05 Sep El secreto de una larga vida
Por Héctor M. Guyot
Nos interesan los longevos porque sospechamos que con el último suspiro se llevan de este mundo el secreto de saber cómo vivir, cosa en la que estamos todos empeñados con resultados dispares pero por lo general insatisfactorios. Ahí vamos, improvisando un parche ante cada problema, tapando agujeros con las manos y los pies, y de pronto nos topamos con la noticia de que en las cercanías del lago Titicaca murió a los 123 años Carmelo Flores Laura, el hombre más viejo de Bolivia y acaso del mundo, según arriesgan las agencias de noticias.
Antes de leer el texto trato de hallar alguna clave en la foto que viste la nota. Data de 2013, cuando Flores tenía 122. Veo un aymara auténtico envuelto en su poncho rústico, la cara tallada a cuchillo bajo un gorro de lana del que cuelgan las clásicas orejeras. Busco allí algún indicio de sabiduría, la señal de los que lo han visto todo, pero poco me dicen la boca abierta, sin dientes, y los pequeños ojos entrecerrados, efecto quizá de la edad o de la intensa luz del entorno, hecho de cielo vacío y piedra blanca.
Parto de un primer supuesto: vivir mucho es bueno. Una presunción que suscribo de forma automática quizá porque supone postergar el inevitable encuentro con la muerte. Somos una especie que se aferra a lo que conoce: esas piedras y ese cielo, en el caso de Flores, que así habrá durado en esta Tierra lo que duró. Pero quién sabe. Desde el balcón de sus 122 años quizá haya podido ver, con los ojos cerrados y la boca abierta, un destello de lo que viene después. Tal vez Flores, cansado de lo vivido, ya había empezado a dejarse ir cuando el reportero de Reuters le tomó esa última foto en las alturas de la cordillera. Todo el que aferra tendrá que soltar.
Hay otro supuesto que opera en estos casos: sólo los que han sabido templar el espíritu alcanzan estas edades matusalénicas; los que han evitado la angustia y el estrés que corrompen la máquina antes de tiempo hasta hacerla estallar. Por eso las vidas con bonus prosperan lejos del vértigo de las grandes urbes, en estepas o valles donde los ciclos del hombre se dilatan junto con el paso de las horas hasta empardar los ciclos de la naturaleza, de respiración más amplia. Bichos de ciudad, nosotros queremos eso, menos estrés, menos locura, pero no es tan sencillo. Podemos recluirnos en el bosque, como el viejo Thoreau, pero además de una mochila con dos mudas cargaríamos el peso de la civilización, y eso tarde o temprano nos aplastaría en medio del trino de los pájaros. El viejo Carmelo Flores habrá tenido sus pesares, pero ninguno parecido a éste: sus días en las faldas del nevado Illampu transcurrieron ajenos a la historia del mundo occidental.
Los datos de su biografía dicen que cuidaba de sus ovejas y sus llamas en la comunidad de Frasquía, provincia de Omasuyos, no muy lejos de la ciudad de La Paz. “Muy huerfanito era mi papá. Cuando era guagüita se le murieron papá y mamá”, relata Cecilio, de 64 años, el único de sus seis hijos que sigue vivo. En su adolescencia, Flores dejó el páramo donde lo crió una tía y trepó a uno de los puntos más altos de la cordillera. Allí construyó un refugio. Hilaba lana de oveja y llama para tejer sus pantalones y camisas. Hacía sus sandalias con cuero de llama. Se echaba a dormir sobre una piel de oveja. Y sólo de tanto en tanto bajaba a la comunidad.
Su mundo y el nuestro se parecen en algo: un día llegó una mujer que le cambió la vida y Flores dejó su refugio para siempre. “Mi mamita se murió hace 20 o 21 años. Ella sí estaba viejita, andaba muy agachada y con bastón. Tenía 107 años -recuerda Cecilio-. Mi papá caminaba derecho. Este último tiempo se ayudaba con bastón.”
El perfil erguido de un hombre de más de 120 años sugiere que el secreto está en el cuerpo. En las caminatas junto a sus animales por los senderos angostos. En el aire helado de la montaña. En el viento y el sol cordilleranos, que le habrán curtido la piel y los huesos. En una dieta magra y regular. Sin embargo, cuando no hay para los ojos más obstáculo que la piedra y el cielo, la mente tiende a perderse, a irse entre los picos nevados y los abismos. Hay geografías tan elocuentes que están más allá de las metáforas. Allí, es el ojo el que entiende y sabe, mientras la mente descansa. ¿El secreto de una larga vida reside en el cuerpo o en la mente? ¿Qué tan divorciados el uno del otro estarían en el caso de Carmelo Flores?
Cuando don Carmelo nacía, en 1890, los hermanos Wright no habían creado aún el primer avión y faltaban unos años para que otros hermanos, los Lumière, inventaran el cinematógrafo. Hoy, cuando muere, media humanidad anda con una cámara en la palma de la mano y se anuncian viajes tripulados a Marte. Flores se perdió todo lo que hubo en el medio porque vivió más de un siglo ante la eternidad de los elementos. En la montaña los cambios se miden en eras geológicas. ¿Qué otros sucesos habrá habido en su vida, más allá del nacimiento y la muerte de sus seres queridos?
Hubo un anuncio. En mayo, Flores había pasado unos días en el hospital Arco Iris de La Paz, descompensado por una deshidratación aguda, cierta desnutrición y un pequeño problema de gastritis. Según informó Ramiro Narváez Fernández, director del centro médico, Flores conservó su lucidez y nunca perdió el humor.
El paciente se repuso mediante un tratamiento ortodoxo combinado con medicinas naturales, las únicas que había necesitado en su vida. Apenas pudo pararse sobre sus dos pies, quiso dejar la clínica y regresar a sus montañas: pensaba mucho en sus ovejas y sus llamas. Y allí volvió.
A los pocos días de retomar el cuidado de su rebaño, Carmelo Flores Laura murió una noche de lunes a causa de una diabetes tipo 2. Fue el 9 de junio. Le faltaban cinco semanas para cumplir 124 años. Además de su hijo Cecilio, lo sobreviven 14 nietos, 39 bisnietos y un misterio que jamás será resuelto.
LA NACION