El eterno retorno

El eterno retorno

Por Hernán Ferreirós
Aunque Penny Dreadful suena como un nombre femenino, en verdad es a la vez un género y una declaración de principios: así se llamaban los folletines victorianos que costaban apenas un penique y narraban historias sobrenaturales cargadas de sustos y crímenes escalofriantes.
Al asumir, desde su nombre, el relevo del folletín, esta serie (que HBO estrenó el viernes 13 de junio, a las 22) ofrece dos caras opuestas: se muestra como un producto nuevo y lleno de sorpresas, pero éstas se apoyan en reenviarnos hacia el pasado, en jugar con lo que ya conocemos. También se pone en un compromiso: si vamos a ser derivados a la ficción popular del siglo XIX, no podemos esperar nada menos que una narración cautivante, repleta de prácticas atroces en la atmósfera macabra de una época en la que la ciencia y el ocultismo aún competían de igual a igual. Como promesa, es inmejorable. En los episodios iniciales, este Penny Dreadful se dedica a cumplirla.
La ficción empieza pisando el acelerador y deja que la historia se arme como un rompecabezas. Sir Malcolm (Timothy Dalton, ex Bond al que los años no le hicieron mal) es un cazador aristocrático que busca con determinación a su desaparecida hija Mina, quien está bajo el influjo de un ser sobrenatural con debilidad por la sangre humana nombrado sólo como “el amo” (“Mina” es Mina Murray, así que la identidad del “amo” no será un misterio). Junto a sir Malcolm, siempre se encuentra la vidente Vanessa Ives (Eva Green, cuya imponente frialdad y mirada angular calzan a la perfección con su personaje), quien parece haber tenido alguna responsabilidad en la desaparición de Mina y por ello ayuda en la búsqueda. El pistolero Ethan Chandler (Josh Hartnett) completa el grupo central: es un cowboy de gatillo fácil que cumple el rol de guardaespaldas, al menos hasta que se enamora de Brona (Billie Piper), prostituta de buen corazón y malos pulmones. El trío suele recurrir a la asistencia científica de un joven médico obsesionado con el galvanismo cuyo nombre es (estalla un trueno) Victor Frankenstein (Harry Treadaway) y, ocasionalmente, se cruza en los salones con un libertino narcisista y coleccionista de retratos que no puede ser otro que Dorian Gray (Reeve Carney). Es decir que la cita a la literatura victoriana no se detiene en rescatar al folletín, sino que la serie misma es un mash-up de las mayores celebrities del horror gótico del siglo XIX.
En su profusión de monstruos decimonónicos, Penny Dreadful -que tiene en su primera temporada 8 episodios y ya ha sido renovada para una segunda por la señal Showtime, que la emite en los EE.UU.- hilvana un tema. La contradicción de encarnar a la vez la vida y la muerte está por todos lados: en el vampiro, en la criatura encastrada con carne inerte por Frankenstein, en el inmortal Dorian Gray que se degrada en su retrato y también en la prostituta con una enfermedad terminal. “Hay un solo objetivo digno de la ciencia -dice allí Frankenstein-. Perforar el tejido que separa la vida de la muerte. Allí quiero plantar mi bandera.” La serie se propone explorar ese interregno, el territorio donde las diferencias se cancelan y los monstruos, es decir, los otros, los rechazados, son la especie dominante.
El guionista John Logan (Gladiador, La invención de Hugo Cabret y 007: Operación Skyfall, entre otras), creador de la ficción junto al productor Sam Mendes (Belleza americana), reveló en una entrevista a la revista online Slate que desde chico sintió una gran fascinación por Frankenstein, la novela de Mary Shelley, que provino, dice, “del vínculo que sentía entre el monstruo y la experiencia de crecer como un joven gay”. Desde luego, no hace falta ser gay para sentirse alienado durante la adolescencia. La inadecuación e insularidad que todos experimentamos alguna vez son los sentimientos que Penny Dreadful explora a través de sus desclasados. El plano oscuro que habitan, ese reino de sombras en el que la vida y la muerte dejan de ser opuestos, refleja nuestro mundo: el mundo real y el mundo de ficciones al que ingresamos regularmente.

LA HISTORIA SE REPITE
Hace quince años, el guionista británico Alan Moore concluyó la primera parte de La liga de los caballeros extraordinarios, una serie de historietas que explora exactamente el mismo concepto que este show. Moore tomó a buena parte de los seres fantásticos de la literatura del siglo XIX que pasaron al dominio público (no sólo a los góticos, sino también al cazador Allan Quartemain de H. Rider Haggard, al Capitán Nemo de Verne, al hombre invisible de Wells, a Jeckyll y Hyde de Stevenson) y armó una suerte de X-Men del período victoriano. Las similitudes son tantas que es inverosímil que Logan no conociera las historietas o, por lo menos, la espantosa película que las adaptó en 2003.
A la vez, existe un precursor del cómic de Moore que usa la misma idea: la novela A Night in the Lonesome October, publicada en 1993 por el escritor norteamericano Roger Zelazny, que también narra una conspiración apocalíptica en el siglo XIX que involucra a Drácula, Frankenstein, Sherlock Holmes y Jack el Destripador. Pero las derivaciones no terminan aquí. A su vez, la novela de Zelazny tiene su propio antecedente: las películas de terror que enfrentaban a dos personajes cuyos derechos estaban en manos del mismo estudio, iniciadas en 1943 con Frankenstein Meets The Wolf Man.
Este juego acumulativo de reenvíos a otras obras del pasado es especialmente notorio en el caso de esta serie, pero está lejos de ser exclusivo. La dinámica es verificable en buena parte del cine y la TV actuales, que parecen, más que nunca, estar jugando con la recombinación de un número limitado de elementos, no necesariamente tomados del original, sino también de segundas o terceras versiones. Desde luego, la cultura popular se caracteriza por utilizar tópicos e ideas recurrentes para ganar accesibilidad e inmediatez. Las obras radicalmente originales están reservadas a la vanguardia y suelen ser impenetrables. Sin embargo, esta obsesión por el pasado parece haberse incrementado en un nivel inédito en las últimas décadas. Los tiempos entre secuelas, precuelas y rebooteos se acortan. La aceleración es un rasgo del progreso técnico, pero nuestra cultura popular parece acelerar y dirigirse a toda velocidad hacia atrás.

RETROMANÍA
En su ensayo, “Magias parciales del Quijote”, Jorge Luis Borges refiere un curioso (y apócrifo) acontecimiento de Las mil y una noches: en la noche 602, Schehrazada empieza a contar, por un error de los copistas de la obra, su propia historia. Al intersectar la narración consigo misma aparece un problema: cada vez que en su relato Schehrazada llegue a la noche 602 no tendrá más remedio que recomenzar, es decir, se produce la célebre paradoja del regreso al infinito (a la que Borges, como corresponde, volvía una y otra vez).
El novelista y crítico norteamericano John Barth notó que el texto borgeano sugería que la producción narrativa eventualmente se agota y empieza a repetirse. Bastó esta intuición para sentar las bases del posmodernismo en la ficción. Esta teoría del agotamiento de lo nuevo dominó la producción artística del último cuarto del siglo XX y luego también se agotó. El fin de la historia llegó a su fin. Sin embargo, el síntoma detectado por Barth, o, si se prefiere, Borges, continúa. Nuestros consumos culturales están cada vez más afianzados en otros, provenientes del pasado.
El crítico musical británico Simon Reynolds llama “retromanía” a este sistema de recursividad interminable. Reynolds investiga especialmente la música pop, donde existe una cantera extensa de ejemplos (las infinitas reediciones, los tours de regreso, el remix, el sampleo, las bandas tributo) de los que muy fácilmente podemos encontrar correlatos casi textuales en todos los otros rubros de nuestra cultura popular. “Vivimos en una época re-” explica Reynolds.
Se puede argumentar que nada se crea de cero y que ésta es una característica estructural de nuestra cultura. Puede ser que, en diversas formas, lo retro haya existido siempre, lo que es nuevo es la manía. La razón principal es que el pasaje del mundo analógico al digital puso a nuestra disposición un archivo infinito que no ocupa un lugar y, por ello, tiene una disponibilidad inmediata y absoluta. Como nunca antes, cualquier artefacto cultural de nuestro pasado está sólo a un botón de distancia. Y, desde luego, es mucho más fácil (y mucho más redituable para nuestra industria cultural) ir hacia atrás que dedicarse a explorar lo nuevo.
El resultado es la sensación parcial de que la producción cultural se mueve a toda máquina, siguiendo el paso del progreso técnico, aunque cuando se observa a un nivel macro en verdad se siente detenida en el tiempo, como si en vez de dirigirse al futuro en compañía de la ciencia, la cultura popular hubiera entrado en un estado de atemporalidad en el que la única novedad está dada por la continua reorganización del pasado.
Los monstruos de Penny Dreadful, tomados de la literatura del siglo XIX, no sólo son un ejemplo más de esta tendencia, sino que la vuelven el tema de la serie ¿Qué puede ser el tópico de la transformación de muerte en vida, condensado en el monstruo de Frankenstein, sino una representación del intento de reciclar lo viejo para producir algo nuevo? En el romanticismo tardío, la criatura de Frankenstein representaba el impulso vital de la creación artística. Hoy, es inevitable ver en este ser hecho con partes muertas y ajenas algo de la dinámica de nuestra producción cultural. Nos corresponde a nosotros preguntarnos si el galvanismo que propone funciona ¿Estamos condenados a ver variaciones de lo mismo como si nuestra televisión estuviera en el loop de El día de la marmota (o el de Al filo del mañana, la reciente película con Tom Cruise que retoma exactamente… etc, etc.)? ¿O será que aquello que está fuera de la cultura de masas eventualmente ingresa para transformarla y nutrirla de novedad y, en consecuencia, es lo que debemos proteger? Penny Dreadful no sólo cita, plagia o reversiona a los muertos-vivos Drácula, Frankenstein y Dorian Gray; los convierte en un signo de nuestro tiempo.
LA NACION