09 Jul Las jornadas de la Declaración de Independencia, según Paul Groussac
El 9 de julio de 1816 el Congreso General Constituyente reunido en la ciudad de Tucumán declaró la Independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Pero las luchas continuaron y debieron transcurrir más de ocho años -hasta el triunfo patriota en la batalla de Ayacucho, el 9 de diciembre de 1824- para que la independencia de América del Sur quedara sellada para siempre.
Sin embargo, los festejos por la emancipación comenzaron al día siguiente de declararse la independencia. Para recordarlos hemos seleccionado un fragmento sobre aquellas jornadas escrito por Paul Groussac y publicado 1920.
Por Paul Groussac
El martes 9 de julio, hubo sesión ordinaria, en la que se dio lectura de la nota anterior y se puso término al largo debate sobre sistema de votación, promovido por el diputado Anchorena. A las 2 de la tarde el acto magno se inició. Era un día “claro y hermoso”, según el extracto de un manuscrito todavía en poder de la familia Aráoz; un público numeroso, en que por primera vez se confundían “nobleza y plebe”, llenaba el salón y las galerías adyacentes.
A moción del doctor Sánchez de Bustamante, diputado por Jujuy, se dio prioridad al proyecto de “deliberación sobre libertad e independencia del país”. No hubo discusión. A la pregunta formulada en alta voz por el secretario Paso: Si querían que las Provincias de la Unión fuesen una nación libre e independiente de los reyes de España, los diputados contestaron con una sola aclamación, que se trasmitió como repercutido trueno al público apiñado desde las galerías y patio hasta la calle.
Después, se tomó el voto individual, que resultó unánime, labrándose entre tanto el acta inmortal, a la que sólo falta la firma del diputado Corro, ausente en comisión. No hubo ese día otra manifestación pública, dejándose para el siguiente las fiestas anunciadas.
Desde la mañana del 10, reprodujéronse con mayor júbilo y pompa las ceremonias del día de la instalación. A las 9 de la mañana, los diputados y autoridades, reunidos en la casa congresal, se dirigieron en cuerpo al templo de San Francisco, encabezando el séquito el Director Supremo, Pueyrredón, entre el presidente Laprida y el gobernador Aráoz. A lo largo de las tres cuadras que median hasta la iglesia, formaban doble hilera las tropas de la guarnición. En la plaza mayor, todavía libre de columnas o pirámides, hormigueaba el pueblo endomingado:
artesanos de chambergo y chaqueta, paisanos de botas y poncho al hombro, cholas emperifolladas, de vincha encarnada y trenza suelta, luciendo, entre los ojos de azabache y el bronce de la tez, su deslumbrante dentadura. No se encontraba un solo “decente”, estando todos sin excepción en el cortejo oficial; pero sí una que otra niña rebozada que, ligera como perdiz y remolcando a la chinita de la alfombra, se apuraba hacia el convento, enseñando sin querer -o queriendo- bajo la breve falda de seda, las cintas del zapatito cruzadas sobre el tobillo. En cada esquina se estacionaban grupos de gauchos a caballo, fumando su cigarro de chala, apoyado sobre el muslo el cabo del rebenque.
Después de la misa solemne y del sermón, predicado por el doctor Castro Barros, la comitiva salió en el mismo orden, entre salvas y músicas, dirigiéndose a casa del gobernador Aráoz, donde se celebró (por estar en poder de los organizadores del baile el salón congresal) una breve sesión para conferir al Director Supremo el grado de brigadier, y nombrar a Belgrano general en jefe del Ejército del Perú, en reemplazo de Rondeau, tan desprestigiado después de la derrota de Sipe-Sipe, como el mismo Belgrano después de Ayohuma. Esa misma tarde, Pueyrredón se ponía en camino para Córdoba, donde llegó el 15 (habiendo recorrido en menos de cinco días aquel trayecto de 150 leguas de posta, lo que es, sin duda, un bonito andar); allí, antes de seguir viaje a Buenos Aires, tuvo con San Martín, que vino expresa y secretamente de Mendoza, la memorable entrevista de dos días que decidió de la campaña de Chile, y acaso de la independencia sudamericana.
El baile del 10 de julio, quedó legendario en Tucumán. ¡Cuántas veces me han referido sus grandezas mis viejos amigos de uno y otro sexo, que habían sido testigos y actores de la inolvidable función! De tantas referencias sobrepuestas, sólo conservo en la imaginación un tumulto y revoltijo de luces y armonías, guirnaldas de flores y emblemas patrióticos, manchas brillantes u oscuras de uniformes y casacas, faldas y faldones en pleno vuelo, vagas visiones de parejas enlazadas, en un alegre bullicio de voces, risas, jirones de frases perdidas que cubrían la delgada orquesta de fortepiano y violín. Héroes y heroínas se destacaban del relato según quien fuera el relator. Escuchando a doña Gertrudis Zavalía, parecía que llenaran el salón el simpático general Belgrano, los coroneles Álvarez y López, los dos talentosos secretarios del congreso, el decidor Juan José Paso y el hacedor Serrano… Oyendo a don Arcadio Talavera, aquello resultaba un baile blanco, de puras niñas imberbes, como él decía. Y desfilaban ante mi vista interior, en film algo confuso, todas las beldades de sesenta años atrás: Cornelia Muñecas, Teresa Gramajo y su prima Juana Rosa, que fue “decidida” de San Martín; la seductora y seducida Dolores Helguera, a cuyos pies rejuveneció el vencedor de Tucumán, hallando a su lado tanto sosiego y consuelo, como tormento con madame Pichegru…
Pero en un punto concordaban las crónicas sexagenarias, y era en proclamar reina y corona de la fiesta, a aquella deliciosa Lucía Aráoz, alegre y dorada como un rayo de sol, a quien toda la población rendía culto, habiéndole adherido la cariñosa divisa de “rubia de la patria”. Para que nada le faltara, había de convertirse, poco después, en Iris de paz entre los partidos airados: Capuletos y Montescos de tierra adentro, que, como dije alguna vez, hicieron poesía sin saberlo, al lograr que Lucía, venciendo íntimas resistencias, concediera su blanca mano al gobernador Javier López, hasta entonces enemigo mortal de los Aráoz.
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