10 Aug Ventaja residual de los prejuicios estéticos
Por Luis Gusmán
Es posible que el prejuicio, incluido el estético, imposibilite cualquier lectura. Nunca fui ajeno a los que mi tiempo imponía. Anotando esta forma de leer como reactiva, por lo tanto como obstáculo, paso a encontrar en ella lo que podría considerar una ventaja residual: la lectura a destiempo.
En los años setenta, Cien años de soledad dominaba el campo literario. Que lo dominaba quiere decir que a los lectores ese libro les cambiaba la vida. En los tiempos de nuestros padres y aun todavía años más atrás, a las jóvenes se les ponía el nombre de las heroínas literarias. Con el libro de García Márquez, a algunas criaturas nacidas en esa época las bautizaron Amaranta o Aureliano. Esa impronta tenía Cien años de soledad cuando me iniciaba en la literatura. Con otros escritores de mi generación, los que hacíamos la revista Literal, le oponíamos al realismo mágico el barroco de Lezama Lima. Por supuesto, el faro, un poco descentralizado del sistema del boom latinoamericano por estar escrito en portugués y que brillaba como una estrella solitaria, era Gran sertón veredas de João Guimarães Rosa. Es posible que en su universo estuviesen lo mágico, el mito, el hombre de estos tristes trópicos pero contado en un estilo sólo comparable al de Joyce.
En ese estado de lengua, con los años fui leyendo a García Márquez. Fundamentalmente, El coronel no tiene quien le escriba. En su brevedad, cada palabra se vuelve necesaria. Como otros escritores (Juan Carlos Onetti con Santa María, Edgar Lee Masters con Spoon River), García Márquez fundó un territorio, aunque la comparación más utilizada ha sido la de Macondo con el universo de Yoknapatawpha de William Faulkner. Creo que el personaje de García Márquez no tiene nada de sureño sino que es latinoamericano.
Lector de autobiografías, leí entonces Vivir para contarla, que remite a un lugar común, “vivió para contarla” indica desde su título, desde la lengua misma, que alguien sobrevivió para poder contar o porque contó sobrevivió la vida. Gide decía en su Diario: “Escribir es poner algo a salvo de la muerte”. En esta ocasión, el título de la autobiografía de García Márquez, Vivir para contarla, permite el quiasmo: contarla para vivir. Es un libro que, como muchas obras de ese género (cartas, diarios, memorias, autobiografías), para decirlo kafkianamente, dispara el mecanismo de lo íntimo. El relato comienza con la persona de la madre. Es posible que en esa infancia perdida en la memoria, la madre aparezca como esa primera figura, ya sea por su presencia o su ausencia, su recuerdo o su olvido.
La autobiografía empieza en el momento en que la madre busca a su hijo, en este caso, Gabriel García Márquez. ¿Dónde lo busca? En una librería llamada Mundo y en los cafés. Es cierto: un mundo. Entonces madre e hijo comienzan un viaje y una conversación parca, tan bella como Conversación en Sicilia de Elio Vittorini.
En ese viaje, está en juego no sólo la venta de la casa paterna sino también la vocación del hijo, Gabito; vocación que es la descripción de una lucha con el padre que soñaba para su hijo un destino universitario. Las primeras páginas son una especie de bildungsroman donde el escritor reafirma su vocación en una frase de Bernard Shaw: “Desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela”. Fue en las matinés en el teatro Colombia, donde el que un día sería escritor aprendió qué era inventar una historia de suspenso:
Otra conquista de aquella época fue el permiso de mi padre para ir solo a la matiné de los domingos en el teatro Colombia. Por primera vez se pasaban seriales con un episodio cada domingo, y se creaba una tensión que no permitía tener un instante de sosiego durante la semana. La invasión de Mongo fue la primera epopeya interplanetaria que sólo pude reemplazar en mi corazón muchos años después con La odisea del espacio de Stanley Kubrick. Sin embargo, el cine argentino, con las películas de Carlos Gardel y Libertad Lamarque, terminó por derrotar a todos.
El título atraviesa toda la autobiografía: Vivir para contarla ya implica esa tensión desasosegada. El viaje está atravesado por las lecturas de García Márquez, cuando por ejemplo se acerca al mar, cita una frase de Conrad (“En el mar somos todos iguales”), que se mezcla con una frase de su abuelo: “Del otro lado no hay orilla”. Pero también una vida no sólo para contar, sino también para leer. Los libros llegaban desde Buenos Aires y nos cuenta su primera biblioteca: “Así descubrí para mi suerte los ya descubiertos: Jorge Luis Borges, D. H. Lawrence, Aldous Huxley, Graham Greene, G. K. Chesterton, W. Iris, Katherine Mansfield y muchos más”. También comienza a construir su propio territorio con una alusión a Faulkner: “Más tarde, cuando empecé a leer a Faulkner, también los pueblos de sus novelas se parecían a los nuestros: los trenes habían sido construidos por la misma compañía: United Fruit Company”. Mientras tanto, en ese vagón faulkneriano se sumerge en el sopor de Luz de agosto. A su alrededor, el paisaje comienza a duplicarse y las lanchas son imitaciones reducidas de los vapores de Nueva Orleans. Ese viaje con la madre dura toda la noche:
Así se mantuvo hasta la medianoche, cuando me cansé de leer con un temor insoportable y las luces mezquinas del corredor, y me senté a fumar a su lado, tratando de salir a flote de las arenas movedizas de Yoknapatawpha.
Como suele suceder cuando un escritor cuenta su propia vida, termina ignorando lo que fue. Vivir para contarla no es una excepción. En una escena final entre el escritor y Lácides (el portero inolvidable del Rascacielos), el diálogo tiene lugar en Barranquillas:
-Lo que no entiendo, don Gabriel, es por qué no me dijo nunca quién era usted.
-Ay, mi querido Lácides -le contesté, más adolorido que él-, no podía decírselo porque todavía hoy ni yo mismo sé quién soy yo.
Es verdad, en esa invitación al yo que propone el género, a veces, felizmente, el autor logra que el yo se olvide de él. Lo contrario es una utopía como otras. Ese tren fantasmal hace una parada en una estación sin pueblo. Una finca bananera que tenía escrito el nombre en el portal: Macondo:
Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética. Nunca se lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera qué significaba. Lo había usado ya en tres libros como nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia casual de que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para hacer canoas y esculpir trastos de cocina. Más tarde descubrí en la Enciclopedia Británica que en Tanganica existe una etnia errante de los makondos y pensé que aquél podía ser el origen de la palabra. Pero nunca lo averigüé ni conocí el árbol, pues muchas veces pregunté por él en la zona bananera y nadie supo decírmelo. Tal vez no existió nunca.
Es posible. Pero si un lector leyera una edición actualizada de la Enciclopedia Británica, seguramente en la entrada Macondo, se encontraría con esta definición: pueblo real del trópico, inventado por García Márquez.
LA NACION