Las series de TV y nuestra identidad

Las series de TV y nuestra identidad

Por Hernán Iglesias Illia
En 2011, el crítico Daniel Mendelsohn armó un pequeño alboroto en Estados Unidos cuando escribió una larga reseña negativa de Mad Men en la New York Review of Books, la más prestigiosa de las revistas intelectuales de la ciudad. Mendelsohn, que hasta ese momento no había visto ni un episodio de la serie, se tragó las primeras cuatro temporadas en un par de semanas y llegó a un veredicto brutal: “El guión es débil, los personajes son chatos o incoherentes y las actuaciones son, casi sin excepciones, sosas y, a veces, amateur”.
Pero lo más interesante del texto de Mendelsohn, un reconocido y normalmente buenazo crítico literario y ensayista, no era su juicio sobre Mad Men sino lo que venía después. Durante cuatro años, Mendelsohn había sido testigo de la popularidad de la serie a su alrededor. Se la recomendaban sus amigos, la elogiaban periodistas y escritores de las revistas a las que estaba suscripto, la premiaban las organizaciones y academias encargadas de estampar prestigio sobre la ficción de televisión. Ahora que la había visto, y le había parecido telenovelesca y parasitaria, ¿qué decía esto de él? ¿Estaba todo el mundo demente? ¿O era él el único loco?
Las dudas de Mendelsohn me hicieron pensar en el creciente rol de las series de televisión para pintar nuestra identidad pública. Hace 150 años, el público empezó a hacer lo mismo con las novelas; hace 50, gracias al nacimiento de la cinefilia, con las películas; y, poco después, con la explosión del pop, con las estrellas y sus hits. A ese mix de discos, películas y libros se han sumado las series de televisión. Hace 25 años, tener una opinión positiva o negativa sobre Brigada A o Blanco y Negro no decía nada sobre uno mismo. Y los intelectuales casi no miraban televisión. Ahora, cualquier persona de clase media sabe bien cuáles son sus series favoritas. Si surge el tema, en una reunión con amigos, saca la lista y defiende su contenido con garra y orgullo: “¡Estás demente, cómo vas a decir eso de How I met your mother !” Cualquier intelectual que se precie está ahora casi obligado a agregar series a su menú de referencias. Mendelsohn, de hecho, pese a su invectiva, aclara que estamos viviendo una edad de oro de la televisión y aclara que Los Soprano y The Wire tienen “texturas morales” propias de Esquilo.
Cuando me preguntan a mí, no soy muy original. Digo que mis favoritas son The Wire, Los Soprano, Mad Men y Breaking Bad . Y agrego, si todavía me están prestando atención, dos más: The Office (para no parecer tan dramático) y Friday Nights Lights , una serie sobre fútbol americano que no vio nadie fuera de Estados Unidos y me permite darme un toque misterioso. Así puedo presentarme como alguien interesado en la condición humana y los temas serios de The Wire pero también, porque veo The Office , como un tipo tierno y con sentido del humor.
El lado oscuro de esta pasión es que nos volvemos hinchas de nuestras series favoritas. Las defendemos como si fueran parte de nosotros mismos. En estos días he defendido Homeland , que mañana empieza su segunda temporada en Argentina, como si fuera un asunto personal, perdonándole errores que a otras no les perdono. No está bien, pero es demasiado tarde para cambiar de equipo.
LA NACION

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