Científicos teen: son chicos, pero ya investigan a lo grande

Científicos teen: son chicos, pero ya investigan a lo grande

Por Nora Bär
El último 26 de junio, Matías Apablaza, un adolescente neuquino de 15 años, se quedó despierto hasta la madrugada con la vista fija en la pantalla de su computadora. Después de un intento fallido el año previo, había participado en el concurso Google para jóvenes científicos y esperaba que al final de la cuenta regresiva apareciera su nombre en la lista de ganadores. Al final, ante la falta de resultados favorables, vencido por el sueño y enojado consigo mismo, se tiró a la cama.
Pero a pesar de todo la historia tendría final feliz. Cuando su mamá, Mónica Rodríguez, volvió a fijarse a las seis de la mañana, vio que entre los puntitos que señalaban los países en los que había ganadores figuraba la Argentina.
“Toqué el puntito [con el cursor] y decía «Matías Apablaza» -cuenta Mónica, profesora de geografía-. Por las dudas, volví a tocarlo para asegurarme de que era verdad. Lo desperté para darle la noticia y fue una fiesta.”
Matías es uno de los cientos de chicos y jóvenes que con un entusiasmo desbordante participan en concursos, ferias, campamentos y olimpíadas científicas, tanto nacionales como internacionales. Muchos se tientan en la escuela; otros, como Matías, simplemente dan rienda suelta a su curiosidad y al gozo de seguir un impulso interior que los lleva a explorar temas desconocidos para dar con la solución a un problema.
“En 2012, mientras navegaba en la página de Google, me encontré con el anuncio de una feria de ciencias -cuenta este ingeniero precoz que estudia en el Instituto Tecnológico del Comahue, una escuela industrial pública administrada por una mutual de padres-. Seguí el enlace y me enteré de qué se trataba. Ese año no pude participar porque era para chicos de 13 años y yo tenía 12. En 2013, me inscribí con el mismo proyecto que este año, pero no tuve tiempo de terminarlo. Esta vez pude terminarlo bien. Estuve preparándolo desde enero.”
El desarrollo premiado es un dispositivo destinado a no videntes o personas con disminución visual, que identifica colores mediante sonidos. “La idea se me ocurrió hablando con una cooperativa de artesanos no videntes de Neuquén -explica Matías, que según sus padres aprendió a leer y a programar absolutamente solo-. Puede usarse para la elección de la vestimenta, para reconocer el color de lanas o fibras, para la identificación de billetes… Un tiempo antes había estado investigando sobre el espectro electromagnético ¡y se me vino a la cabeza! Les pregunté a ellos si les sería útil y me dijeron que sí.”
Y enseguida hace una demostración práctica: acerca un objeto al visor del prototipo, aprieta un botón y se escucha un sonido que va cambiando con los distintos colores. “Tiene un sensor compuesto por más de cien fotodiodos con filtros rojo, verde y azul, que descomponen la luz y generan una tensión diferente para el rojo, el verde y el azul -detalla-. Después, con un programa que le cargué, la placa [electrónica] mide esos tres valores y determina cuál fue el tono en cuestión. Por ahora, reconoce ocho colores.”
Si bien no existen registros precisos de cuántos chicos y adolescentes participan en este tipo de actividades, todo indica que lentamente es un fenómeno que se consolida.
“Es la tercera vez que el concurso de Google se hace en todo el mundo -dice Florencia Sabatini, gerenta de Comunicaciones y Asuntos Públicos de la compañía-, pero ésta es la primera vez que un trabajo local obtiene un reconocimiento.”
Ignacio Pérez Bedoya, Lisandro Filloy, Lucas de Amorin y Agustín Mazzocato integran el equipo argentino que compite en las Olimpíadas Internacionales de Matemática. Debieron pasar muchas pruebas para ser seleccionados y dedican varias horas por día a entrenarse en la Ciudad Universitaria. Y están encantados.
Pérez Bedoya, que piensa seguir una carrera afín y es hijo de una profesora de teatro, cursa cuarto año en el Colegio Nacional de Buenos Aires. “Desde que era chico la materia que más me gustaba era la matemática -asegura-, pero aunque hay competencias para chicos de primaria, no me enteré. Después, cuando entré en el colegio, pasaron invitando a la Olimpíada y pensé: «¡Genial!». Participo desde primer año. Está muy bueno.” Y enseguida agrega: “[Para tener éxito en la prueba] hay que estudiar teoría y estar inspirado”.
Filloy estudia en el Sagrado Corazón de Jesús, de Quilmes. Reconoce que siempre le gustaron “las cuentas”. “Me entretenían -recuerda-. Después practiqué y me interesó mucho. Clasifiqué para el provincial y salí campeón. Eso fue el inicio, hace seis años [en quinto de la primaria]. A partir de ahí, hay que recorrer un camino bastante amplio para estar entre los alumnos competitivos internacionalmente.”
La receta de Filloy para lograr buenos resultados en las pruebas es “estar concentrado, dormir bien, no andar jugando jueguitos…”.
En la Olimpíada del Cono Sur, el equipo argentino sacó tres medallas de bronce y una de plata.
“Por suerte, a los chicos les fue muy bien -se entusiasma Patricia Fauring, docente del CBC en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA y una de los entrenadores-. Están recontentos y son un grupo extraordinario. Todos trajeron medallas: una de plata para Julián Ferrés y los demás (Lucas de Amorin, Lisandro Filloy e Ignacio Pérez Bedoya), de bronce.”
Según los organizadores de la Feria Internacional Intel-ISEF de ciencia y tecnología, que se realiza desde hace medio siglo, cada año más de un millón de estudiantes secundarios compiten en este tipo de eventos regionales y en casi 500 ferias afiliadas que se realizan alrededor del mundo. Luego, más de 1200 estudiantes de 70 países, regiones y territorios tienen la oportunidad de competir por más de 30 millones de dólares en becas y premios en 14 categorías. Cada uno de los tres primeros finalistas recibe la Intel Young Scientist Scholarship (Beca Intel para el Científico Joven) por un monto de US$ 50.000, un viaje a la ceremonia de entrega del premio Nobel en Estocolmo, Suecia, y una computadora de alto desempeño.
Contrariamente a lo que podría suponerse, los chicos que participan en estas competencias no hacen “ciencia de juguete”: entre otros proyectos que se presentan en esta feria, hay dispositivos para detectar el cáncer de mama, envases biodegradables fabricados con cáscara de banana, tecnología para fabricar aulas portátiles…
En la penúltima edición de la Feria Intel-ISEF, por ejemplo, Delfina Frolik y Martín Uranga Vega, del Colegio San Ignacio de Tandil, presentaron ladrillos ecológicos fabricados con presión y sin cocción utilizando materiales de descarte.
Por su parte, guiados por la profesora de biología Elena María Paula Lehner Rosales, los cordobeses Gabriel González y Lucas Guayan, junto con sus compañeros de división, investigaron sobre la diseminación de la bacteria Escherichia coli en su ambiente escolar. “Analizaron la superficie de 80 bancos, de los lavatorios, de las manijas de las puertas de la escuela Nicolás Copérnico, de Córdoba. Con los resultados hicieron una campaña de concientización sobre el lavado de manos y revirtieron la contaminación”, cuenta Lehner Rosales, que además destaca que la escuela recibe a una comunidad de bajos recursos y que fueron sorprendentes el compromiso y el entusiasmo de los protagonistas.
Cada año, entre enero y febrero, Expedición Ciencia, una organización sin fines de lucro creada por científicos, educadores y estudiantes apasionados por la ciencia y la vida al aire libre, ofrece a un grupo de adolescentes la posibilidad de combinar los experimentos con el placer de la exploración, la diversión con el rigor analítico, la curiosidad con el pensamiento crítico, la imaginación y la creatividad. Según sus organizadores, la intención de este campamento es “despertar la pasión por la exploración científica acercando a los participantes al modo de indagación y validación de la ciencia”.
LA NACION