02 Aug Esa rareza de la llanura pampeana llamada ombú
Por Fernando Sánchez Zinny
María Lydia Torti, escritora de Cañuelas, lamenta la desaparición notoria de los ombúes en esa zona. Cita ausencias: ejemplares precisos y renombrados que llegó a conocer y que hoy sólo existen en fotos envejecidas. Preocupa lo que dice, pues bien sabemos que eso que cuenta, poco más o menos, sucede igual en todas las zonas en que esa especie medraba, a saber, el borde nororiental de la provincia de Buenos Aires y, entrando tierra adentro, hasta más allá del Salado.
La verdad: ¿dónde están los ombúes? Pareciera que ya no se plantan, pese a ser fama de que muy fácilmente prenden, para lo que basta con poner retoños en tierra con napas de agua cercana. Pero, así y todo apenas quedan, al punto de que allí donde se conserva alguno lo muestran como reliquia, con oropeles de tradición e historia.
Es raro: tanto se habla del ombú, tanto se lo tiene por consagrado símbolo de nuestra pampa y, sin embargo, cuesta trabajo encontrarlo. Con cierto optimismo podríamos creer que anda por ahí, oculto entre la vegetación nueva y ya nunca aislado en el confín de la llanura según arquetípicamente lo tenemos en la cabeza, de acuerdo con lo aprendido en días de pantalones cortos y con infinidad de ilustraciones antiguas, fuentes ambas incursas en evidente pecado de inactualídad.
Como sea, no están. O no se los ve, lo que resulta parecido. Es lástima, porque además de representarnos daban mucha tela para la conversación y el divague, dadas las tantas cosas que a su respecto yacen en profunda incertidumbre a partir de aquello conocido de que, botánicamente, no es árbol ni arbusto, sino mera hierba descomunal, con el añadido de puntos tan debatibles como determinar si se trata o no de una especie exótica. Lo establecido es que es de Río Grande, de Corrientes, de Uruguay, donde siempre fue más abundante que en nuestros pagos. ¿Pero aquí raleaba por ser éste el límite natural de su área de expansión o porque su aclimatación era incompleta? ¿Por qué, al retornar de las tolderías, Fierro declara volver a “la tierra donde nace el ombú”? ¿Estaba aquí por ser una región más adecuada que la de los indios o porque la mano del “huinca” la había difundido?
Viene, después, la interminable cuestión de los pros y los contras. Morel pinta un rancho junto al ombú; Echeverría y Domínguez hacen el encomio romántico de él como reparo; Obligado habla del “árbol bienhechor” y la canción describe: “Y es un pañuelo de nubes / la sombra en que me guarezco”, sin olvidar que el campo en que nacía era tenido por bueno y muy bueno, asociación similar a la que se hacía con el cardo.
Un Hudson insidioso retruca, en nombre de arraigadas preocupaciones populares. Asevera que en la casa puesta a la sombra de un ombú habitará la desgracia y terminará en ruinas. Estar largo tiempo bajo su ramaje origina locura o amnesia. Fuegos de tonalidad blanca muy vivos surgen a veces de los huecos del tronco, pero, curiosamente, no chamuscan las hojas, y no faltan quienes supongan que, en esas ocasiones, es el mismísimo diablo que anda haciendo de las suyas. El que se tira a pasar la noche junto al ombú oye pasos, susurros, cuchicheos; asustado se levanta y ahora ya no escucha sino los ruidos rituales de la noche.
Además, es cierto: no cría madera ni da fruto útil, aunque es falso que carezca de flor, que la tiene de un blanco azulado y en extremo efímera. En fin, los curanderos utilizan de mil maneras sus hojas, seguramente con fines benéficos, pese a las feas leyendas. El núcleo de los troncos se pudre y desaparece de modo que el ombú viejo acaba sosteniéndose sólo sobre los tejidos exteriores más jóvenes, en tanto el interior se ahueca, lo que en las ciudades suele ser rellenado con cemento; en el campo, en vez, quedan a la vista esas cavidades aptas para el fuego diabólico y el conjunto se asemeja, para algunos, a un esqueleto que alza húmeros suplicantes. De ahí esa ingeniosidad sugestiva de que es un vegetal escultórico.
LA NACION