Palabras para construir el amor

Palabras para construir el amor

Por Osvaldo Quiroga
El amor engendra discursos. Y a su vez el lenguaje va construyendo el amor de manera singular. Cada historia es un mundo. Y la de Elvirita y Rufino es una historia de amor que se sostiene a través de cartas que se han enviado durante décadas. Ése es el planteo inicial de Cartas de la ausente, la excelente obra de Ariel Barchilón que se presenta en el Teatro Nacional Cervantes bajo la dirección de Mónica Viñao con dos intérpretes excepcionales: Daniel Fanego y Vando Villamil.
El espectáculo dice mucho más de lo que muestra en 70 minutos de representación. La soledad, inmensa por momentos, es un tema central, como lo es también la construcción del amor a través de la escritura. Porque la tristeza de Elvirita es tan colosal como el deseo de que algo del orden amoroso alguna vez llegue a su vida. “Esas cartas están ablandando las sombras del corazón”, dice uno de los personajes. Y quizá hayan sido necesarias muchas cartas para que los corazones de Elvirita y de Rufino puedan intentar algo diferente al desamparo. Poco importa, entonces, quién escribió las cartas y quiénes eran los verdaderos destinatarios. Lo único que cuenta es que las palabras, y únicamente ellas, han producido un encuentro.
¿Cuántas historias de amor comenzaron por cartas que vienen y van? Sobre el amor y la palabra nadie supo tanto como Shakespeare. Con palabras, Romeo conquistó a Julieta. Con palabras, Hamlet enamoró a Ofelia, y con palabras, también, Ricardo III sedujo a Lady Ana. El amor es una cuestión de palabras y de escritura. También de espera y de fantasmas que dialogan entre sí. Elvirita, interpretada por Fanego, es un hombre con alma de mujer. Vaga por el espacio escénico entre la desesperación y la esperanza. Si ella ha mentido -y es el espectador quien tendrá que descubrirlo- lo ha hecho para saber qué cosa es el deseo. El encuentro con Rufino, que acaba de salir de la cárcel de Ushuaia después de una larga condena por sus crímenes de matón de comité en las primeras décadas del siglo XX, es un encuentro cargado de tensiones. Porque al comienzo, lo que se encuentran son las cartas, no las personas. Ninguno de los dos se parece a lo que escriben. Y, sin embargo, la única posibilidad de que algo prospere entre ellos es aferrarse a esos textos.
El mundo actual es un mundo pornográfico. Todo se muestra y se habla en público. La privacidad es un bien preciado por pocos. Más que vivir el amor, a muchos les interesa contarlo. Cualquier historia de alcoba se multiplica en las pantallas y se expande como un virus. ¿Qué queda, entonces, para la mirada furtiva o la insinuación? El erotismo es aquello que se oculta y se devela al mismo tiempo. Y en ese sentido, es hermosa lección de pudor que nos ofrecen Elvirita y Rufino. Él, que desde la ventana de su celda convocaba con silbidos a las gaviotas para sentirse más acompañado, y ella, que tuvo que buscar puntos y comas, pausas y agitaciones para construir un vínculo que sólo estaba en esas cartas, nos guían hacia un territorio donde la sutileza construye su propia gramática. Después, quizá, lleguen los cuerpos a encontrarse, pero ésa es otra historia. Nadie le da órdenes al amor. Cualquier normativa fracasa allí donde dos estén dispuestos a dar lugar a lo que la palabra ya horadó. “Con alas del amor pasé estos muros”, dice Romeo. Y no le falta razón. Porque el que ama vuela y tal como decían los griegos, el amor es invencible al combate. Mónica Viñao, en su maravillosa puesta en escena, nos señala que incluso en el medio de la desesperanza es posible hallar la esperanza. El que está vivo está vivo de deseo. La muerte es más simple: es la ausencia de deseo.
LA NACION