El poeta de los paraísos perdidos

El poeta de los paraísos perdidos

Por Héctor M. Guyot
A la lectura de La nieve del almirante, a fines de los años 80, cuando yo tenía poco más de 25 años, me provocó una impresión que confirmaría con los siguientes libros del colombiano Álvaro Mutis: estaba ante un autor contemporáneo de mi propia lengua que lo tenía todo. La música de su prosa delataba a un consumado estilista, pero las peripecias de la trama lo convertían en un gran novelista de aventuras. Era capaz de arrastrar al lector hacia espesas honduras existenciales al mismo tiempo que le hacía sentir el calor húmedo de la selva amazónica o la brisa salina del Mediterráneo. Parecía haber vivido a la vera de una vasta biblioteca pero también haber visto el filo ciego de una navaja en algún rincón sórdido del puerto de Amberes. Su escritura destilaba erudición y experiencia, dos atributos que suelen negarse a compartir la misma persona. Pero nada de todo eso hubiera resultado tan memorable de no haber confluido en el protagonista casi excluyente de sus novelas: Maqroll el Gaviero, un marino trashumante, un desterrado del paraíso sin más destino que andar por el mundo y cumplir con sabio estoicismo el dictamen de la condena bíblica.
De algún modo, las novelas que siguen la huella de este viajero impenitente son una cosecha tardía: Mutis publicó La nieve del almirante , el primer libro de la serie, en 1986. Tenía 63 años, pero llevaba una vida con su personaje a cuestas: Maqroll el Gaviero aparece en su obra en su segundo libro de poemas, Los elementos del desastre , que publicó en 1953. Lo único que hizo más de treinta años después fue pasarlo de la poesía a la prosa para seguir su empecinada deriva por mares, puertos y hoteles de mala muerte en medio de proyectos quiméricos o trabajos de dudosa legalidad.
“El Gaviero viene de mis lecturas de Conrad, de Melville, sobre todo de Moby Dick ; es el tipo que está allá arriba, en la gavia, que es el trabajo más bello del barco, entre las gaviotas, frente a la inmensidad y en la soledad más absoluta”, contó. Maqroll le permitió a Mutis desplegar su maquinaria narrativa (ocho libros en seis años) y encarnar su visión fatalista y trágica del hombre, que vive a merced de fuerzas que desconoce, presa del asombro y la incertidumbre ante la opacidad y la belleza del mundo.
El Gaviero es Mutis, se ha repetido. ¿Quién podría desmentirlo? Se sabe a ciencia cierta que el escritor tenía su paraíso perdido. Su tierra mítica. Estaba allá en la infancia, en la finca de café y caña de azúcar que tenía su abuelo en la selvática y cordillerana región de Tolima. Allí recaló su familia cuando regresó a Colombia desde Bruselas, donde el padre cumplía tareas diplomáticas. “Todo lo que he escrito está destinado a celebrar, a perpetuar ese rincón de la tierra caliente del que emana la sustancia misma de mis sueños, mis nostalgias, mis terrores y mis dichas”, contaba.
En esa tierra el escritor cambió el bachillerato por la poesía y el billar. Se hizo locutor de radio y relacionista público. En 1956, con la llegada de la dictadura de Rojas Pinilla, dejó su país y se estableció en México. Desde allí, para ayudar a la huida de intelectuales colombianos perseguidos, desvió dinero de la petrolera Esso, de la que era importante ejecutivo. Purgó una condena de 15 meses, experiencia que recogería en Diario de Lecumberri (1960). “En la cárcel estamos ante la verdad absoluta. La recuerdo como una gran lección”, dijo después. Según García Márquez, que en México le contaría por las noches los capítulos de Cien años de soledad a medida que escribía la novela, aquél fue un delito del que disfrutaron muchos escritores y artistas, incluido él mismo, y que sólo Mutis pagó.
Sus días en prisión marcarían su obra posterior y, especialmente, las novelas de Maqroll, a las que hoy es posible volver en busca de alta literatura pero también con la expectativa de acción y aventura con la que muchos, de chicos, nos entregábamos a los libros de Salgari. Allí nos encontraremos con personajes de antología como, entre otros, el levantino Abdul Bashur, amigo y cómplice del Gaviero en tantas empresas imposibles; la triestina Ilona Grabowska y la inolvidable dueña de La nieve del almirante , Flor Estévez, “de aire salvaje, concentrado y ausente”, quizás el único puerto en el que Maqroll encontraba refugio y paz.
En las paredes de la posada de Flor Estévez, el marino errante escribió frases que quedarían en la memoria de los que por allí pasaron. Entre otras observaciones y sentencias, anotó lo que podría ser tenido como su ley de vida: “Sigue los navíos. Sigue las rutas que surcan las gastadas y tristes embarcaciones. No te detengas. Evita hasta el más humilde fondeadero. Remonta los ríos. Desciende por los ríos. Confúndete en las lluvias que inundan las sabanas. Niega toda orilla”.
El domingo 22 de septiembre de 2013, a los 90 años, Mutis llegó a la orilla inapelable tras sufrir una complicación cardiorrespiratoria. Lo despidieron en Ciudad de México como el maestro que era (“Tome, para que aprenda”, le dijo a un muy joven García Márquez extendiéndole el Pedro Páramo de Rulfo).
Según escribieron Luis Prados y Bernardo Marín en El País, Mutis afirmaba que, de haber un paraíso en el más allá, éste debía parecerse a la finca de su abuelo, allá en Tolima, donde había sido feliz. Quizás ahora se haya reencontrado, dondequiera que esté, con el olor del café y las naranjas y con el rumor de los dos ríos que cruzaban aquella hacienda donde quedó su infancia.
LA NACION