El siglo de oro de Augusto

El siglo de oro de Augusto

Por Hugo Francisco Bauzá
En los idus de marzo del 44a. C, en el antiguo Senado romano, un grupo de republicanos asesinó a Julio César; entre ellos estaba Marco Bruto, a quien el dictador, en ese postrer momento, le refirió: “¿Tú también, hijo?” (el historiador latino Suetonio, al recordar esas tres palabras, las escribe en griego). Sobre esa conjura lo habían anoticiado algunos amigos, el arúspice Espurina y también Cleopatra, su amante, entonces en Roma, pero César, desoyendo tales presagios, marchó al Senado Allí encontró la muerte y, en cierto modo, la inmortalidad. Tenía 56 años.
Esos idus, llamados luego “día del parricidio”, son clave de bóveda del ulterior desarrollo de la historia del mundo antiguo que, desde entonces, cambió radicalmente.
Muerto el autócrata y antes de que erigieran una pira en el campo de Marte donde incinerarlo, su testamento fue abierto y leído en casa de Marco Antonio. Para sorpresa de todos, especialmente de Antonio, cedía las tres cuartas partes de su fortuna a su sobrino nieto Gayo Octavio, hijo de Acia, su sobrina menor, a quien adoptaba como hijo y le daba su nombre; lo eligió, dice Suetonio, “por la energía de su carácter”. Cuando ocurrió el magnicidio, Octavio estaba en Apolonia y, pe¬se a que le sugirieron que no volviera a Roma pues su vida corría peligro, decidió regresar y hacerse cargo de la herencia; aún no tenía 19 años. Tomó el poder primero en alianza con Marco Antonio por espacio de doce años; luego solo durante 44 hasta su muerte, ocurrida el 19 de agosto del año l4. Lo de “solo” merece ciertos reparos pues, detrás de él, siempre estuvo Livia Drusila, su mujer.
Sostuvo cinco guerras civiles vinculadas con la venganza de su tío, amén del rumor de que había asesinado a Hircio y Pansa, los dos cónsules rivales. Eran años violentos y fue también violento el mismo Octavio. Así, no trepidó en condenar a muerte a los asesinos de César ni puso objeciones a que la cabeza de Cicerón, el ilustre orador, fuera colgada en el Senado como lo había ordenado Marco Antonio o, por venganza, mandara depositar la de Bruto al pie de la estatua de César. Aliado dudosamente en triunvirato con Marco Antonio y Lépido, al primero lo enfrentó y venció en Accio en famosa batalla naval y al segundo lo desterró: quedó solo frente a un gobierno que manejó con mano férrea. Fue intolerante e inflexible hasta la tozudez lo que, según Tácito, impidió consolidar un gobierno respetuoso de la vida de sus ciudadanos. Contaba con su frialdad de temple, la temerosa obsecuencia de quienes lo rodeaban y el haber sido el elegido de Julio César, un ser carismático a quien, al cumplirse un año de su muerte, deificó; pasó a ser así hijo del “divino” César, lo que aprovechó políticamente en su favor. Con aparente modestia no permitió que divinizaran su persona, aunque sí la de su Genius lo que, de resultas, era casi lo mismo.
En dos ocasiones pensó en reimplantar la República mas luego desistió. Entendía que dejar el poder al arbitrio de la mayoría, en momentos todavía tormentosos, podía derivar en anarquía. Estableció así el Principado y mediante una maniobra política el Senado le confirió el cognomen Augustus “el engrandecido”.
Para la helenista Mary Beard, Octavio “de matón se convirtió en estadista”; en efecto, llegó a serlo. ¡Quién se atrevería a negarlo! Dio forma a un orbe nuevo, muchas de cuyas instituciones perduran, y así es como se lo recuerda; empero, un revisionismo que arranca del historiador Tácito cuestiona actos de su gobierno, así su tan mentada pacificación. En El siglo de Augusto Pierre Grimal, en una lectura conservadora, lo retrata como el artífice de un siglo de oro que lleva su nombre, igual que el siglo V ateniense lleva el de Pericles o el proclamado momento estelar de Francia el de Luis XIV.
Con todo, hay datos que ponen en duda esa pacificación. Tácito, en sus Anales, refiere “pacem sine dubio, sed cruentam” (“paz, sin duda, pero cruenta”) a la vez que insiste en la “barbarie civilizadora” de los romanos: ubi solitudinem faciunt, pacem appellant (“donde hacen un desierto, lo llaman paz”). Omito las crueldades cometidas por Octavio en la guerra de Perusa o el temerario rigor que impuso en el ejército, aludo, en cambio, a hechos graves de su entorno inmediato. Desterró a perpetuidad a las dos Julias -su hija y su nieta- con el pretexto de que sus conductas contrariaban la reforma moral que pretendía imponer; mandó a un exilio de por vida al poeta Ovidio; a Cornelio Galo, su amigo dilecto, caído políticamente en desgracia, lo orientó al suicidio tras lo cual ordenó silenciar su nombre y su obra y a Virgilio le hizo suprimir el elogio que le tributaba en la Geórgica IV.
Sobre la crueldad de esa paz -si se acepta el oxymoron- insisten Suetonio y, en las últimas décadas, Ronald Syme (The Román Revolution). Éste cuestiona el valor de esta paz, a la vez que denuncia la hipocresía de Augusto: decía restaurar la República cuando, en realidad, al debilitar el Senado e instaurar el Principado, no hacía más que sepultarla; su cinismo se muestra bajo el disfraz retórico de clemencia. Pese a la suma del poder, vivió perturbado por no haber tenido hijos varones, lo que ponía en riesgo la sucesión imperial. Para suplir esa falta pensó en sus sobrinos Gayo y Lucio, pero ambos murieron jóvenes en dudosa forma accidental. Tácito se pregunta si acaso la mano de Livia no pudo haber intervenido; Virgilio, al elogiar en una de sus composiciones-las virtudes del limón, acota que es el remedio más eficaz cuando “crueles madrastras” propinan venenos. ¿A quién alude con “crueles madrastras”? Cuando Augusto conoció a Livia, ésta estaba casada y encinta del futuro Tiberio, no obstante la obligó a divorciarse con lo que repitió la mítica historia de Agamenón con Clitemnestra. Pese al amor que aparentemente le profesó, Livia orientó su accionar para que su hijo fuera el heredero, tal como sucedió (no sin ironía la citada Beard sostiene que “Tiberio hizo bueno a Augusto, que murió en la cama quizá con alguna discreta ayuda)”. En su testamento instituía a Tiberio como heredero y “prohibía que las dos Julias, su hija y su nieta, fueran transportadas a su sepulcro, si algo les sucedía”, según Suetonio.
Aunque se repite que Augusto fue sobrio y austero la supuesta casa de Livia, en el Palatino, cuyos restos pueden visitarse, parece demostrar lo contrario. Hizo construir el Altar de la Paz, uno de los más espléndidos monumentos romanos, hoy junto al Tíber, donde está su testamento político que pone énfasis en la pacificación. Junto a él, huellas de un complejo político-urbanístico imponente centrado en la figura de Livia.
En Augusto y el poder de las imágenes Paul Zanker destaca que Augusto no escatimó gastos en favor de la propaganda imperial; así cristalizó un relato que preconiza la glorificación de Julio César y, por extensión, la suya propia.
Su imagen brilló por doquier -monumentos, estatuas, numismática, caminos con su nombre-. No hubo obra pública que no recordara su figura, hasta el hartazgo. Convirtió a Roma en un centro comunicador que llevó su propaganda a lo largo de todo el orbe conocido. Una sobre saturación vertebrada sobre el culto a la personalidad con lo que, amparado en la deificación de su predecesor, devino leyenda viviente como antes lo había sido Alejandro. Una religiosidad laica fundada en un nuevo mito con el que autocráticamente manipuló el gobierno del imperio. No corresponde juzgar su proceder con parámetros contemporáneos -sería forzar la historia-, pero no podemos negar que instaló una memoria oficial que, por la fuerza, silenció voces disidentes (recordemos que Virgilio, en trance de muerte, pidió que quemaran su Eneida en la que, por mandato de Augusto, lo había glorificado, pero éste impidió se cumpliera esa voluntad). Esos silencios abren la posibilidad de trabajar en nuevas líneas críticas.
LA NACION