03 Jul Los ojos sobre Yrigoyen y Perón
Por Eduardo Anguita
El recuerdo de los dos presidentes populares del siglo XX tiene muchos puntos de contacto. Demasiados. El 3 de julio de 1933 moría Hipólito Yrigoyen. Al caudillo radical le faltaban nueve días para cumplir 81. El 1 de julio de 1974 moría Juan Domingo Perón. En algo más de tres meses, el líder justicialista hubiera festejado su cumpleaños 79. Ambos eran corpulentos y los dos estuvieron al frente de sendas fuerzas políticas organizadas en torno a su figura.
En el caso de Yrigoyen, sus seguidores eran los personalistas y en el de Perón, simplemente peronistas. Los restos de Yrigoyen y Perón fueron despedidos con un calor popular como pocas veces se registró en la historia de los hombres políticos del siglo pasado en la Argentina. Los dos encarnaron la lucha por las banderas nacionales y populares con maneras sencillas de definir los campos en pugna. El caudillo radical lo definió como la causa contra el régimen. El General lo hizo con el pueblo contra el antipueblo. Los dos eran muy estudiosos y austeros en sus costumbres, además venían de hogares sencillos. Yrigoyen era hijo de un hombre sin instrucción, cuidador de caballos, y él mismo se dedicó al engorde de ganado para financiar levantamientos, armados y no armados, contra los gobiernos oligárquicos que resistían la llegada del voto universal. Perón era hijo de un médico que se mudó a Lobos para regentear su propio campo, de modestas dimensiones. La vida austera de la milicia y los años de resistencia del movimiento también lo llevaron a impulsar la lucha clandestina contra gobiernos dictatoriales.
Los dos encarnaron las demandas de los sectores populares. Como muestra de sus estilos, Yrigoyen nunca asistía a las veladas del Colón y Perón directamente usó ese magnífico teatro de ópera para consagrar los diez derechos básicos de los trabajadores para celebrar el primer aniversario de su gobierno.
Yrigoyen no sólo expresaba a los estudiantes y profesionales de la Reforma Universitaria. Su base era la chusma, esa que había convertido la Casa Rosada en un avispero donde recalaban toda clase de postergados. Con Yrigoyen empiezan a tener derechos los que Juan Bialet Massé había registrado en el minucioso trabajo El estado de las clases obreras en la Argentina, que curiosamente había sido encargado por Julio Argentino Roca en su segunda presidencia, en 1904, cuando ya los anarquistas y socialistas peleaban para que los trabajadores salieran del oprobio.
En el caso de Perón, no solamente representó a los cabecitas negras, también fue la industria nacional y consolidó el rol del Estado en la economía como factor clave del desarrollo soberano.
Yrigoyen fue el impulsor de YPF, y lo derribó un golpe instigado por los intereses petroleros privados. El general Enrique Mosconi, genio y figura del petróleo nacional, se negó a seguir al frente de la petrolera estatal cuando el general José Félix Uriburu pretendió convertirlo en un panqueque. Mosconi, un latinoamericano de fuste, prefirió ayudar a Uruguay y a Bolivia a crear sus propias empresas petroleras de bandera. Perón consolidó YPF y le dio participación obrera. Además, la Constitución de 1949 logró lo que Yrigoyen no pudo respecto de la soberanía en los hidrocarburos y que fue la verdadera trama del golpe del 6 de septiembre de 1930, “con olor a petróleo”. El artículo 40 de aquella constitución decía: “Los minerales, las caídas de agua, los yacimientos de petróleo, de carbón y de gas, y las demás fuentes naturales de energía, con excepción de los vegetales, son propiedad imprescriptible e inalienable de la Nación, con la correspondiente participación en su producto que se convendrá con las provincias. Los servicios públicos pertenecen originariamente al Estado, y bajo ningún concepto podrán ser enajenados o concedidos para su explotación. Los que se hallaran en poder de particulares serán transferidos al Estado, mediante compra o expropiación con indemnización previa, cuando una ley nacional lo determine.”
Yrigoyen y Perón construyeron movimientos policlasistas y con vertientes políticas muy variadas. En el radicalismo tributaban dirigentes de origen mitrista, alsinista o roquista pero también infinidad de recién llegados a la política desde el llano. El caudillo radical armaba parroquias en cada pueblo o barrio. En el peronismo se congregaron cuadros políticos socialistas, laboristas, forjistas, radicales y comunistas. Con la participación de Evita y la dirigencia de la CGT, el nivel de encuadramiento logrado por el peronismo no tiene comparación posible.
Sin embargo, ambos líderes desistieron de dar pelea frontal a quienes los desalojaron por la fuerza de las armas. Cuando el general José Félix Uriburu encabezó el golpe del 30, el general Luis Dellepiane, mano derecha de Yrigoyen, había esbozado un plan de resistencia, pero el caudillo radical prefirió evitar el enfrentamiento pese a saber que luego vendría el escarnio, la cárcel, las mentiras sobre supuestos desfalcos. En el caso de Perón, el bombardeo a la Plaza de Mayo del 9 de junio de 1955 era el prólogo de la violencia que sobrevendría a cualquier resistencia a los golpistas del 16 de septiembre de ese año. Luego vendrían el exilio, la prohibición hasta de mencionar el nombre de Perón y de Evita o de cantar la marcha peronista. Sin embargo, Perón también eligió no dar batalla frontal.
Yrigoyen y Perón también pueden asemejarse en sus vacilaciones, en sus movimientos pendulares y en tomar decisiones en la soledad del poder. No sorprende que el caudillo radical haya insistido, ya desalojado del poder en reiterar “hay que rodear a Marcelo (Torcuato de Alvear), le falta apostolado, pero es radical”. Ese abogado de cuello duro y abolengo era quien quedaba al frente del gran movimiento popular una vez que la oligarquía retomaba las riendas del poder. Arturo Jauretche, que estuvo al lado de Yrigoyen cuando agonizaba, fue de los impulsores de FORJA, porque el radicalismo había elegido la componenda y se olvidaba de la carta póstuma de Leandro Alem cuando hablaba de “que se rompa pero no se doble”. Fue Perón quien habló, también con lenguaje popular de “desensillar hasta que aclare” para ver cómo rumbeaba el golpe de Juan Carlos Onganía a Arturo Illia.
Ni hablar de las zonas oscuras. Dellepiane había estado al frente de la violenta represión a la Semana Trágica así como el teniente coronel Benigno Varela había dirigido las matanzas de peones rurales en la Patagonia. Ambos fueron mandados por Yrigoyen. Y acaso Perón no fue quien aceptó que el comité de organización de su regreso estuviera integrado por la derecha peronista, incluyendo al coronel paramilitar Jorge Osinde. Con la salvedad de un integrante sobre cinco: Juan Manuel Abal Medina. Y en las cuentas pendientes del peronismo, no está acaso el amparo a José López Rega, artífice de la criminal Triple A. Se trata de un negacionismo dañino y que no sólo incluye a quienes formaron y forman parte de esos dos grandes movimientos. Pocas veces se escuchó a quienes tuvieron responsabilidades en las organizaciones revolucionarias –peronistas y no peronistas– de los setenta hacer un análisis crudo de los errores cometidos entre 1973 y 1976. Parece que siempre está presente la saña criminal de la antipatria para enjuagar las conductas propias y dejarlas en el plano de lo heroico o lo trágico.
Pero, claro, la falta de autocrítica entre los protagonistas e historiadores de las vertientes populares, sin embargo, se inscribe en un marco mayor: golpes de Estado que barrieron los derechos sociales y restauraron lo peor de la dependencia económica sin reparar en costos de vidas humanas. O, acaso, ¿la autoproclamada clase dirigente de empresarios, sacerdotes, jueces, académicos y políticos aristocráticos alguna vez reconoció haber planeado crímenes de Estado sistemáticos para afianzar el modelo socialmente regresivo y económicamente entreguista?
DESDE HOY
Sería injusto creer que cualquier visita al pasado reciente está despojada de las sensaciones del presente. La política y la historia se dan la mano y se traicionan cada vez que cualquier cronista pega un salto cronológico impiadoso. Pero la Argentina recorre tres décadas continuas de democracia formal. Incluso hasta reformó su Constitución con un acuerdo entre las cúpulas del peronismo y el radicalismo. El país asistió y es todavía protagonista de una política de Estado para juzgar los crímenes de lesa humanidad y hacer cierto el Nunca más. Sin embargo, categorías como la causa o el pueblo no alcanzan a tener potencia en el escenario actual. El ambiente, más bien, parece haberse deslizado hacia la búsqueda de soluciones inmediatas, provengan de la heterodoxia o de la ortodoxia, pero todas sean recetas moderadas y contemplativas. Un escenario conocido. Una oposición sin liderazgo que quiere dañar a un gobierno en su último tramo. Un gobierno que prefiere no tomar una decisión cuando una causa de corrupción lo sacude. No es que la parcialidad política sea nimia. Y menos que la honestidad sea un valor pequeño. Pero el escenario de la dependencia de los grandes grupos económicos transnacionales es un tema mucho mayor. Encima, con el dramatismo de los fondos buitre. Es más fácil discutir si tienen razón los que hablan sólo de Amado Boudou o los que prefieren no mencionarlo. Mucho más difícil es empezar a debatir cómo lograr compromisos para que todos los actores, sindicales, empresarios, políticos y de todo orden tengan una agenda común y se encuentren caminos para que haya inversión de argentinos en la Argentina, para crear empleo genuino, para desarrollar una industria nativa más autónoma de los intereses multinacionales y el campo se encamine a una producción agropecuaria diversificada.
Seguramente ese debate es poner en la trama lo que está siempre por encima y por el costado de la política: los intereses sectoriales y las ambiciones personales. Por eso, desde el hoy, vale la pena recordar y valorar a dos grandes próceres del siglo XX como Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón.
TIEMPO ARGENTINO