23 Jul En la infancia se define el destino
Por Hernán Iglesias Illa
Se acaba de publicar en Estados Unidos un libro que empezó a escribirse en 1939. Aquel año, un grupo de investigadores eligió a 268 estudiantes de la Universidad de Harvard con el objetivo de seguirlos de cerca, entrevistarlos cada dos o tres años y ver cómo les iba en la vida. Lo que más les interesaba a los investigadores era algo que estaba de moda en aquella época: querían ver cómo se relacionaba el aspecto físico de una persona con su éxito posterior.
El proyecto atravesó todas las modas intelectuales: de la eugenesia inicial (lo más influyente es el aspecto físico) pasó por la sociología (lo más importante es la clase social) y la psiquiatría (lo más importante es la estabilidad emocional), que es donde más o menos está ahora. Cuando le preguntan a George Vaillant, el psiquiatra a cargo del proyecto desde 1966, cuál es la mejor manera de predecir una vida plena y exitosa, responde: “Lo más importante es haber tenido una infancia con amor y cariño”.
Vaillant pasó buena parte de las últimas décadas viajando por Estados Unidos y el resto del mundo entrevistando a sus sujetos, que le contaban sus divorcios, sus problemas con el alcohol, la frustración de una vida profesional exasperante, la ansiedad por el tiempo perdido. Con estos relatos, el proyecto -llamado Proyecto Grant, en honor al millonario que lo financió en sus primeros años- fue alejándose de la ciencia y acercándose, casi, a la literatura. En Triumphs of Experience (Triunfos de la experiencia), su libro nuevo, Vaillant prefiere contar las historias anónimas de estos hombres, que están cumpliendo o ya cumplieron -los que quedan vivos- 90 años.
Cuatro de los miembros del grupo fueron candidatos a senador. Uno llegó a gobernador. Y otro, el más famoso, a presidente: John F. Kennedy, asesinado en 1963. El segundo famoso es Ben Bradlee, el legendario editor de The Washington Post durante el escándalo de Watergate. De los demás se sabe poco: en las páginas del libro de Vaillant, los tipos cuentan sus vidas comunes y corrientes (con excepción de la nada común experiencia de haber estudiado en Harvard), sus éxitos y sus fracasos, sus ambiciones y resignaciones. Cada historia es distinta, pero casi todas se parecen en algo: a medida que se hicieron mayores, estos hombres (son todos varones) se fueron sintiendo más conformes y en paz con sus vidas, a pesar de los errores y las malas noticias. “La buena noticia es que con el tiempo mejoramos, no empeoramos”, dice Vaillant.
Cuando nos hacemos más grandes, la fuente de bienestar no es ni la clase social de nuestros padres ni la plata que ganamos. “Lo que más asociado está con el bienestar -escribe Vaillant- es haber tenido un entorno cálido en la niñez.”
Si la infancia es tan importante -y otros estudios, en otros campos, muestran conclusiones similares-, ¿no debería ser una prioridad de la sociedad (o del Estado) favorecer la mayor cantidad de infancias “cálidas” posible? De alguna manera ya lo es, pero en un marco más bien práctico (guarderías) o de igualdad de oportunidades (educación pública). En el sentido de Valliant, pregunto, ¿podría o debería el Estado ponerse a construir ciudadanos estables o maduros que sean afectuosos y ecuánimes con la gente que tienen alrededor? Probablemente no sabría cómo hacerlo, y no está claro que el Estado deba o pueda ayudarnos en nuestras vidas privadas. Pero desde un punto de vista de políticas públicas, un programa de Infancia Universal Cariñosa (IUC) seguramente nos ahorraría, como sociedad, muchos dolores de cabeza.
LA NACION