Esa rareza de la llanura pampeana llamada ombú

Esa rareza de la llanura pampeana llamada ombú

Por Fernando Sánchez Zinny
María Lydia Torti, es­critora de Cañuelas, lamenta la desapa­rición notoria de los ombúes en esa zona. Cita ausen­cias: ejemplares precisos y renom­brados que llegó a conocer y que hoy sólo existen en fotos enveje­cidas. Preocupa lo que dice, pues bien sabemos que eso que cuenta, poco más o menos, sucede igual en todas las zonas en que esa especie medraba, a saber, el borde nororiental de la provincia de Buenos Aires y, entrando tierra adentro, hasta más allá del Salado.
La verdad: ¿dónde están los om­búes? Pareciera que ya no se plan­tan, pese a ser fama de que muy fácilmente prenden, para lo que basta con poner retoños en tierra con napas de agua cercana. Pero, así y todo apenas quedan, al punto de que allí donde se conserva algu­no lo muestran como reliquia, con oropeles de tradición e historia.
Es raro: tanto se habla del ombú, tanto se lo tiene por consagra­do símbolo de nuestra pampa y, sin embargo, cuesta trabajo en­contrarlo. Con cierto optimismo podríamos creer que anda por ahí, oculto entre la vegetación nueva y ya nunca aislado en el confín de la llanura según arquetípicamente lo tenemos en la cabeza, de acuer­do con lo aprendido en días de pantalones cortos y con infinidad de ilustraciones antiguas, fuentes ambas incursas en evidente peca­do de inactualídad.
Como sea, no están. O no se los ve, lo que resulta parecido. Es lás­tima, porque además de represen­tarnos daban mucha tela para la conversación y el divague, dadas las tantas cosas que a su respecto yacen en profunda incertidumbre a partir de aquello conocido de que, botánicamente, no es ár­bol ni arbusto, sino mera hierba descomunal, con el añadido de puntos tan debatibles como de­terminar si se trata o no de una especie exótica. Lo establecido es que es de Río Grande, de Corrientes, de Uruguay, donde siempre fue más abundante que en nues­tros pagos. ¿Pero aquí raleaba por ser éste el límite natural de su área de expansión o porque su aclima­tación era incompleta? ¿Por qué, al retornar de las tolderías, Fierro declara volver a “la tierra donde nace el ombú”? ¿Estaba aquí por ser una región más adecuada que la de los indios o porque la mano del “huinca” la había difundido?
Viene, después, la interminable cuestión de los pros y los contras. Morel pinta un rancho junto al ombú; Echeverría y Domínguez hacen el encomio romántico de él como reparo; Obligado habla del “árbol bienhechor” y la can­ción describe: “Y es un pañuelo de nubes / la sombra en que me gua­rezco”, sin olvidar que el campo en que nacía era tenido por bueno y muy bueno, asociación similar a la que se hacía con el cardo.
Un Hudson insidioso retruca, en nombre de arraigadas preocu­paciones populares. Asevera que en la casa puesta a la sombra de un ombú habitará la desgracia y terminará en ruinas. Estar largo tiempo bajo su ramaje origina locura o amnesia. Fuegos de to­nalidad blanca muy vivos surgen a veces de los huecos del tronco, pero, curiosamente, no chamuscan las hojas, y no faltan quienes supongan que, en esas ocasio­nes, es el mismísimo diablo que anda haciendo de las suyas. El que se tira a pasar la noche jun­to al ombú oye pasos, susurros, cuchicheos; asustado se levan­ta y ahora ya no escucha sino los ruidos rituales de la noche.
Además, es cierto: no cría ma­dera ni da fruto útil, aunque es falso que carezca de flor, que la tiene de un blanco azulado y en extremo efímera. En fin, los cu­randeros utilizan de mil maneras sus hojas, seguramente con fines benéficos, pese a las feas leyen­das. El núcleo de los troncos se pudre y desaparece de modo que el ombú viejo acaba sosteniéndo­se sólo sobre los tejidos exteriores más jóvenes, en tanto el interior se ahueca, lo que en las ciudades sue­le ser rellenado con cemento; en el campo, en vez, quedan a la vista esas cavidades aptas para el fuego diabólico y el conjunto se asemeja, para algunos, a un esqueleto que alza húmeros suplicantes. De ahí esa ingeniosidad sugestiva de que es un vegetal escultórico.
LA NACION

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