Nosotros, los de entonces

Nosotros, los de entonces

Por Eduardo Sacheri
Empiezo a escribir estas líneas a las ocho y veinte de la noche del miércoles 9 de julio de 2014, con la Argentina clasificada, otra vez, a la final de una Copa del Mundo. La familia y los amigos quedaron abajo, mirando las imágenes del postpartido. Ese momento de bienestar laxo, de sonrisas sin destinatario, en el que uno piensa que no necesita nada más que lo que ya tiene.
Subo a la terraza y entro en la habitación en la que escribo. Me suena pomposo denominarla “estudio”, o “escritorio”. Habitación de la terraza. Quedemos en eso. Desde acá arriba se escuchan los petardos y las bocinas. Todo Castelar está en la calle. Media Argentina debe estar en la misma. ¿Por qué no salgo yo también a sumarme a este festejo? ¿Por qué elijo quedarme acá, tecleando estas palabras?
Si alguien espera que desprecie esta alegría que me circunda, me temo que voy a defraudarlo. No se trata de ponerme en pose de intelectual distante. Nada de “no entiendo a cuento de qué tanta alegría”. Nada de “son una manga de giles que se dejan engañar”. No. El fútbol, para mí, no es un opio para los pueblos, ni un desborde del populacho analfabeto.
Y sostener eso que sostengo no implica, para mí, ignorar que el deporte, y el fútbol, pueden ser usados en esos sentidos lamentables. Pero la responsabilidad no es del fútbol, sino de quienes pretenden utilizarlo y de los pueblos que aceptan ser manipulados.
No creo que esta vez nos suceda. La alegría desenfrenada se convertirá en una paz agradecida que durará estos días. Hoy nos levantamos con toda la ansiedad del mundo. Y lo que pase con Alemania nos durará hasta el martes. Hasta el miércoles. Hasta el otro viernes.
Después seguirá la vida, que para eso son las fiestas. Para suspender por un rato la marcha de los días. Para invertir los roles. Para la breve victoria de los que pierden casi siempre. Para la volátil hermandad en la que nos encontramos entre nosotros, por encima o por debajo de esa tendencia a la facción que nos acompaña desde siempre.
Esta es la cuarta vez, desde que nací, en que la Argentina llega a la final de un Mundial. Esta es la cuarta vez en la que soy testigo de este regocijo callejero generalizado. Antes de hoy, 1990. Y antes de eso, 1986. Y antes de eso, nos guste o no nos guste, 1978.
En esa ocasión también me tocó escuchar el festejo desde adentro de mi casa silenciosa. No porque estuviésemos padeciendo persecuciones políticas. No. Nada de eso.
Nuestro sufrimiento era mucho más privado. Mi padre estaba muriéndose de cáncer (evitemos aquí el eufemismo ese de “una larga enfermedad” que significa siempre cáncer), y la alegría de las victorias nos duraba hasta el pitazo final de cada partido. Después las cosas volvían a ser lo que habían sido. ¿Hubiéramos salido a festejar, cándidos, ingenuos, acríticos, si en casa no hubiésemos tenido esa tragedia que nos pertenecía a nosotros solos? Probablemente sí, porque nuestro registro de lo que sucedía en el país era, como el de muchos, superficial y endeble.
El de 1986 fue un festejo que arrancó unos días antes. El domingo 22 de junio, para más datos. Esos cuartos de final contra Inglaterra, con todo lo que llevaba ese partido sobre sus espaldas, desató una semana inolvidable que culminó en la Plaza de Mayo, con la selección argentina asomada a los balcones que les prestó Raúl Alfonsín, quien -dicho sea de paso- tuvo la delicadeza y la hombría de bien de no subirse a esa fotografía.
En el Mundial de 1990 la locura se desató luego de la semifinal contra Italia. Después de unos penales que la Argentina no se merecía, porque había jugado estupendamente bien ese partido, aunque en los cinco anteriores lo había hecho redondamente mal.
Los argentinos, esa vez, demostraron que podían festejar y agradecer un segundo puesto. Claro que no hubo bocinas y petardos después del penal que convirtió Brehme. Pero sí hubo una multitud para acompañar al plantel argentino desde Ezeiza hasta la Casa de Gobierno. Es verdad que, en esa ocasión, el nuevo presidente, a diferencia del anterior, entendió que sí merecía compartir las luces de esa gloria.
Ha pasado mucho tiempo desde esa época en la que jugamos tres finales en el lapso de 12 años. Y creo que, como dice Neruda en aquel Poema 20, “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Me parece que somos más cínicos, menos crédulos, más críticos, menos maleables, más experimentados, menos inocentes. No sólo ha pasado mucha agua bajo el puente. Nos han pasado, a los argentinos, cosas mucho más fuertes que el agua.
Esta alegría nos acompañará unos días. Después las cosas volverán a su cauce. Y las personas a ocupar sus sitios. Y los problemas a incumbirnos. Pero no está mal que, por unos días, nos permitamos este módico carnaval. Que nos sintamos en el centro del mundo. Que festejemos y nos juntemos a gritar un poco. Que entonemos unos cuantos cantitos. Que nos reconozcamos unidos en algo tan profundo y tan fugaz como una victoria futbolera.
La fiesta durará, todavía. Hasta que los jugadores regresen de Brasil. Con la Copa o sin la Copa, pero después de jugar una final del mundo después de 24 años.
Es fútbol. Ni más ni menos. No nos cambiará la vida. Pero nos cambiará unos días. Nos cambiará porque el fútbol es el juego que más jugamos. El juego en el que, por detrás de todas nuestras inseguridades nacionales, sabemos que somos buenos. Muy buenos. De los mejores del mundo.
LA NACION