09 Aug Lucio V. Mansilla, con reyes y caciques
Por Roberto Elissalde
Hace poco más de un siglo, el 8 de octubre de 1913, moría en París el general Lucio V. Man-silla. Desde hacía unos años este singular personaje había dejado de publicar sus célebres notas en los medios periodísticos porteños, pero su nombre conservaba el respeto y la admiración con una mezcla de curiosidad de tiempos pasados.
Cuando el cable difundió la novedad, los diarios le dedicaron amplias notas necrológicas. La de El Diario, de los Lainez, en el que colaboraba, estaba impregnada de emoción, y la nación recordó con amistad a este argentino que había alternado con reyes en Europa y caciques en nuestras tierras, con aldeanos en el viejo mundo y gauchos en nuestras pampas, con ricos y con pobres. Desde muy joven recorrió el mundo, llegó a la India y a la China, pero atravesó hacia el Oeste su patria a caballo alternando en la frontera con criollos, indios, aventureros y rudos soldados.
Mansilla no era un gaucho, pero había adquirido sus costumbres y sus habilidades. Sibarita como era, en sus años europeos no dejaba de recordar los placeres de “un churrasco de guanaco, o de gama, o de yegua, o de gato montes, o una picana de avestruz, boleado por mí, que siempre me ha parecido lo más sabrosa”. Del mismo modo recordaba las comidas en su excursión: inmensas tortillas con huevos de avestruz, los choclos o pucheros, como que en su residencia parisina todos los jueves se servía este plato.
Su vida entre los indios le hizo comparar la abundancia de algunos toldos con los ranchos del gaucho, donde “no hay generalmente puerta. Se sientan en el suelo en cabezas de vaca disecada. No usan tenedores, ni cucharas, ni platos, rara vez hacen pudieron porque no tienen olla. Cuando lo hacen, beben el caldo en ella, pasándosela unos a otros. No tienen jarro, un cuerno de buey lo suple. A veces ni esto hay. Una caldera no falta jamás, porque hay que calentar agua para tomar mate. Nunca tiene tapa Es un trabajo taparla y destaparla. Laperezasela arranca y la bota. El asado se asa en un asador de hierro o de palo, y se come con el mismo cuchillo con que se mata al prójimo, quemándose los dedos”.
Pero más allá de su comentario, buscó desde la comandancia de fronteras la paz necesaria para el progreso del país, y describió con maestría a personajes como el viejo Hilarión, Miguelito o al bandido Camargo. Cuando viajó a Europa entre sus más caros recuerdos llevó un poncho que le había obsequiado Mariano Rosas. Lo conservaba en una ca¬ja de cartón atada con cintas de seda blanca, y era, según le dijo a Miguel Ángel Cárcano, “el único objeto que me queda de aquella amistad y extraordinaria empresa”. Cuando se lo abrió despertándolo de muchos años, las polillas habían hecho algunos agujeros, mientras afirmaba que “el recuerdo que me quedaba de mis pasadas hazañas está destruido”.
A cien años de distancia su figura se agiganta, se llevó a la tumba “cosas que demostrarían la incapacidad y crueldad de nuestros militares para dominar al indio”, pero en los miles de kilómetros que ganó a la civilización su nombre brilla como una de las grandes estrellas del cielo sobre las tierras que fueron de los ranqueles.
LA NACION