Una sociedad que no cuida a sus hijos

Una sociedad que no cuida a sus hijos

Por Fernanda Sández
Hay, en la foto, dos bebes: uno, de plástico; otro, de verdad. Aunque de no mirar con la debida atención los dos podrían ser lo mismo. La foto fue tomada en la guardería La Hormiguita Viajera, de Comodoro Rivadavia, un lugar no habilitado como tal y donde el personal -se supo luego- maltrataba a los chicos con golpes, tirones de pelo, ataduras y mordazas. La foto fue la que detonó todo y muestra lo que parecen ser dos muñecos, uno desnudo y otro vestido. Uno acostado, mirando la nada, y otro, el de verdad, sentado y amordazado. Mirando, también, la nada.
A veces una imagen cuenta un mundo. Y si la niña del Napalm (esa que escapaba desnuda de su aldea en llamas) contó la Guerra de Vietnam mejor que cualquier informe periodístico, los dos bebes de la foto dicen sobre la relación que tenemos con nuestros niños más de lo que estamos dispuestos a soportar. Porque adoramos creer que los mimamos “en exceso”. Que ellos, “nuestros” chicos, tienen más de lo que podrían desear. Sin embargo, cada tanto una noticia como ésta raja al medio el decorado y expone las bambalinas de esta sociedad supuestamente paidocéntrica en la que nos gusta pensar que vivimos. Esa en donde los niños son los primeros y los únicos privilegiados.
Algo es real: nunca la niñez (cierta niñez, de ciertos sectores sociales y en ciertos países del mundo) ha sido tan celebrada como hoy, con derechos y hasta día propios.
Algo también es real: nunca tuvimos menos tiempo -ni menos energía- para gastar con ellos. A nuestro rescate vienen entonces las versiones 3.0 de la niñera electrónica: las consolas de juego, las tabletas, los sitios de Internet en donde nuestros hijos tienen amigos pingüinos y amigos dragones, y aprenden a divertirse sin molestar demasiado. Aunque nadie se atreva a decirlo en voz alta, una de las razones del brutal éxito de los dispositivos de entretenimiento es nuestro inconfesable deseo de volver a ser nulíparos por un rato.
Pero, acabada la diversión, llega la hora de pagar por ella. Y la sociedad moderna se ha encargado también de proveernos de “soluciones” que nos permitan ser -además de profesionales eficientes- también padres eficaces. Capaces incluso de compactar ese primer tiempo de nido y de contacto con un recién nacido a su mínima expresión, para volver cuanto antes a la faena. Niñeras, “señoras”, guarderías y jardines maternales forman hoy parte del abanico de ayudas de la maternidad prorrateada, para la que resulta más natural -más aceptable- volver a marcar tarjeta al mes y medio de haber dado a luz que permanecer empollando. Nuestra común condición de engranajes dentro del sistema productivo así lo exige, y lo aceptamos. Todo será cuestión entonces de cerrar los ojos y dejar al bebe de un mes y medio en un dormitorio con veinte cunas más. O de remolcar -a todo puchero y pataleta- a un nene de apenas un año hasta el jardín Los Patitos Felices. Después, a confiar. A pedir que en el país de Cromagnon, del desastre del ferrocarril Sarmiento y de los controles ausentes la guardería de nuestros hijos sea la excepción. En definitiva, a cruzar los dedos. A hacer de la maternidad un peligroso acto de fe.
En la Argentina existen un Observatorio de Femicidios y un Observatorio del Encierro, pero no un Observatorio del Maltrato Infantil en jardines y guarderías. De existir algo como eso, sabríamos que el bebe amordazado es apenas el último de una serie de casos similares. Sólo nos queda, pues, pedir que el jardín de nuestros hijos no sea el de Chubut, pero tampoco el de Laferrère al que se denunció por “tormentos” en marzo de este año, ni ese de Berazategui en donde el profesor de música jugaba a la “escondida sucia” con nenes de cinco años, ni ese otro de San Pedro en donde una nena contó haber sido “colgada de los pies” por su seño, ni tampoco aquel de La Plata en donde en la orina de tres chicos se detectaron tranquilizantes.
Lo dicho: se impone un acto de fe.
“Peor era antes”, comenta alguien. “A los chicos los tenían todo el día fajados y no se podían mover.” Es verdad, pero cada época tiene sus espantos particulares, y ésta no es la excepción. Porque alcanza con abrir un poco los ojos para notar cómo -detrás de la exaltación de la infancia y la entronización del pelotero- subyace un nivel de desamparo atroz.
“Les tuve que explicar a unos padres que no pueden dejar al nene doce horas acá”, se queja la directora de un jardín maternal.
“La mujer que cuidaba antes a mis nietos les decía que se bañaran solitos. Pero que después la cola y todo eso se lo lavaba ella”, cuenta, todavía espantada, Martha, la abuela de tres nenes abusados por la mujer que los cuidaba en su casa.
“Les pedimos a los papis que por favor revisen las mochis de sus nenes antes de traerlos al jardín”, rezaba la nota. Días antes, alguien había olvidado accidentalmente sus antidepresivos en la mochila de El Hombre Araña de su hijo de salita de cuatro.
Raros tiempos: decimos querer a niños a los que no dudamos en dejar por horas al cuidado de extraños. A niños de los que algunos padres se despiden con un beso a la madrugada y recién vuelven a ver a la noche, ya dormidos. Entre medio de esos dos besos, los chicos pasan de la papilla a la comida, de la cuna a la sillita. Aprenden a caminar, a jugar. A hablar. Se hacen amigos. Y entienden que, para compartir con sus padres todos esos descubrimientos, habrá que esperar con suerte al final del día. Con menos suerte, al fin de semana.
Raros tiempos, en especial para las mujeres. Porque con la misma insistencia con la que el mandato social las presiona para que sean madres, primero, y para que sean “buenas madres”, después, también se les exige no abandonar sus vocaciones. Pero -y ésta quizá sea la parte más enloquecedora del asunto- todo a su alrededor está armado para la disyunción. Para que renuncie a su profesión y se dedique a sus hijos o para que se vuelque de lleno a su carrera y abjure de la maternidad. O para que, como la mayoría de nosotras, se trepe a la cuerda floja que media entre una y otra cosa y pague en salud mental y física el precio del equilibrio. ¿Y los padres? Bien, gracias. A ellos la sociedad ni siquiera les hace este tipo de planteos.
En países como Suecia o Noruega -a los que suele citarse como ejemplo de desarrollo social y avances en materia de derechos- el nacimiento y la crianza son tema de Estado, y por eso existen políticas específicas para proteger a la nueva familia. Hay licencias maternales y parentales de casi de dos años en un país, de un año entero en el otro. En la Argentina todo es mucho más veloz: habrá que volverse mamá -y pasarle la posta del cuidado a alguien más- en sólo noventa días.
En efecto, a excepción de algunas legislaciones provinciales (como la de Corrientes) y sólo para algunas trabajadoras (las estatales), la maternidad es tratada como un tema estrictamente “personal”. Y como tal se resuelve. Podríamos llenar libros enteros narrando los malabares a los que deben recurrir las madres -ni qué decir de las madres solas, de sectores populares o las dos cosas al mismo tiempo- para poder trabajar. De lo que lamentablemente se conoce bastante menos es cómo, en qué medida afecta a un chico -pequeño y no tanto- esa distancia emocional y física. Ese forzoso vacío de mamá en los momentos fundacionales, justo cuando la idea es estar a upa y al sol, no a oscuras y precintado.
Los niños nos instalan en la lógica del parpadeo: en un abrir y cerrar de ojos, ya son otros. Por eso, quizá ya sea hora de entender -como ya lo han entendido en otros países- que el tiempo de la llegada y el aterrizaje en el mundo es fugaz y decisivo. Embarazo, parto y crianza: la clase de cosas que no caben en una planilla Excell. Pero también la clase de experiencias que nos enfrentan con nuestras propias limitaciones y desnudan nuestra propia pequeñez y egoísmo. De todo eso nos hablan cada bebe y niño maltratado “en exceso”. Como la chica del Napalm, los chicos de nadie nos gritan sin palabras la verdad detrás de tanto peluche y tanta consola. Molestan por lo que delatan: que la mordaza no está en sus bocas, sino en nuestros oídos. En nuestros instintos, nuestras intuiciones, nuestro corazón. En todo eso que vendamos colectivamente para poder seguir creyendo que vamos por el camino correcto.
LA NACION