Canción de cuna para un asesino a sueldo

Canción de cuna para un asesino a sueldo

Por María Negroni
Un alma torturada. En el film que dirigió Frank Tuttle en 1942, basado en la novela de Graham Greene Una pistola en venta, Alan Ladd inaugura un nuevo estilo de gangster para el film noir: el ángel de la muerte bello y atildado. Junto a él, Verónica Lake también escapa al prototipo de la femme fatale. El resultado, una pareja inquietante.

Se llama Raven (Cuervo), como el personaje del poema de Edgar Allan Poe. Tiene la cara afilada y los rasgos tensos, y está durmiendo vestido sobre una cama de hotel. Cuando suena el despertador, se levanta como un autómata y se calza la pistola bajo el sobaco. Es tarde -más del mediodía- y lo espera un “trabajo” sucio. Cuando abandona la pieza -tras alimentar a un gato que se acerca a su ventana y golpear a la chica que limpia porque maltrató al animal- cruza la calle como un apóstol negro, un efebo sombrío y delicioso. Se diría que todo ha sucedido ya, que el film que veremos es apenas el penoso (y fiel) cumplimiento de un destino ya vivido.
Alan Ladd inauguró, con este personaje, un nuevo estilo de gangster . Su rostro lampiño donde jamás asoma una sonrisa, su cuerpo menudo y sigiloso, envuelto en un impermeable de cuello levantado, reemplazaron para siempre al criminal de gestos vulgares y ropa ordinaria, hasta entonces vigente en el cine. Nunca se vio en la pantalla a un ángel más frío, más perversamente bello.
This Gun for Hire se conoció en español como Un alma torturada . La traducción, antojadiza como pocas, no está del todo mal. De hecho, a Raven lo torturan sentimientos encontrados que lo llevan, varias veces, a renunciar a su propia violencia frente a seres desvalidos: el gato del hotel no es una excepción; también exonera a la nena paralítica que lo ve subir a cometer el acto mercenario (y que podría, llegado el caso, describirlo a la policía) y más tarde, al sargento que lo persigue, sólo porque le ha prometido a su chica que no volverá a matar.
Digámoslo ya: Raven es el eje emocional de la película. Mezcla de reserva e intrepidez, de rebelión y desamparo, aparece como lo que es: un personaje sin nombre (todo lo que tiene es un alias) que, incapaz de penetrar en el círculo interior de aquello que lo empuja, se dirige impasible a su propia ruina. O bien, lo que es igual, libra un combate sin gloria contra el vacío, el cansancio y la repugnancia de existir. Encarnizado como está en destrozar su alma, nada ni nadie podría detenerlo. Avanza con su pequeño haber de cosas que le faltan. Y allí, en los basurales de la ciudad, los lupanares de la muerte, los riesgos y espejismos que atraviesa, encuentra su desgracia acumulada, su propia cuota de desorden, su perdición.
Como si la muerte lo hubiera ya tomado de la mano, se enfrenta, en su aturdimiento, al caos y a la noche como un dandi disipado, tan carente de ambición como de alegría. En suma: todo gira en torno a él; todo sirve para alumbrar las tierras baldías en que vive; para mostrar sus taras y grandezas y sobre todo, para probar una de las tesis más tenaces del film noir : que los delitos que cometen los malhechores del bajo mundo -por terribles que puedan parecer- son una minucia comparados a los crímenes que fraguan, protegidos por la misma policía, las altas esferas del poder.
Raven es un asesino, sí. Pero Gates -el hombre obeso, repulsivo y perfumado, de anillo de esmeralda, que lo contrata para matar- es mil veces peor. Ubicado, como su jefe Brewster (el dueño de la compañía Nitro Chemicals, que rige los hilos del mundo desde una silla de ruedas) en la cima de una gran corporación que lucra con la producción de armas nucleares, es un adicto a la traición y un especialista en falsedades. En sus fojas de servicio (si las tuviera), figurarían varias muertes premeditadas, varias conquistas de damiselas que bailan en clubes con pantalones cortos y gorras de cartero, y una capacidad infernal para engañar. Es él, después de todo, quien consigue que el químico Baker acceda a entregarle una fórmula secreta a cambio de una promesa de dinero; llegado el momento del pago, le envía a Raven con la misión de “eliminarlo”; luego, le tiende una trampa al mismo Raven, pagándole con billetes marcados, de cuya existencia la policía ya está avisada.
A este catálogo de vilezas, apenas aderezadas por la frase que repite a sus esbirros (“No soporto la violencia, me da náuseas, mi estómago es delicado y mi imaginación exorbitante!!”), Gates agrega el doblez moral: su mansión “respetable” en las afueras de Hollywood, su afición a las mentas de chocolate, su servil sumisión al viejo Brewster, y su terror a los relámpagos no le impiden regentear un establecimiento “poco recomendable”, el Neptune Club, donde las chicas de melena rubia se mueven con impudor admirable y cantan con esa voz gangosa que promete noches abismales.
No necesito insistir: si algo queda claro en este film es que el crimen inicial que comete Raven es apenas una nota al pie -bastante menor, por cierto- de una gigantesca operación delictiva que lo excede. Se recordará, en este sentido, que Raven mata para comer (y acaso, para pagarse la pensión), mientras que la máquina capitalista, a cuya cabeza están Gates y Brewster, se apresta, en tiempos de guerra, a vender a Japón una fórmula que podría destruir a los Estados Unidos, a sus ciudadanos y, probablemente, al mundo entero, sin el menor cargo de conciencia. Ningún escrúpulo, ninguna consideración que se oponga a la gran codicia de acumular.
No todo en el film, sin embargo, se circunscribe a la denuncia. Una parte significativa se concentra en Raven, cuyo retrato resultaría inconcluso sin la oportuna aparición de Ellen Graham (Veronica Lake). ¡Qué figura tan insensata! Astuta pero tierna, valiente pero seductora, inteligente pero corista, leal pero susceptible a la compasión, Ellen es un prototipo raro dentro de la colección de rubias del film noir . No es que sea demasiado menuda para encarnar a la femme fatale (con el pelo y la voz que tiene, le alcanza y le sobra); es que a ella le tocan dos tareas más bien contradictorias: rescatar a Raven (o, más bien, prepararlo a aceptar su destino) y encarnar, al mismo tiempo, el ideal burgués de la familia y la decencia: su sueño consiste en tener un marido que trabaje, una casa bonita, una cocina, alfombras, cunas y todo lo demás.
Zoom sobre la escena en que su novio -el lugarteniente de policía Michael Crane (Robert Preston)- le propone matrimonio. ” How much would it take for you to darn my socks, cook my cornbeef, and work for only one client? ” [¿Cuánto tendría que pagar para que no hicieras otra cosa que zurcir mis medias, cocinar mi tocino, y trabajar para un solo cliente?]. La pregunta se las trae. No sólo por la salvaje convencionalidad que supone en el novio sino, sobre todo, porque la novia misma la recibe en estado de éxtasis.
En algún sentido, podría decirse, Ellen comparte muchos rasgos con la esposa del Sargento Banion en The Big Heat : ambas son listas y bonitas, pacientes y comprensivas, se enorgullecen de estar con un policía honesto y tienen planes de mandar a sus hijos al college . Algo tienen de voluptuosidad discreta, de gracia pensativa que, sin suprimir del todo la sexualidad, la recubre de ternura.
La tarea de Ellen, como fuere, requerirá varias noches (todas cosidas al erotismo y al riesgo). En una, comparten un tren que va de San Francisco a Los Angeles; en otra, él la rescata de las garras de Gates; en otra aún, la obliga a escapar con él por paisajes industriales, galpones, rieles y terraplenes, mientras los reflectores de la policía barren la zona, dispuestos a llenar de plomo al primer cuerpo que se mueva.
En cada una de esas noches, casi sin diálogo, Raven y la chica se atraen, se desprecian, se temen. O bien se inventan una historia que no sucederá, más que en la ausencia de las palabras. Ninguna caricia, ni siquiera caprichosa. Apenas algún gesto, una mirada, una frase agresiva o ingeniosa, algún entendimiento que no es, sin embargo, una complicidad. Se diría que una música los atraviesa, una energía electrizante que no tiene adónde ir y no importa. Al final de esa noche, de ese teatro de sombras, quizá porque está al borde del agotamiento, Raven dice su única tirada, su único monólogo que excede por una vez los monosílabos: le cuenta a Ellen una pesadilla recurrente que es, también, en clave onírica, su biografía de huérfano abusado. Y con eso, una barrera cae. Y ella puede traducir, por fin, lo que él no sabe, y mostrarle su propia violencia como un mecanismo de defensa.
Se ofrece también a ayudarlo: al amanecer, protegida por la niebla, saldrá del escondrijo donde están, vestida con el impermeable y el sombrero de él, para confundir a la policía y que él pueda escapar. Con una condición: que renuncie a seguir matando. Entonces, como para sellar el trato, lo besa. No con un beso apasionado, sino apenas con un beso en la mejilla que él recibe con una mezcla de estupor y miedo. En materia de errores amorosos, el más grave es la necesidad de ser amado. La ternura no paga su hipoteca.
Si Raven mismo pudiera narrar esa noche, se me ocurre que lo haría de este modo: “Acabo de enterarme. Entre la muerte y yo, puse tu cuerpo, tu figura clara con mi impermeable, a punta de pistola. Esa noche, te me acercaste de mil maneras, como una gata, como la chica de un policía, como un sueño que por fin se acaba de soñar. ?Boberías -dije-, no preciso a nadie, no confío en nadie. Vivo solo, trabajo solo. Get away from me .’ Después te empujé al descampado y te vi alejarte con lo que pude haber sido, deliciosa costra desprendida de mí, mi dulzura quebrada”.
El resto es ya el desenlace. La trama que alumbra sus recovecos va develando, contra el perfil desahuciado de Raven, los edificios inalcanzables de la corrupción y la infamia, con sus geometrías que se repiten. Como ocurrirá años más tarde con la gran pirámide de la Tyrell Corporation en Blade Runner (Ridley Scott, 1982), aquí también hay que subir para llegar a la guarida donde se esconde, pertrechado e inaccesible, el presidente de la Nitro Chemicals Corporation. No necesito agregar que tanto Brewster como Tyrell, como representantes del poder, son sinécdoques posibles de una divinidad decrépita y maligna. Ambos, es evidente, están fuera del alcance de los mortales, amurallados en la cima, protegidos por complejísimos sistemas de seguridad (en el caso de Brewster, tres puertas concéntricas de hierro) que replican, a nivel arcaico, la exclusión definitiva de lo humano de cualquier ámbito de gracia.
This Gun for Hire fue dirigida por Frank Tuttle en 1942 (con guión de W. R. Burnett, el renombrado autor de La jungla de asfalto ) y está basada en la novela Una pistola en venta , de Graham Greene (1936). Pocos films han sido tan fieles como éste a su fuente literaria. Las variantes son mínimas y, sobre todo, justificadas. Ejemplo: el defecto físico de Raven (en la novela, un labio leporino que lo desfigura) se vuelve aquí, para preservar el atractivo de Ladd, algo mucho menos visible: una profunda cicatriz en la muñeca izquierda. También cambia, por motivos históricos, el tipo de negocio que fomenta la corporación criminal: mientras que en la novela inglesa tiene que ver con la producción de armas tradicionales (todavía faltan tres años para que empiece la guerra), en la película de Tuttle (filmada en plena conflagración) el temor se encuentra desplazado a otro miedo: la amenaza nuclear. Algunos años más tarde, Robert Aldrich volvería a insistir en el tema, esta vez con más brutalidad. El beso mortal (1955), basado en una novela de Mickey Spillane, termina con una explosión nuclear de dimensiones apocalípticas que ni siquiera Mike Hammer, el detective más desagradable, maniático, hiperviolento y anticomunista que haya dado el film noir , es capaz de evitar.
Vuelvo a ver, por un momento, una figura inclinada que corre y se escabulle entre los reflectores, zigzagueando, aferrada a su automática y a su puntería mental, en dirección a una tierra de nadie, un espacio oscuro y desolado, salpicado de cenizas, carbón y chatarra. Es Raven, fugitivo y rufián como nunca, protegido por sus nervios de acero y una suerte de abnegación sombría, que huye por su errancia interna.
Después, pasa un siglo, una multitud, una serie de melodías frágiles como caricias que no llegan al alma. Se alumbra una boca de sombra: la vida y su cortejo de males..
LA NACIÓN