“La mejor literatura excluye el lamento”

“La mejor literatura excluye el lamento”

Por Néstor Tirri
Tu hijo ha muerto y debes empacar una maleta hasta donde te espera su cadáver. Y lo haces.” Esa voz interna resuena en la conciencia de una narradora que no inventa una situación dramática: se atreve a canalizar una vivencia intensa en la letra y genera un texto lacerante que se extiende a lo largo de 130 lúcidas páginas. La peor experiencia de su vida, impensable distanciarla apelando a la mera ficción; en todo caso, la escritura ayudará a procesarla. Piedad Bonnett (1951) desliza esa frase de tremendo desdoblamiento a escasas páginas del inicio de Lo que no tiene nombre, un relato autobiográfico cuyo tenor testimonial, directo, ha conmovido al mundo literario a través de un breve volumen que su autora presentará en estos días en la Feria del Libro.
No es la primera vez que esta relevante poeta colombiana, que además cultiva la narrativa y el drama, llega al país (esta vez, invitada a participar del Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires). Hace casi veinte años conocimos a Bonnett en un encuentro de escritores en Resistencia, Chaco, cuando acababa de publicar El hilo de los días (Norma, 1995), una de sus siete u ocho compilaciones de poemas. Una sutil filigrana conduce allí (como en sus otros volúmenes) el fluir de un decir poético que ya le ha asegurado una visible presencia en la lengua castellana y que, por lo demás, le ha reportado reconocimientos como el Premio Nacional de Poesía.
A partir de 2001 comenzó a imponerse también su prosa, una travesía que, con el sello Alfaguara, ya suma seis títulos de narrativa (Después de todo, Para otros es el cielo y Siempre fue invierno son algunos de sus libros). Con las misma editorial llega Lo que no tiene nombre, un periplo no siempre elegiaco, sin embargo, que parte del “dato simple y llano de que alguien infinitamente amado se ha ido para siempre, no volverá a mirarnos ni a sonreírnos”. Con precisión de crónica, casi objetiva, se informa al lector que el sábado 14 de marzo de 2011, a la una y diez de la tarde, el hijo de quien narra, Daniel Segura Bonnett, que en los últimos diez meses venía realizando una maestría en la Universidad de Columbia, se arrojó al vacío desde la azotea del edificio en el que vivía, en el Upper East Side de Nueva York. Así se lo han comunicado, por teléfono, Renata y Camila, sus hijas mayores.
Tenía veintiocho años, y desde los veinte venía padeciendo de un trastorno esquizo-afectivo que lo acosaba y le dificultaba su tránsito por la existencia. Los efectos del mal se trasuntan en la expresión de su rostro, según él se veía a sí mismo en sus autorretratos: Daniel fue un talentoso artista plástico que dejó una producción de más de cien piezas pictóricas.

Al borde del silencio
Han transcurrido tres años desde aquella fatal tarde neoyorquina en la que se precipitó el drama. La muerte del estudiante (que movilizó a los vecinos del edificio a gestos solidarios y reconfortantes para con esos padres que habían viajado desde Colombia) se da a conocer ahora no como crónica sino como el estremecedor discurso, doloroso pero sereno, de una madre que no deja de formularse interrogantes ante el insondable misterio del ser. Preguntarse, por ejemplo, “qué sucedió en los últimos veinte minutos de vida de Daniel” es una de sus vías; también, retrotraerse a las causas que desencadenaron un mal que se sabía incurable.
Pocos días antes de su partida hacia Buenos Aires, la escritora atendió por teléfono a adn cultura en su casa de Bogotá. “Estoy bien -dice-, cargada por la tremenda respuesta a este libro, pero mi herida supura de cuando en cuando.” Piedad ha repartido el tiempo de su vida entre la docencia universitaria, la escritura y la maternidad; en este aspecto de su vida, el azar la golpeó con saña singular. A ella, agraciada y triunfante en el oficio de enseñar y en el ejercicio de la escritura, y que en sus sesenta años no había debido enfrentar desgracias: “Vivir un duelo -confiesa al final del relato-: una experiencia hasta ahora para mí desconocida”.
-En el texto has citado al Javier Marías de Los enamoramientos:”… hasta los suicidios son debidos al azar”. ¿Crees eso?
-Pienso que esas palabras responden tan só¬lo a una manera de mirar (y de decir) que apunta a una pregunta por el sentido. El azar es el revés de ese tapiz que estamos tentados a llamar destino, bordado por una mano invisible.
-¿Cuánto tiempo transcurrió entre ese fatal mayo de 2011 y el momento en que decidiste volcar el sacudimiento en un texto? ¿Es testimonio o simplemente la liberación expresiva de un dolor inconmensurable? Por lo demás, ¿fue catártica la experiencia literaria?
-Hoy me resulta difícil comprender cómo pude comenzar la escritura de este libro a unos tres meses de la muerte de Daniel. No lo enfrenté como una salida catártica -aunque terminó siéndolo-, ni tampoco como una confesión personal, que habría abrumado al lector, sino como el necesario testimonio de una vida trágica, cuya peripecia nos devuelve a la noción de destino que tenían los griegos. O, más modernamente, a una cadena de azares. Creo que es una historia que toca a todos. Y evité todo desborde sentimental, toda ex¬presión obvia del dolor, porque creo que la mejor literatura excluye el lamento.
-¿El título apunta a significar algo que se considera efectivamente innombrable? ¿O se trata de algo más bien inextricable?
-No, no se trata de lo inextricable. Con el título me refiero a la vez a lo innombrable y a lo que no tiene nombre, que creo son dos cosas distintas. Cuando una realidad nos supera en dolor o crueldad, se afirma que “eso no tiene nombre”. Pero tampoco tenemos nombres los padres de alguien que ha muerto, tal vez porque la muerte de un hijo pareciera contradecir un orden natural. Pero, sobre todo, con ese título apunto a que mi lenguaje va a estar siempre al borde del silencio, porque hay cosas a las que la voz no puede llegar, como el sentir último del suicida.
Cuando la palabra enfrenta lo inabordable aflora, sin embargo, la intuición, por borrosa que sea; a eso parece apuntar el texto de Piedad Bonnett al insinuar que se despertaban sus “radares de madre”, cuando asomaban los primeros síntomas de un mal que conduciría a la tragedia.
-Por la dimensión de la vivencia que disparó este relato, tal vez resulte fútil la pregunta, pero ¿hay algo de tu experiencia literaria anterior, como poeta, narradora o dramaturga, que tenga algún punto de contacto con Lo que no tiene nombre?
-Muchos. Conscientes e inconscientes. Como en aquel poema que escribí cuando Daniel cumplió sus 14 años, y estaba sano y pleno de vida; allí escribo, pensando en la infancia de la que se despide: “En la mañana/ en que trémulo vuelvas la cabeza / para leer las cifras de aquel tiempo / un mar de sal te velará los ojos”.
LA NACION