edad de la madurez y se han convertido en la forma de ficción más vital de la época. No puede ser casual que todas, de una manera o de otra, lidien con el tema de la masculinidad.
Quizá ninguna lo hace de manera tan explícita como la que para muchos es la mejor serie de todos los tiempos: Breaking Bad (2008-2013). Su protagonista, Walter White, es un hombre que siente que da para más. Tiene una mujer y un hijo y sólo sabe con seguridad una cosa: que no fue con ellos como le habría gustado ser. Walter Junior tiene una afección que lo hace hablar con dificultad y moverse con muletas. Skyler es voluntariosa y leal y mandona. Walter, ex genio que iba a ser el próximo Steve Jobs, malvive dando clases, atiende la caja en un lavadero de autos y en su cumpleaños número cincuenta no puede juntar entusiasmo suficiente para hacer el amor con su mujer.
Entonces, como a Hans Castorp en La montaña mágica, la muerte viene a sacudirlo de su sopor. Le diagnostican un cáncer inoperable. El pronóstico: seis meses de vida. ¿Qué va a pasar con Skyler y con Junior? Secundado por un ex alumno que apenas sale de su asombro (“¿Un cuadrado como usted, a esta edad va a tomar el mal camino?”), Walter se hace narco. No ocurre de la noche a la mañana. Tiene que despojarse de su timidez, de sus ganas de agradar. Tiene que aprender a matar, incluso con las propias manos. Tiene que aprender (y esto para un hombre como Walter es casi más difícil que matar) a perder el aprecio de la gente que quiere.
Más tarde, cuando Walter dude y se pregunte si perder el amor de su mujer no es un precio demasiado alto, habrá una figura mefistofélica que sabrá ponerlo otra vez en camino: el capo narco Gustavo Fring. Un hombre… un hombre provee para su familia, le susurra Fring. Mientras tengas hijos, tenés una familia. Ellos son tu prioridad, tu responsabilidad. Y un hombre… un hombre provee. Y provee incluso cuando no es apreciado, ni respetado, ni siquiera amado. Simplemente se aguanta. Y sigue adelante. Porque es un hombre.
En efecto, la coartada de Walter es siempre, gracias al negocio de la droga, dejar algo para su familia. Pero lo real es su transformación, lenta pero fulgurante, en hombre. Y en cierta forma todos los arquetipos de la hombría pasan por su atormentada historia. Ahí lo vemos, ambicioso (“No se metan en mi territorio”), paternal (dos hombres están por atacar a su joven socio y Walter los atropella y después los remata de un tiro en la cabeza), napoleónico (“Me preguntaste si lo mío es hacer dinero o fabricar metanfetamina. Ninguno de los dos. Lo mío son los imperios”), místico (“Estoy despierto”), orgulloso (“No estoy en peligro; yo soy el peligro”), responsable (“¿Con quién crees que estás hablando, Skyler? ¿Sabes qué pasaría si no voy a trabajar? Un negocio grande como para figurar en el Nasdaq se viene abajo”).
Para cuando le toca la segunda dosis de quimioterapia, la patente de su auto lleva esta leyenda: “Vivir libre o morir”. Lucifer no lo habría dicho mejor.
LA NACION