Fantasmas en la máquina

Fantasmas en la máquina

Por Hernán Ferreirós
A fines de junio, se dio a conocer la noticia de que un programa de computadora que pretendía ser un chico de 13 años llamado Eugene logró pasar el test de Turing, la prueba ideada por el matemático inglés Alan Turing para identificar, mediante una serie de preguntas sencillas, una inteligencia similar a la humana. Este evento, sumado a otros como la exitosa aparición de Siri, el asistente virtual del iPhone, y otras aplicaciones similares, indica que en los últimos tiempos el interés por las inteligencias artificiales se disparó. Después de todo, ¿cuánto valen un Siri o un Google que realmente entiendan lo que uno quiere?
Los creadores de ficciones detectaron esta tendencia y, en poco tiempo, empezaron a repoblarlas de inteligencias artificiales: recientemente en televisión, se estrenaron Intelligence, sobre un agente de la CIA que puede conectarse a la Web en todo momento gracias a un chip en el cerebro, y Almost Human, sobre una pareja de policías del futuro integrada por un humano y un robot (cuyo guión, reconozcámoslo, no pasaba un test de Turing).
Al cine, en tanto, llegaron Ella, claramente inspirada en Siri, y ahora Transcendence: identidad virtual (debut como realizador de Wally Pfister, director de fotografía de Christopher Nolan), con Johnny Depp como el primer hombre cuya conciencia es subida a una computadora.

FUERA DE LA MATRIZ
La primera aparición de máquinas pensantes sucede en la novela satírica de Samuel Butler Erawhon publicada en 1872. En el mundo real, hubo que esperar hasta 1950 para que Alan Turing se preguntara en un paper científico si una máquina podía pensar. Turing no sólo sentó las bases teóricas para la computadora actual, sino que fue uno de los principales responsables del triunfo aliado en la Segunda Guerra, ya que logró descifrar el código Enigma, la clave criptográfica usada por los alemanes. A pesar de todo, no terminó sus días como un héroe.
El escritor norteamericano David Leavitt narra en su excelente biografía que, sin ser un militante, Turing consideraba que no había razón para mantener en secreto su identidad homosexual. El mundo no tardó en corregirlo. En 1952 fue acusado de “ultraje a la moral pública” y condenado a una castración química: durante un año recibió inyecciones de estrógeno que deformaron su cuerpo y lo arrojaron a una depresión. Dos años después de haber sido condenado, a los 42, se suicidó reproduciendo su escena favorita de Blancanieves: mordió una manzana envenenada con cianuro. Hay quien piensa que el logo de Apple es un homenaje cifrado a quien fue el creador de las computadores (en realidad, esto fue desmentido, pero la leyenda merece perdurar).
Turing consideraba que su condena era producto de la hipocresía de su tiempo, pero también un intento (exitoso) de desacreditar sus ideas. La noción de que la humanidad pudiera crear inteligencia era una afrenta para el poder religioso, ya que no dejaba mucho lugar para Dios, y también para el mundo secular, ya que el hombre no sólo ya no era el centro del universo, no sólo venía de un primate, sino que ni siquiera le tocaba ser el único ente pensante de la creación. Era demasiado. La antipatía que genera la idea de la inteligencia artificial tiene su correlato en su tratamiento en la ficción: siempre es una amenaza, siempre es siniestra, lo otro de lo humano que puede provocar su destrucción.

MR. ROBOTO
La inteligencia artificial recién se vuelve el tema de una ficción en la década del 20, en la pieza teatral RUR, del escritor checo Karel Capek. La obra es célebre además porque introdujo la palabra “robot” (derivada del checo “robota”: trabajo forzado). Estos robots pioneros no son mecánicos, sino creados con un protoplasma sintético e indistinguibles de un humano. En estas características quedan establecidas las coordenadas para la representación de inteligencias artificiales durante el resto del siglo: se muestran como idénticas (en su psicología, en su fisiología o en ambas) al humano para luego revelar una alteridad siniestra; de su aparente identidad surge algo que es ominoso, amenazante y ajeno.
Esa tensión entre lo humano y lo no humano lleva a una lucha que, algunas veces, se da en el interior de la máquina, y la mayoría, en el exterior y bajo la forma de la traición o la rebelión. Tal es el tema de RUR: los robots, creados para servir en condiciones de explotación, se enfrentan a la humanidad y toman el poder, un eco evidente de la revolución bolchevique que había sucedido apenas tres años antes de su estreno y una advertencia sobre los riesgos del industrialismo que haría del hombre un esclavo de la máquina.
Los mismos tópicos cruzan a la IA más célebre de la primera mitad del siglo XX: María, la doble robótica de la protagonista de Metrópolis (Fritz Lang, 1927), que bajo su piel blanca oculta elegantes y macabros rasgos art deco. Esta nueva María instiga a los obreros agobiados por un trabajo mecanizado y alienante a la sedición para volverla contra los propios intereses de los rebeldes porque responde al patrón explotador. En la visión un poco estrábica de la guionista Thea von Harbou (que se afilió al partido nazi en 1932), la revolución serviría al statu quo, ya que el bienestar no se alcanza gracias a la lucha, sino al acuerdo entre las clases (el patrón es “la cabeza”, los obreros son “las manos”). Aun bajo diferentes signos ideológicos, en ambos relatos el robot es el otro que canaliza los temores de las primeras décadas del siglo XX, ya sea la deshumanización ante el trabajo industrial o la sublevación de la clase obrera.

GUERREROS FRÍOS
En las décadas siguientes, la amenaza evolucionaría hacia un otro aún más siniestro: el enemigo, gracias a su capacidad mimética, ahora está infiltrado entre nosotros sin que lo sepamos. ¿Qué mejor que un ser artificial o un alienígena para representarlo? Buena parte de la ciencia ficción de los años de la Guerra Fría usa este argumento paranoico.
La inteligencia artificial más famosa del cine, la computadora HAL 9000 de 2001, odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968), participa de este clima de época, ya que se vuelve una amenaza para los tripulantes de la nave Discovery cuando empieza a creer que su existencia está en riesgo. El tópico sigue siendo la identidad y diferencia entre la IA y lo humano: HAL muestra su moralidad como idéntica a la de los tripulantes, pero tras este “rostro humano” hay un asesino. La paranoia de HAL hace que esta película sobre el insondable lugar del hombre en el universo reserve una mirada a los conflictos políticos del momento (en 2010, secuela dirigida por Peter Hyams, el conflicto entre los dos bloques se hace explícito, ya que trata de una misión conjunta entre yanquis y soviéticos).
El tema de la Guerra Fría que 2001 desarrolla con intención metafórica en el espacio en otros films se da de manera literal sobre la Tierra. La olvidada Colossus, el proyecto prohibido (Joseph Sargent, 1970) plantea la fusión de una supercomputadora norteamericana con su par rusa. El resultado es una IA que decide que para garantizar su supervivencia debe obliterar a la humanidad. Un dilema similar aparece en Juegos de guerra (John Badham, 1983), cuyo mensaje es que si una supercomputadora nos desafía a un juego llamado “Guerra Termonuclear Global” es mejor decir que no.

1984 AL CUADRADO
La Guerra Fría llevó a la pantalla la admonición contra el Estado totalitario, representado muchas veces en la ciencia ficción como el control total de la sociedad por las máquinas. De manera irónica, el tema aparece en Alphaville (Jean Luc Godard, 1965), que de modo muy original no sólo fusiona CF y film noir, sino que presenta una ciudad futura ubicada en una galaxia muy lejana y absolutamente idéntica a la París de 1965. Pero con una diferencia: está controlada por el cerebro electrónico Alpha 60, que no puede sentir y, por lo tanto, prohíbe cualquier emoción. Alpha 60, paradójicamente, sólo habla con las palabras de un poeta: casi todos sus monólogos están tomados de ensayos de Otras inquisiciones, de Borges.
El tema del control total por las computadoras sobrevivió a la Guerra Fría. Skynet es la red global de máquinas que asumió el dominio del mundo luego de que se volviera consciente y arrasara con la humanidad en Terminator (James Cameron, 1984) y sus secuelas. El mismo problema enfrenta el género humano en The Matrix (Andy y Lana Wachowski, 1999), en la que la tensión entre la identidad y diferencia de la IA se lleva al extremo: aquí la “matriz” es una réplica exacta del mundo humano, que oculta uno monstruoso. Una píldora roja pone en marcha la cadena de acontecimientos que conduce al protagonista a la realidad y a nosotros a dos espantosas secuelas.

EL TERCER MILENIO: YO, ROBOT
Recientemente, el tema sufrió una inversión: las IA ya no encierran un secreto, una diferencia siniestra, sino que el espanto proviene del descubrimiento de que esa diferencia está en la humanidad: en Oblivion, el tiempo del olvido (Joseph Kosinski, 2013) y en Moon (Duncan Jones, 2009) las IA reemplazaron a los hombres por clones que ignoran su propia naturaleza.
El film Inteligencia Artificial (Steven Spielberg, 2001), paradójicamente, no trata de una máquina que piensa, sino de una que siente y desea. Esto plantea una nueva paradoja: ¿una emoción artificial es una emoción? El protagonista es un chico mecánico que ama a su “madre” y desea ser amado por ella. Para lograrlo decide que, como Pinocho, debe dejar de ser un artificio y volverse humano.
Finalmente, la tensión entre humano/no humano también se ubica en el centro de Transcendence: identidad virtual, ya que juega con las lealtades de los personajes (y las nuestras) al no definir la naturaleza de su protagonista: ¿es un humano “subido como un MP3” a una computadora o una recreación de la IA, que tiene sus propios fines? Este film es el reverso de Ella (Spike Jonze, 2013), en el que la IA era una conciencia benévola que enamora a un hombre solitario. Aquí es una mujer solitaria la enamorada de una conciencia que no define hasta el final si es o no benévola. En este film, como en las series mencionadas al comienzo, se esboza una resolución de la oposición entre humano/no humano en la síntesis de lo poshumano: la fusión del hombre con la máquina. Las inteligencias artificiales están dejando de ser lo otro para empezar a ser nosotros mismos.
LA NACION