Adiós, mundo cruel

Adiós, mundo cruel

Por Hernán Ferreirós
El fin del mundo es uno de los temas más frecuentados por el género fantástico. Un repaso por el conjunto de relatos sobre el Apocalipsis es extenuante: en la Enciclopedia de la ciencia ficción, editada por John Clute, se afirma que existen más de 400 novelas acerca de este tópico y Wikipedia registra unas 300 películas y 110 programas de TV en su entrada “Lista de ficciones apocalípticas”. Tal profusión no se debe a la falta de ideas, sino a que esta idea concreta, la hecatombe global, es parte de la definición misma de la ciencia ficción.
En un aspecto, la ciencia ficción es como el porno: es difícil poner un límite preciso al género, pero cuando uno lo ve, lo reconoce. Se puede aventurar una hipótesis muy general: la ciencia ficción siempre tiene un vínculo con el futuro. El crítico literario norteamericano Fredric Jameson es un poco más específico y afirma que la ciencia ficción es la forma que adquirió la utopía en la posmodernidad.
Desde hace décadas, el relato del mundo ofrecido por el capitalismo se quedó sin oposición, salvo por el fundamentalismo teocrático islámico que difícilmente pueda ser considerado una opción superadora de las democracias occidentales. Por lo tanto, el capitalismo se presenta como una tendencia irreversible, exitosa y que carece de alternativas a las que a uno le den ganas de mudarse. En este escenario, la ciencia ficción nos proporciona herramientas para imaginar otra sociedad posible, que no sea sólo la que nos permite extrapolar el pensamiento dominante. En suma, hace posible pensar en una utopía.
Lógicamente, el fin del mundo debería ser el reverso absoluto de la utopía, el ocaso de cualquier forma de sociedad. Sin embargo, desde su aparición original bajo la forma del mito del diluvio universal en el Poema de Gilgamesh (el primer relato escrito que se conserva, fechado en el año 2000 a.C.), el Apocalipsis se plantea como la clausura de la vieja civilización para dejar lugar a una nueva, es decir, es una forma de utopía.
Está claro que existen relatos apocalípticos en los que no hay un pos-Apocalipsis, como el film Melancolía, de Lars von Trier. Pero en una sólida mayoría, las narrativas del fin del mundo presentan por lo menos el germen de una sociedad alternativa, aunque ésta no sea humana (tal como sucede en Soy leyenda, la novela de Richard Matheson y sus versiones cinematográficas) o se revele mucho peor que la sociedad precedente. Ésta es la versión más frecuente en las ficciones apocalípticas: el futuro se convierte en una pesadilla y la utopía, en distopía.

APOCALIPSIS AHORA
La más exitosa de las ficciones apocalípticas de la televisión es The Walking Dead. Aunque está basada en una longeva historieta de Robert Kirkman (quien también oficia de productor y ocasional guionista del programa), la versión televisiva tiene vida propia. La serie también sigue a un grupo de sobrevivientes en un mundo donde los zombis antropófagos son mayoría, aunque está mucho más fusionada con las convenciones del western que el cómic. Los protagonistas son como una caravana de pioneros que se adentra en tierras desconocidas, asoladas por salvajes, en las que intentan integrarse a distintos tipos de sociedades: primero el clan familiar en la granja del veterinario Hershel, luego el desquiciado pueblo de Woodbury y, finalmente, intentan construir la propia en una prisión abandonada.
Cada una de estas paradas en su peregrinaje puede ser vista, por un lado, como un viaje en el tiempo desde la sociedad bucólica del pasado (la granja) hasta la sociedad de control actual (la prisión) y, por el otro, como el ensayo de una utopía social, como un modelo alternativo de aglomeración que promete algún tipo de normalidad en sus vidas. Todas estas comunidades se caracterizan por sus reglas estrictas y su aislamiento del mundo exterior. La topografía de la utopía original, tal como fue descripta por Tomás Moro en el siglo XVI, era la de una isla, espacio que, en especial, la cárcel representa metafóricamente a la perfección. El Apocalipsis ofrece a los sobrevivientes la oportunidad de empezar de nuevo en un micromundo hecho a su imagen y semejanza.
En Falling Skies, otra serie de TNT producida por Steven Spielberg que narra la invasión y conquista del mundo por extraterrestres y que guarda parecidos notables con la historia de El Eternauta (las diferentes categoría de invasores, unos dominados por otros; los robots humanos controlados por un dispositivo en la nuca), también pone a un grupo de sobrevivientes en un mundo devuelto a la barbarie que intenta crear una comunidad en la que se preserven los valores de la civilización. Lo mismo sucede en Revolution, en la que la barbarie se desata cuando desaparece la energía eléctrica del planeta. Si bien ambas series suceden en el futuro, las dos tienden lazos a un pasado mítico: el de la revolución norteamericana, el momento de la fundación de los Estados Unidos, para indicar que suceden en un tiempo fundacional en el que se va a gestar un nuevo tipo de sociedad.
En The Leftovers, creada por Damon Lindelof, uno de los showrunners de Lost, y Tom Perotta, autor de la novela original, el Apocalipsis es a la vez más bíblico y más discreto: el 2% de la población mundial desaparece en un evento que podría ser el “rapto”: para el fundamentalismo cristiano, éste es el momento previo al fin del mundo en el que los justos (aunque en la serie también le toca al papa Benedicto, a Condoleeza Rice y a Gary Busey, entre otros) son llevados en cuerpo y alma al cielo. El resto del mundo permanece idéntico, aunque con una herida invisible e irrevocable provocada por la ausencia. Una de las consecuencias del suceso es la aparición de diversos tipos de comunidades que impulsan estilos de vida alternativos como los “remanentes culpables”, que viven juntos, visten de blanco, fuman todo el tiempo como una señal de su fe y se dedican a destruir cualquier intento de sus vecinos de recuperar la normalidad; o como la congregación de Holy Wayne, quien siente una indudable devoción y un gran fuego interior por las adolescentes asiáticas. Si bien el fin de estos grupos en la serie es satirizar el fundamentalismo religioso, también reponen el vínculo entre el evento apocalíptico y la fundación de un nuevo tipo de sociedad.
The Last Ship, la nueva serie producida por Michael Bay (hiperkinético realizador de Armagedón y Transformers, entre otras) que TNT estrenará aquí el lunes a las 22, presenta un escenario frecuente: una pandemia desconocida termina con el 80% de la población mundial. La única esperanza del género humano está a bordo del destructor Nathan James, el último barco de la disuelta armada norteamericana, en el que la doctora Scott -una viróloga cuyo coeficiente intelectual sólo es superado por la medida de su busto, interpretada por Rhona Mitra- intenta encontrar una cura.
El barco nuevamente funciona como una metáfora de la isla en la que se mantiene a resguardo la civilización. Cada vez que los tripulantes pisan tierra firme, generalmente en América del Sur (definida como “un páramo”), se encuentran con un grupo violento de neoprimitivos que quieren lo que ellos tienen. La sociedad del último barco es una utopía soñada por el republicano más recalcitrante: está signada por la excepcionalidad de sus integrantes (todos son extraordinariamente morales, nobles y eficientes en lo que hacen), por la militarización y una rígida estratificación. Todo conflicto lo resuelve felizmente la autoridad absoluta de quien manda, que no puede ser revocada. Los tripulantes del barco pueden moverse libremente por el mundo y tomar de él lo que necesiten para su supervivencia, pero los límites de la nave son inexpugnables para cualquier agente exterior. Cualquier parecido con la realidad…
En todas las series, pero en The Last Ship más que en ninguna otra, aparece el sesgo ideológico de la utopía. Aquello que una sociedad puede imaginar también revela cómo se ve a sí misma. En estas series en las que la civilización es arrasada, aparece como horizonte la reinstalación del modelo de la sociedad norteamericana. El “espíritu” de los Estados Unidos es, en estas representaciones, tan masivamente inconmovible, invencible, acertado y cabal que no puede ser obliterado por ninguna catástrofe. El Apocalipsis sería una especie de purificación, de darwinismo social extremo, en el que sólo prevalece la mejor sociedad.
En consecuencia, el potencial emancipador de la utopía para pensar lo radicalmente nuevo queda neutralizado por la idealización del estado de cosas actual. En estas series, el futuro es otro nombre del presente.
LA NACION