12 Jul Psicologías carnavalescas
Con prólogo y selección de Graciela Montaldo, Viajes de un cosmopolita extremo (Fondo de Cultura Económica) propone un panorama del mayor poeta del modernismo como escritor de crónicas. Aquí, adelantamos el poco conocido texto en que retrata un corso porteño.
Por Rubén Darío
Supe que era el primer día de carnaval por mi vecina, una linda moza, que estaba vestida de fiesta, con la rosada cara bañada por los pomos, con la cabeza llena de colores de iris, como la Aurora mundana, de Sívori; después salí a la calle y vi una niña rubia y dulce que arrojaba desde un balcón bombas de goma llenas de agua; y, en grupo, zanqueando por una acera, varios estupendos idiotas en traje de mujer.
¡ Ah! Perfectamente, estamos en carnaval. Las gentes se divierten. Son los días del año en que se tiene derecho de perder la vergüenza, de reír, de posesionarse completamente de la alegría. Y luego: «¡Teme, en el muro, una mirada que te espía!» El espíritu del Mal está contento. Es día en que se permite perturbar la tranquilidad ajena, hacer daño, romper esos cristales que se llaman las conveniencias, desconocer las jerarquías, tutear a todo el mundo, injuriar tras la careta, descubrir los secretos peligrosos, martirizar sádicamente el pudor, rosa espiritual de la sangre.
[740] Por la noche, un amigo artista invítame a recorrer la vasta Avenida de Mayo, lugar del corso. Y he aquí que penetramos en el campo de la locura.
El ir y venir, la enorme muchedumbre bañada de luz, el ruido, un ruido de mil voces distintas, toda aquella humanidad, ostentando su gozo cual si se refugiase en esas horas paganas y mentirosas, esquivando la verdad diaria, la verdad de la perversidad, del dolor y de la muerte.
II
Dos bellos caballos, un cochero en figura de lord; en la victoria lujosa una Feridjé o Zoraida; frente a ella un monumental dominó: la mamá, y una gigantesca nariz innoble: el papá. La nariz nos saluda y la reconocemos. Es un señor respetable con quien hemos departido más de una vez asuntos graves y altos: del yo y del no yo, de la evolución y del imperativo categórico, de la moral actual y del decaimiento del clasicismo. Jamás le hemos visto reír en las reuniones del Ateneo, donde reímos de tantas cosas. Jamás su gesto soberano ha aminorado siquiera en una mínima parte su majestad. Es un honorable padre de familia, un enciclopedista rezagado, desde cierto punto de vista. Cree en el progreso, en los beneficios de la libertad y en la bondad de las instituciones modernas. Posee un nombre más o menos ilustre, una edad digna del más justo respeto, un capital por mil motivos digno de genuflexión [741]. Es un varón serio y podría merecer las distinciones del funcionario público hasta ciertos puestos. ¡Sobre todo eso erige la nariz carnavalesca! Él sigue la corriente; es el día de la jovialidad y él es jovial; en familia, desde el santuario del hogar, va a dar su vueltecita de corso; decora su rostro con el atrevido apéndice nasal, heroico pepino colorado; sus manos se cruzan regocijadas sobre su abdomen o lanzan a los carruajes vecinos la galantería de las serpentinas. Feridjé goza en sus quince años las caricias del novio, que la inunda de aguas olorosas; la mamá está en un trono de satisfacción.
Otro carruaje, no menos lujoso: cuatro muchachas hermosas se divierten en los juegos usuales. Son las pupilas de una casa de goces clandestinos. Una de ellas no lleva careta. ¿Para qué la necesita? Ellas tienen una idea especial de la vida: esas horas atropelladas y sonoras les dan una parte de dicha. Salen al aire, a gozar del buen aire libre, esos enjaulados pájaros de amor, preciosos y estúpidos.
Y después tienen el amparo de la confusión para ser creídas, por los que no las conocen, verdaderas honestas damas. Lo que no obsta para que una se lleve el premio de impudencia con la valentía de su descote. Todas maniquíes, autómatas sensuales, animalitos, gatitos, cosas banales y peligrosas, en que el ojo del meditabundo ve aparecer el misterio terrible y fatal que se encierra en la prostitución, y a las cuales el carnaval, hijo de la locura, corona de alegres y vistosas flores.
A son de clarín y a son de tambor viene marchando una comparsa. Los focos eléctricos hacen brillar sus cascos metálicos, sus lujosas zarandajas; lentejueleados y galoneados esos hombres marchan, precedidos de estandartes; tras los músicos van los acompañantes. Hay marqueses y duques italianos, estudiantes españoles y jefes turcos. Son los desquites de las clases humilladas; es la negación espontánea e involuntaria de la democracia. El almacenero napolitano más lisiado y zopo aparece de Adonis, militar o noble. El obrero que habla de anarquía y socialismo más furiosamente que ninguno de sus compañeros camina metido en su disfraz, Colonna o Doria de Barracas. ¡Bravos y excelentes trabajadores! Han ahorrado todo el año para salir petulantemente de príncipes de carnestolendas; así veis en la comparsa la exhibición de las piernas musculosas y férreas de los changadores enfundadas en medias de color, gruesas caras de arrabal sobre golillas bien planchadas, cabezotas decoradas con birretes de pajes, oros y plumas.
III
Moreira no había de faltar: allí viene Moreira: ¡pobre visión de una leyenda que desaparece! El compadrito aprovecha la ocasión, y ese disfraz es el más a propósito. Ese es el hombre que pelea a la autoridad, el gaucho barbudo, de larga y copiosa cabellera, noble en su rudeza, valiente y hábil en el canto. Ese es Moreira; el compadrito [743] disfrazado es otra cosa. Y tras Moreira, esa pintoresca mascarada africana que llaman candombe. Negros de verdad o negros de hollín y pintura, es el caso que esa comparsa evoca los faustos bárbaros de África, los acompañamientos sacerdotales o cortesanos de los reyes de ébano; Behanzines o Meneliks; el son de los extraños tímpanos, las sonajas que ritman una danza especial, un danzanio que va mimando en un paso raro que evoca algo de exposición universal, de cosa de Barnum, o de novela de Verne. Todo eso es lo que resta de la raza de color que ‘ fué en América esclava de nuestros abuelos. Esos ritmos llegan a los negros que quedan, a través del tiempo, con un vago rumor del ardiente y misterioso continente, de las selvas de Onanga o del Congo. Esos ecos los han oído los que han visitado Cuba, Colombia, el Perú, en los ingenios de azúcar, entre los bogas del Cauca que cantara Candelario Obeso, o en las fiestas crespas de Malambo.
Sigue, negro candombero, mandinga o carbalí, sigue en tu paso acompasado, en medio de la fiesta carnavalesca. ¡Tú rememoras algo que sirve al pensamiento, a la poesía, siquiera seas abominado por la costurera disfrazada de princesa, o la mucama fragante de patchulí!
IV
Como en un éxodo, como en una peregrinación, va un carretón lleno de gentes distintas sin disfraces, sin más distintivo de carnaval qué dos ajados faroles chinescos, y el jaco viejo que arrastra a diario mercaderías y baúles, cubierto con la colcha mejor de la vivienda. Va la abuela vieja, el carretonero, la mujer con la mama al aire y el rorro prendido a ella; toda la familia; y la Marianina se desahoga incansable, entre los martirios del acordeón afónico; y el jaco viejo arrastra su carga, filósofo de cuatro patas, víctima del calendario.
Un camello viene, un camello de verdad; tan de verdad, que se diría lo hubieran robado al Jardín Zoológico. Camina el pobre animal con doble carga de personas sobre su giba. Y tras el camello un policial, caballero en magnífico caballo, todo bizarro y decorativo él. Y tras el policial la incontable serie de vehículos policromos y caprichosos, los ocurrentes enmascarados, los niños bufones, las mamas, los memos, los mimos, los monos…
Mi amigo, el artista, me dice de pronto: «¡Vea!», y me señala la inmensa Avenida. Estamos en un punto que abarca el gran conjunto. El cauce gigantesco del río humano, iluminado y sonoro, presenta un aspecto fantástico. El oleaje se mueve, avanza, se detiene en partes. Las serpentinas [745] lleven en curvas coloreadas; un clamor confuso se extiende por el amontonamiento enorme.
La belleza está allí; la fealdad también. Impera la democracia más despótica. El pueblo se divierte.
Salimos del hervor, y como yo quisiese librar a mi espíritu de aquel ambiente, pido a mi compañero me repita su bella apología de Caín.
LA NACION