Una breve historia de la inteligencia

Una breve historia de la inteligencia

Por Marcelo Rodríguez
Salomón, hijo del rey David, era joven y tenía la liviandad de escrúpulos que hacía falta para abrirse camino en la lucha por el poder en un mun¬do sin demasiada corrección política. La conquista era lo suyo: las Escrituras le atribuyen haber tenido “setecientas mujeres reinas y trescientas concubinas”. Solo ansiaba la sabiduría necesaria para gobernar a su pueblo […] Así, hizo uso de la línea directa que tenía con el Dios de su padre, para pedírsela.
Conmovido por la sinceridad del pedido, el Todopoderoso le concedió (y es llamativo que varias traducciones del Antiguo Testamento coincidan en el término) una superlativa inteligencia: “Porque has demandado esto y no has pedido para ti muchos días, ni pediste para ti riquezas, ni pediste la vida de tus enemigos, sino que demandaste para ti inteligencia para oír juicio -le dijo-, he aquí que te he dado corazón sabio y entendido, tanto que no ha habido antes de ti otro como tú, ni después de ti se levantará otro como tú”.
Cierto día llegaron ante él dos mujeres que se disputaban la maternidad de un recién nacido, y la respuesta del rey fue de lo más expeditiva: que traigan una espada, seccionen a la criatura al medio y le den una mitad a cada mujer. Una de las litigantes se mostró conforme con el fallo, mientras que la otra, quebrada por el dolor, aceptó dar por perdida la disputa con tal de que no se cometiera tal brutalidad. “Ella es la verdadera madre”, dijo entonces el rey, y ordenó que le entregasen al niño.
A partir de aquel fallo salomónico -modalidad de resolución de problemas no exenta, por cierto, de una importante dosis de riesgo-, la fama del rey se extendió por todos los confines del mundo y, según se cuenta, llegaba a su reino gente de aquí y de allá para escuchar sus disertaciones “sobre los árboles, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que nace en la pared [se refiere al Hyssopus officinalis, una planta aromática]; sobre las aves, sobre los animales, sobre los reptiles y sobre los peces”. El rey sabio condujo a su pueblo en la época de máximo esplendor del reino de Israel.
También se le atribuyen el libro de los Proverbios y el Cantar de los Cantares -ambos incluidos en la Torah-, producto de la vocación poética heredada de su padre, el rey David.
Veintisiete siglos después, un poeta inglés -William Blake- tuvo la intuición de señalar a esa vocación poética de los reyes bíblicos no como ornamento, sino como el fundamento mismo de una forma de ejercer poder: “El genio poético es el primer principio y todos los otros, meros derivados”, le hará decir Blake a un hipotético “profeta Ezequiel”. El mérito crucial del rey David, el gran poeta, fue haberles hecho creer a todos que a ese “genio poético” le debía la conquista de sus enemigos y el gobierno de sus reinos. Al filo del ocaso del Siglo de las Luces, el poeta inglés ensayaba una explicación racional sobre la naturaleza de ese “dios-poeta” capaz de conferir a la vez la fuerza, el poder y la inteligencia.
El genio poético del que hablaba Blake es una firme y autoritaria decisión, la férrea voluntad de un capricho, de una imagen que se impone como deseo y exige ser materializada. ¿Tan simple como eso, como creerse poderoso y acertar? No tan simple. El secreto, nos revela este “falso” Ezequiel, está en que “la mayoría de las personas] no es capaz de una convicción firme”. Y ya se sabe lo que le sucede al tuerto en tierra de ciegos.
Así fue como las puertas del mundo se abrieron ante Salomón, pero la sed de conquista terminó sellando su suerte. Algo en él, tal vez los instintos, tal vez la desesperación por la muerte a la que sentía próxima, pudo más que su proverbial sabiduría. Y llevado de las narices por esposas y concubinas extranjeras que adoraban a otras deidades, cayó a los pies de la fértil diosa lunar Astarot y adoró a Moloch, el dios con cabeza de batracio por el que los fenicios arrojaban a sus hijos al fuego.
Y entonces conoció la ira del dios-poeta que lo había hecho su elegido y que, celoso, condenó la infidelidad. Al rey nadie le quitó lo bailado, pero al morir, su rei¬no, asolado por las disputas internas, quedó partido en dos.

UNA FUGAZ INCURSIÓN POR CHINA
La mayoría de los antiguos libros canónicos chinos fueron destruidos por el emperador Qin Shi Huang (259-210 a.C), artífice de la Gran Muralla, quien, temeroso de que el saber custodiado por los monjes permitiera ensombrecer o cuestionar sus rígidas leyes, enterró vivos a 460 de ellos junto con los volúmenes. Entre los pocos sobrevivientes del hecho hubo quienes guardaron los tex¬tos íntegros en su prodigiosa memoria. Una reciente tecnología de origen chino llamada papel permitiría que se los dictasen a un grupo de escribas que trabajaban clandestinamente, y así muchas de estas obras llegaron hasta nuestros días. La versión actual del Tao Te Ching -traducido muy aventuradamente como “El libro del recto camino”- data de una reescritura realizada en el siglo XV, pero el original había sido escrito veinte siglos antes.
De la vida de su supuesto autor, Lao Tse, se sabe tan poco que hasta se duda de que haya existido. Cuenta la leyenda que nació anciano, y que probablemente sus ideas no fueran originales, sino tomadas del brahmanismo hindú o del Tíbet. Hay quienes piensan que su obra es solo una compilación hecha por monjes taoís-tas; otros sostienen que vivió en el siglo V a.C. y que fue contemporáneo de otro personaje legendario, a la sazón su gran rival: Kung Fu Tzu, más conocido como Confucio. Ambos hablaban del “tao”, pero entendían por “tao” cosas bien diferentes.
Confucio entronizaba la virtud y la norma, mientras que en Lao Tse reinan la paradoja y la anarquía, porque proponía el acceso a la sabiduría por medio del absurdo.
El sistema ideográfico chino, mucho más adaptado al saber poético que al saber técnico, dificultó aún más la traducción de tao en Occidente. Originalmente significa “camino”, pero cuando los astrónomos chinos llamaron tao a las órbitas de los planetas, los filósofos se inspiraron y comenzaron a usar el término con un sentido más abstracto, para designar algo inmutable, trascendente como el orden cósmico.
Esa aptitud del lenguaje para la metáfora fue, según la “Historia de la Filosofía” (1956) del alemán Emst von Áster, la que permitió asociar el orden cósmico a una entidad abstracta única, pero –a diferencia de los dioses surgidos de un Oriente más cercano- sin rasgos humanos. Por eso el taoísmo no es exactamente una religión: no recurre a expli-caciones sobrenaturales de la realidad. “El pensamiento chino se mueve en símbolos de conceptos abstractos -sostiene Von Áster-, y al mismo tiempo posee una fi¬na comprensión para los sentimientos que despiertan estos símbolos”.
Una extraña conjunción de intuición y pensamiento abstracto que no excluye la participación de los sentimientos para elaborar conceptos y experimentarlos subjetivamente. El “recto camino” propuesto por Lao Tse no es un compendio de recetas apaciguadoras, sino un camino de paradojas donde el choque entre lo que se dice y la realidad sensible es lo que activa el pensamiento. Es un elogio de la incertidumbre, enseña a desconfiar del lenguaje, de los conocimientos adquiridos y de las ideas, a leer entre líneas esas palabras que siempre están ahí para invocar lo ausente: si se habla de patriotismo, es señal de que hay “confusión y desorden en los pueblos”; cuando hay hijos filiales y padres devotos, significa que las relaciones familiares no son armoniosas; cuando se habla demasiado de rectitud y de bondad, es que se ha perdido el fundamento de todo, el tao.
Y esta forma de pensamiento, desde luego, no calificará para ser considerada “inteligente” por los científicos occidentales durante la mayor parte del siglo XX.
En este modelo de pensamiento -cuya “inteligencia”, en todo caso, no responde a los modelos de la racionalidad- la sabiduría se logra mediante la introspección, y el sabio sufre en carne propia el contraste entre su introversión y el mundo de los que ansian la riqueza material. Pero también está en contradicción con el mundo del conocimiento, porque la sabiduría no es conocimiento. El taoísmo en China fue un modelo de sabiduría totalmente desvinculado de lo operativo, en una civilización -no hay que olvidarlo- mucho más tecnificada que cualquier pueblo occidental de entonces.
En su extremo conservadurismo, intuyó algo que los físicos del siglo XX llevaron al lenguaje matemá¬tico: que el solo hecho de conocer algo de la realidad lo modifica.

MASCULINO Y FEMENINO
Pero la idea más conocida del taoísmo por esta parte del mundo es la dualidad, la de los opuestos que se conjugan en todo lo viviente: yin y yang. Lo femenino y lo masculino -no los sexos, sino los paradigmas- definidos, según el historiador Gonzalvo Mainar, “mediante un proceso lógico ajeno al nuestro, de tendencia unitiva más que discriminativa”. Lo oscuro, intuitivo, húmedo y receptivo por un lado; lo claro, racional, seco y expansivo por el otro. Cari Gustav Jung, el discípulo renegado de Freud, estaba con¬vencido de que la racionalidad es demasiado limitada para expresar la vida, y entendió al tao como un “símbolo vivo” que persigue la liberación de los contrastes presentes en la naturaleza humana. Los extremos –la luz y la sombra- pueden ser entendidos racionalmente, pero su conjunción dinámica debía darse, según Jung, necesariamente en el inconsciente.
Quiso el capricho histórico que el Siglo de Oro de la cultura helénica -Sócrates, Platón, Aristóteles- resultase prácticamente contemporáneo de Lao Tse, pero las casualidades no terminan ahí. “En primer lugar, tres eran los sexos de las personas, no dos, como ahora, masculino y femenino, sino que había además un tercero que participaba de estos dos -le hace contar Platón a Aristófanes en “El banquete”-. El andrógino, entonces, era una sola cosa en cuanto a forma y nombre […]. En segundo lugar, la forma era redonda en su totalidad, con la espalda y los costados en forma de círculo”. Estos seres circulares se engolosinaron con sus propias capacidades y desafiaron a los dioses, tan¬to que Zeus decidió cortar por lo sano y dividirlos en mitades, que en adelante errarían por la vida en busca de su mitad perdida. Quienes procedían de aquellos seres puramente masculinos se enamorarían de la virilidad e inteligencia de los mancebos, ocupándose de las mujeres solo para los menesteres de la procreación, mientras que los varones descendientes del andrógino se hallaban condenados a desperdiciar su vida en la vulgar tarea de correr tras las mujeres para sentirse completos. De las mujeres de estirpe puramente femenina poco se habla, más que de su tendencia a amarse entre ellas; después de todo, ni siquiera eran consideradas ciudadanas en la polis ateniense.
Inteligencia y sabiduría eran atributos intrínseca¬mente masculinos, tanto que para preservarlas la élite intelectual evitaba todo contacto con mujeres, por el temor de que eso los “feminizara”. Aristófanes le atribuye a Apolo, el joven dios de la belleza masculina, el haber dado su forma final a esas mitades separadas por Zeus. Es esta deidad de las artes figurativas -la escultura, la pintura y la poesía, así como las formas perfectas de la matemática- la que esculpe el torso y el sexo de los seres humanos. Y en su obra “El origen de la tragedia”, Friedrich Nietzsche (1844-1900) le atribuirá al mismo dios el mérito de haber aplacado al salvaje Dionisos, dios del vino, los placeres y, en fin, la desmesura que libera toda energía del espíritu.
La hipótesis nietzscheana sostiene que a través de su devoción por las formas simbolizadas en Apolo, la civilización helénica logró sublimar la necesidad de los cultos orgiásticos y crueles que proponía la mayoría de los politeísmos de la Antigüedad. Esa decisión colectiva de esconder la animalidad humana fuera de escena determinó que Atenas no pasase por la Historia como una más entre tantas naciones conquistadoras de pueblos a sangre y espada (que lo fue), sino como la piedra angular indiscutida de la civilización occidental, con sus defectos y virtudes. Pero a la vez, insistió Nietzsche en 1872, ese apego a lo apolíneo propició la decadencia de la cultura helénica, porque la llevó -decía- a sepultar a Dionisos, a olvidarse de que no toda la belleza y el conocimiento radican en las formas perfectas, y que ignorar que el deseo es oscuro -cosa que permanentemente recordaban los autores de tragedias, anteriores al siglo dorado- tiene su precio.
“¿Quién puede aclarar lo oscuro cuando ello deviene lentamente en luz?”, se pregunta el Tao Te Ching. En estos modelos de sabiduría, en general, se rehuye a todo intento de modificación de la naturaleza. Ya anciano, el filósofo, escritor, autor de teatro y político romano Lucio Anneo Séneca (4 a.C.-65 d.C.) le recomendaba a Lucilio que renunciase a modificar incluso la propia naturaleza (el carácter), porque “ninguna sabiduría puede borrar nuestras imperfecciones naturales”, y “lo que aparece en nosotros inscripto congénitamente” en todo caso “puede ser suavizado, pero no extirpado”.
El placer intelectual era para Séneca la única herramienta para hacer soportable la vida, y la forma de experimentar el presente en su mayor intensidad. No rehusaba el contacto con “la turba”, pero la alternancia con el pensamiento medio lo estresaba. Comprender y aceptar el mundo tal como es era para él, prototipo del sabio en Roma, una tarea que demandaba cada momento de la vida, y que tanto mejor resultaba cuando no era interferida por el deseo: “¡Cuan dulce es haber fatigado y abandonado los deseos!”, escribió Séneca en “Ventajas de la vejez”.
Acusado sin demasiadas pruebas de haber participado en un complot contra Nerón, Séneca, con casi setenta años, recibió un correo con su sentencia de muerte, pero prefirió el suicidio.
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