El nazi que quería “curar” a los homosexuales

El nazi que quería “curar” a los homosexuales

Por Dolores Curia
El triángulo rosa se refiere a la insignia que llevaban los prisioneros homosexuales en la ropa para circular por los campos. Cada color designaba un escalafón e indicaba a cuál de todas las identidades étnicas, religiosas, políticas, sexuales que los nazis querían exterminar pertenecía el prisionero en cuestión. El triángulo rosa es también el título del documental de Ignacio Steinberg y Esteban Jasper sobre un personaje pequeño y turbio: Carl Vaernet, un médico danés, ninguneado por la historia oficial de la Segunda Guerra, que le vendió a las SS un método que prometía la cura de la homosexualidad. También lo hizo con quienes se acercaban a su consultorio particular por sus costosísimos pero al parecer milagrosos métodos para desterrar el maldito vicio antifamilia de sí mismos o de sus hijos. Antes de afiliarse al partido y de que lo contrataran para trabajar en el campo de Buchenwald, Vaernet se basó en experimentos con animales que se hacían para ver la incidencia de las hormonas en la sexualidad. Hubo un profesor, Kanud Sand, al que tomó como antecedente y maestro. Sand castraba gallos, trasplantaba sus testículos a las gallinas y lograba, por ejemplo, que les creciera la cresta. Esto le hizo creer a Vaernet, y no sólo a él, que las personas debían su orientación a la falta o exceso hormonal. En los años ’20, Vaernet abrió una clínica desde donde empezó promocionar sus nuevas técnicas, que representaban la cura para casi cualquier afección. Aplicaba onda corta sobre diferentes glándulas para estimular la secreción de hormonas y así tratar todo tipo de enfermedades, incluido el cáncer. No fueron pocos quienes le creyeron, así Vaernet se volvió una suerte de médico de moda. Fue uno de los primeros de su barrio en tener un enorme Chevrolet.
En el ’34, Heinrich Himmler, jefe de las SS, formó la Central del Reich para la Lucha contra la Homosexualidad y el Aborto. Confeccionó las llamadas listas rosas y se encargó de la “limpieza” de las desviaciones dentro del partido. Como parte de ese plan sistemático, en 1944, Vaernet fue transferido a Praga para dirigir desde allí la experimentación. Vaernet creó una glándula artificial con testosterona que se introducía en la piel en la zona de la ingle y la hormona se liberaba gradualmente a lo largo de dos o tres meses. En el campo de Buchenwald, Vaernet operó entre 15 y 17 prisioneros. Les implantó la glándula y registró los resultados de sus experimentos con humanos en su bitácora. Allí escribía: “Todos están en muy buen estado, algunos incluso tienen sueños con mujeres”. No se sabe a qué conclusiones llegó Vaernet antes del fin de la guerra, pero lo que sí mencionan sus registros es que por lo menos dos de estos prisioneros murieron, ambos por infección. Finalizada la guerra, Vaernet se refugió en la Argentina, donde firmó un contrato con el Ministerio de Salud para continuar con investigaciones de las que no se tiene ningún dato todavía. Y es justamente esta contratación (ratificada por un contrato), una de las piezas clave en la historia de Vaernet, lo que los directores de El triángulo rosa descubrieron a lo largo del proceso de investigación de su primer documental.

¿Qué es lo que se sabía de este personaje cuando ustedes empezaron la investigación para la película?
Ignacio Steinberg: El interés mundial, aunque acotado, por este hombre empieza en Londres, a partir de la inquietud de un luchador por los derechos lgbt, Peter Tatchell, que aparece en el film. Aquí no había casi evidencias y, en el mundo, una sola investigación documentada en un libro de autores daneses que se llama igual que el documental. Vaernet fue uno de los fugitivos de la guerra que optaron por esconderse y trabajar en el anonimato. Muchos otros criminales como él intentaron hacer lo mismo. Con alguna pantalla, ya sea por cambio de apellido o ayudados por algunas empresas alemanas radicadas aquí, como Mercedes-Benz, intentaron pasar desapercibidos.

Esteban Jasper: Vaernet tuvo bajo perfil y no es comparable a un Josef Mengele. Participa en el campo de concentración de Buchenwald con bastantes reservas. Estaba radicado en Praga. Y viajó desde allí al campo en dos o tres oportunidades. Allí le habían preparado el laboratorio. En la Argentina es contratado por el Ministerio de Salud, pero no dicen para qué.

Mientras otras minorías del campo de concentración estaban allí para ser exterminadas, aparece con los homosexuales además este afán experimental.
I. S.: Ser gay en el campo era una categoría de prisioneros, como los judíos y como otros grupos, pero que era la más baja. Van al mismo lugar, recorren los mismos espacios y mueren de la misma manera. El contexto es, por un lado, esta locura racista y este convencimiento de que se podía llegar a través de la experimentación a una supuesta pureza racial; por otro lado, la locura de la guerra. Hay un discurso de Himmler muy importante, donde éste expone que había muy pocos alemanes en edad reproductiva y “el 7 por ciento de este universo de alemanes es gay; si esto continúa, nuestra raza germana se va a extinguir”, decía. Había toda una idea de pandemia y contagio de la orientación sexual. La cura tenía que ver con una política pronatalista para generar más hombres, jóvenes, fuertes, con características para ser soldados. Si se curaba al gay alemán, la posibilidad de procreaciones era pura también. Los chicos que venían de familias alemanas sometidos a la “cura” eran recuperables en doble sentido.

E. J.: Hubo también experimentos con trasplantes de testículos de orangutanes. Nosotros tuvimos que concentrarnos en nuestra propia investigación, pero supimos que había un médico que proponía algo así como una marcha atrás en la genética, en la evolución de la especie humana, que posibilitaría llegar a mayor pureza de la raza y el fin era lograr una vacuna para la eterna juventud. Esto se relacionaba con la obsesión nazi de buscar en el árbol genealógico una rama que estuviera totalmente libre de “contaminación de sangre judía, gitana, gay”.

La comunidad judía se ha dedicado a honrar la memoria, pero no se habla tanto de las víctimas lgbt del Holocausto…
I. S.: Se suele meter todo en la misma bolsa. Y ese silencio del que hablás llega al extremo de que el Estado alemán reconoce recién en 2002 a la minoría gay como sujeto de exterminio. Y digo gay y no lesbiana u otras identidades porque se perseguía fundamentalmente la homosexualidad masculina pasiva. Lo que resultaba tremendo era un hombre que se feminiza, que no asume su rol de dominación. Al contrario de lo que se suele creer, la homosexualidad femenina era bastante irrelevante para el nazismo, ya que poco importaban los deseos de una mujer. Podía ser sometida al acto sexual más allá de su voluntad.

E. J.: La mentalidad nazi es anterior al nazismo propiamente dicho. A fines del siglo XIX, hay científicos alemanes que viajan a Sudáfrica para hacer una investigación con respecto a la raza. Quienes llevan adelante el nazismo como ideología no solamente están en las filas de las SS y la SA sino de las familias mismas que entregan a sus hijos a las Juventudes Hitlerianas. Si bien a principios de ese siglo Berlín era la meca gay, un poco como lo es hoy, no es que sólo los nazis pensaban que la homosexualidad era una enfermedad: casi toda Alemania lo pensaba. Y tampoco termina con el fin de la Segunda Guerra. Cuando los prisioneros gays de los campos son liberados porque termina la guerra, van directo a la cárcel a continuar con su condena por homosexualidad, que estaba penada desde mucho antes de que llegara el nazismo. Recién en el ’69 se los libera porque se deroga el artículo que prohibía las relaciones entre personas del mismo sexo.

¿Por qué la elección de este modo de narrar, a través de la figura del detective?
I. S.: Fue idea de Esteban. Tardamos en concretarlo sobre todo porque yo me resistí mucho a hacerlo. Me parecía que podía ser tomado como un ejercicio de narcisismo, que iba a prestarse a confusión porque yo soy actor de teatro y me parecía raro poner ahí la cara. Lo que me convenció para hacerlo fue que este personaje no sería para nada histriónico, sino un investigador silencioso que va leyendo, uniendo cabos. De hecho, no tiene voz en on. Cuando encontramos el contrato se hizo aún más evidente que necesitábamos a ese narrador para que llevara adelante el hilo conductor de la historia, y el contrato quedara como lo que fue: un hallazgo. Ese último eslabón de la historia que fue su paso por la Argentina fue nuestro aporte a la historia de Vaernet.
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