Un viejo abrazo que desafía las divisiones del presente

Un viejo abrazo que desafía las divisiones del presente

Por Julio Bárbaro
Cuando don Ricardo Balbín y el General Perón se encuentran e inician un diálogo, estaban sentando las bases de una nueva realidad que todavía no hemos podido asumir.
En 1945, un movimiento que expresa a los humildes se hace presente e impone sus derechos. Toda reivindicación de un sector marginado implica un tiempo de confrontaciones necesarias para establecer un nuevo sistema de poder en la sociedad. El racismo en los Estados Unidos sembró enormes conflictos, hasta que un día un ciudadano negro fue capaz de llegar a la presidencia. Toda integración social reaviva al principio el dolor de las injusticias sufridas, y luego vienen los tiempos de pacificar. Pocos ejemplos tan paradigmáticos como los años de prisión de Nelson Mandela, que al llegar al poder da el histórico paso de convocar a la unidad de Sudáfrica. Más cerca, los ejemplos de Lula y Dilma en Brasil, de Bachelet en Chile y de Pepe Mujica en Uruguay marcan sin duda el camino de los que recorrieron ayer la revolución y se sienten hoy en la obligación y con la sabiduría que los obliga a conducir los ánimos hacia la unidad y la pacificación.
Aquel abrazo de Balbín con Perón del 19 de noviembre de 1972 nos marca el mismo camino y nos obliga a aceptar que hemos perdido cuarenta años. Ellos fueron unos adelantados que no encontraron continuadores en nuestra dirigencia.
Algunos piensan que pacificar es reformista y confrontar es revolucionario. Si las cosas fueran tan simples, la inteligencia humana sería imitadora del más brutal comportamiento animal. Imponer por la fuerza es la expresión de impotencia de quien es incapaz de integrar o convencer por la razón. Hubo tiempos donde nuestra izquierda recurría al Libro Rojo de Mao Tsé-tung para separar las contradicciones antagónicas de las que no lo eran, y así discriminar lo que necesitaban eliminar de lo que debían integrar en la búsqueda de una síntesis. Aquel abrazo en cambio define una sociedad donde los adversarios dan por superada la confrontación para participar de la democracia.
Es llamativo que se convoque hoy a confrontar con los supuestos enemigos, como si en ese desafío se encontrara la mística necesaria para convocar a los jóvenes a la política. Esto es otorgarle a la desmesura la capacidad de contener la pasión necesaria para enamorar. Y es sin duda incitar a lo peor del otro, en la misma medida en que se convoca a lo peor de uno mismo. Cuando el individuo carece al menos de la sana intención de desarrollar sus virtudes, suele complacerse con el placebo de odiar los defectos ajenos.
La revolución de los años 70 nació con el sueño de construir al hombre nuevo, paradigma que contenía nuestra intención de superar el egoísmo y el camino hacia una forma de vida supuestamente superior. La violencia revolucionaria cuestionó en su esencia aquellas intenciones, otorgándoles a la guerra y al asesinato del posible enemigo el lugar que hasta ese momento ocupaba el desarrollo de la virtud propia. Como aquel famoso prólogo de Jean-Paul Sartre a Los condenados de la tierra, de Frank Fanon, según el cual el esclavo, al matar al patrón, también ultimaba al esclavo que había en él. Sufrimos la carga de una pretendida izquierda que, al no poder ganar elecciones, se conformó con dañar la democracia.
Nos educamos en el sueño de la confrontación, que debía terminar con los males del género humano, y pudimos ver con distinta conciencia cómo esa desmesurada intención se convertía en los crímenes de Stalin y las prisiones de Siberia; el asesinato de Trotsky termina usurpando el lugar de la rebeldía e imponiendo la dictadura de la burocracia. Y luego para algunos llegó la toma de conciencia que implica aceptar que los reformismos suelen otorgar más justicia con menos heridas y costos que las exigentes y fracasadas revoluciones.
Aquel abrazo de Perón y Balbín marca que al final de la dictadura le corresponde el final de la violencia. Habían pasado más de 15 años desde el golpe del año 55, un extenso tiempo de frustraciones y fracasos. Si las dictaduras engendraron confrontaciones, la naciente democracia debe forjar la convivencia. Entre el abrazo de los dos líderes políticos y los diálogos con todos los sectores se contiene el espacio de la democracia y el futuro. Perón puede ser cuestionado por muchas cosas, menos por intentar poner límites a la violencia guerrillera, que imaginaba que su mejor posibilidad de éxito residía en enfrentar militarmente a la dictadura.
La historia demostró que la verdad estaba en el respeto al otro. Pero sectores que hoy ocupan algunos espacios en el Gobierno tratan de deformar esa enseñanza y reivindican los errores juveniles como si sirvieran de ejemplo para las nuevas generaciones. Algunos, con los años, aprenden y se vuelven sabios, mientras que otros cultivan el resentimiento y se vuelven necios. En muchos sectores del pensamiento siguen opinando quienes se detuvieron en el pasado, quienes no son capaces de intentar comprender la evolución de las ideas que nos exige el cambio de los tiempos. Sembrar odios es engendrar fracturas sociales que la dirigencia debiera restañar, en lugar de incitar.
En el abrazo de Perón y Balbín nace una sociedad donde el adversario puede despedir al amigo, donde el ejemplo de los mayores impone a las jóvenes generaciones la enseñanza del diálogo que busca la síntesis superadora, frente a la ambición desmedida que sólo pretende imponer su criterio y destruir al que piensa distinto. La confrontación es el fruto del resentimiento que nos lleva al atraso. Algunos no aprenden que suelen lograr lo contrario de lo que dicen buscar. Una cosa es ignorar los conflictos y otra muy distinta es encontrar en ellos la pasión que no nos regala el amor por la vida. La violencia y el resentimiento manifiestan odios que nos degradan.
Los países hermanos nos dan un ejemplo al expresar en sus políticas el contenido de reivindicación nacional que poseía aquel abrazo. Hoy, aquel gesto nos obliga a salir de la fractura entre peronistas y opositores. Que cada uno interprete el ayer a su manera; sólo estamos obligados a forjar la democracia que nos permita convivir en el respeto, mientras transitamos el camino de la justicia para los necesitados.
Los herederos de aquel abrazo habitamos un mundo de adversarios que aprendieron a escucharse. Pero los que rechazan su significado siguen buscando en el afuera las causas de fracasos que no quieren asumir como parte de sus propios errores; ayer eran la violencia suicida y hoy son el sectarismo que anima y limita al Gobierno y nos arrastra a una nueva frustración.
Si en aquel ayer no pudimos entender la enseñanza de ese abrazo, es hoy el tiempo para imponer la paz y la grandeza que aquellos hombres nos legaron.
LA NACION