El curriculum vitae de Muriel Spark

El curriculum vitae de Muriel Spark

Por Mónica Otttino
Parece que los escritores y artistas anglófonos de fuste y mérito van a vivir a Italia: los Browning, los Shelley, lord Byron, Henry James (el más inglés de los americanos) y su amiga Edith Wharton, la escultora Barbara Hepworth, instalada en Florencia sólo para estudiar la obra de Masaccio en la Iglesia del Carmen, y tantos, tantos otros. Muriel Spark (1918-2006) habrá obtenido este beneficio gracias a una deidad lectora de buenas novelas. Después de un paso por Roma, se instaló en Civitella della Chiana, en las cercanías de Arezzo, en el que sería su hogar durante más de veinte años activos y en apariencia felices. Dame Muriel Spark murió el 13 de abril de 2006 en una clínica de Florencia.
Nacida en Edimburgo como Muriel Sarah Camberg, era hija de un ingeniero, miembro de una familia judía de origen escocés. Su madre, Sarah Uezzell, en cambio, era inglesa, con su correspondiente acento y peculiaridades, no muy apreciadas por la clase media baja a la que los Camberg pertenecían, para bochorno de la muy joven y vulnerable Muriel. En Curri
culum vitae, su autobiografía, ella manifiesta terror a que ciertos aspectos de su vida no sean correctamente relatados por biógrafos y periodistas y que sus opiniones y puntos de vista traicionen la cuestionable “veracidad” con la que se puede emprender el relato de la vida ajena y aun de la propia. Dice: “La verdad por sí misma tiene su propia belleza y en un trabajo biográfico debe ser respetada”. Para provecho y beneficio de la Universidad de Strathclyde en Glasgow, a la que fue cedido su archivo, Muriel Spark hizo ordenado acopio de documentos de valor diverso, con la extraña aspiración de enfrentar con una verdad de papel a quien arriesgara una versión mendaz, aunque fuera ponderativa, de su obra o de su vida. Su madre pertenecía a una familia de pequeños comerciantes y, como el personaje de Michael Caine en la obra teatral Sleuth, los Uezzell vivían, como comentaba muy venenosamente el aristócrata representado por Lawrence Olivier, al costado y atrás de su tienda de Ramos Generales, en Watford, Inglaterra. Sin embargo, los Camberg pasaban con ellos sus vacaciones y de una manera u otra lograban acomodarse y sentirse felices.
La joven Muriel se benefició con una excelente y añeja costumbre escocesa de las clases pudientes: donar fortunas para la fundación de escuelas. La educación “causaba asombro y admiración y la idea escocesa consistía en no privar a nadie de ese privilegio”. Así llegó Muriel a la James Gillespie School for Girls. Gillespie había sido un comerciante de rapé, muerto a fines del siglo XVIII y fundador de la escuela que donó, en la que por doce años Mr. Camberg pagó una suma razonable y su hija fue, finalmente, becada. El fundador había sido un presbiteriano de la Iglesia Escocesa, pero existía una gran apertura religiosa y aunque entre las alumnas predominaban las clásicas variantes del protestantismo, se mezclaban con judías, católicas y hasta con una niña que practicaba el hinduismo.
De ese ambiente de libertad surgió la maestra que, hacia los doce años de Muriel, inspiraría, en el futuro, un gran personaje: la compleja solterona de La plenitud de la señorita Brodie, parecida, según la autora, a tantas mujeres escocesas, llenas de inquietudes artísticas, bríos políticos y valientes viajeras. Jean Brodie traía de sus viajes láminas del Giotto, acostumbraba a sus alumnas a escuchar la mejor música en las peores butacas y trataba de transmitirles su entusiasmo por una Italia de comienzos de la década del 30, en la que Mussolini había puesto orden y dado trabajo a sus connacionales. Hasta Hitler para Miss Brodie era, por el momento, admirable. Miss Brodie es expulsada, no por sus affaires o semi-affaires con otros profesores, sino por una denuncia, ya en época de guerra, sobre sus preferencias políticas. Por cierto, la traición surge de la más confiable de sus discípulas.
La plenitud de la señorita Brodie fue llevada al cine. Maggie Smith logró con ella el Oscar de 1969 al mejor protagónico femenino y fue candidata al Globo de Oro por el mismo personaje. La versión teatral, menos exitosa (1968), fue presentada en Broadway; Zoe Caldwell ganó un Premio Tony por su Miss Brodie.
Al dejar el colegio, Muriel descubrió el verdadero costo de la educación y que debía encarar muy pronto su lucha por la vida. Dio clases en un colegio, consiguió, por un complejo intercambio, una buena formación como secretaria y logró un empleo en los duros comienzos de la década del 30, cuando en Edimburgo pululaban los veteranos de la Gran Guerra, míseros, baldados, haciendo colas desesperanzadas, mezclados con los idle (la versión escocesa de los desocupados).
Consiguió trabajos y para su placer, una empresa le encargó sus textos; fue entonces cuando, con esa capacidad de adaptación que fue una de sus grandes cualidades, despojó su manera “literaria”, abundante y barroca, para limpiar su prosa de todo abalorio y hacerla directa, seca, nada sentimental, como lo fueron sus poemas, cuentos y novelas, de allí en adelante.
Compró un gramófono para escuchar música con su padre y tantos libros como su presupuesto le permitía. Adoraba ir al cine, en especial para ver a Greta Garbo y al Hitchcock de 39 escalones. Hacia 1935 surgieron en Escocia los Penguin paperbacks, de bajo costo; gracias a ellos conoció a André Maurois y a su Ariel, sobre la vida de Shelley. Con el tiempo, retomaría el tema en su Child of Light
(“Hija de la luz”), luego revisado y reeditado como Mary Shelley.
Miss Brodie, o su versión real, habrá aplaudido la actividad de Sir Oswald Mosley, aristócrata y fascista inglés y de otros miembros de la nobleza, tal vez engañados o desanimados por los conflictos políticos y sindicales en el Reino Unido de esos años de entreguerras. Pero la entonces Miss Camberg, de sólo dieciocho años, quería ver mundo, y la posibilidad de hacerlo se llamó Sidney O. Spark, un maestro a punto de partir hacia Rhodesia del Sur. Fue “una desastrosa elección” y un hombre con problemas mentales. La ilusión de vivir en un gran continente y la promesa de poder escribir liberada de trabajos domésticos la decidieron. Partió hacia Ciudad del Cabo, desde donde, ya que era menor de edad, un tutor designado la llevaría a Salisbury (hoy Harare).
Por entonces, Rhodesia tenía su propio parlamento de blancos y un gobernador, representante del rey de Inglaterra. Calculó Muriel Spark que para 1937 convivían 55.000 blancos y más de 1.500.000 de nativos. Instalada en una pequeña ciudad, Fort Victoria, lamentó no haber sabido por entonces que Doris Lessing vivía no demasiado lejos. Sólo la conocería muchos años después y en distintas circunstancias. Mr. Spark se manifestó como un hombre alternadamente deprimido o furioso, que cambiaba de lugar de trabajo con alarmante frecuencia. Fue entonces cuando Muriel, embarazada, recibió la seria proposición marital de abortar. Ante su negativa, la relación empeoró y Robin Spark, nacería en 1938 en Bulawayo.
El matrimonio se había quebrado y sólo el ofrecimiento de Camberg de pagar los gastos del divorcio logró laboriosamente la libertad de Muriel. Ella consiguió trabajo y pudo sobrevivir, con el deseo de abandonar un continente que alimentaría magistralmente su prosa pero que le desagradaba y donde se sintió muy sola y desdichada. Declarada la guerra en 1939, todo viaje de retorno a Europa era impensable. Sólo su perseverancia y su suerte le permitieron acceder a una cucheta en un transporte militar. Robin quedó a cargo de unas monjas católicas, con el proyecto de volver a Edimburgo a la casa de sus abuelos maternos, quienes lo criarían, cuando la situación mejorara.
Asombra que en lugar de buscar la relativa seguridad de Edimburgo, Muriel haya decidido quedarse en Londres “para ver la guerra”. El “trabajo de guerra”, no importaba cual fuese, era obligatorio para toda mujer menor de 45 años, sin impedimentos graves. Ya avanzado el año 1944, por pura suerte o gracias a su “inteligencia natural” a la que alude con gran frescura, ella consiguió un puesto que dependía del Foreign Office: se trataba de una organización que, por medio de una frecuencia radiofónica que se oía claramente en toda Alemania, fingiendo ser admiradores de Hitler, urdían elaboradas mentiras basadas en datos ciertos para socavar la confianza del pueblo alemán en sus ya discutibles “ídolos”. El grupo, dirigido por Sefton Delmer, contaba con la ayuda, entre otros intelectuales y escritores, de Ian Fleming. Delmer había nacido en Alemania, era hijo de un profesor de inglés y usaba como locutores a prisioneros de guerra, ilusionados con obtener la ciudadanía inglesa cuando terminara la guerra, y a judíos escapados. Ésos eran los falsos “Ottos” y “Kurts”, aterrados de ser reconocidos y de las consecuencias que podría acarrear a sus familias alemanas, si los escuchaba un funcionario demasiado sutil. Podía ocurrir que un crédulo periodista aliadófilo tomara por buenas las “verdades” de esa radio y que Delmer y su gente se “leyera” en un diario inglés, para gran regocijo de los impostores.
Robin volvió de África con su padre y, según lo planeado, pasó al cuidado de los Camberg. Muriel Spark estaba viviendo su vida y acercándose a su destino literario. Su trabajo la había puesto en contacto con escritores y The Poetry Society la contrató, ya en plena posguerra, como editora rentada de su
Poetry Review. Le prometieron el uso de un departamento, propiedad de la Sociedad, y pese a que no tenía en gran estima literaria a muchos miembros de ese grupo, ella aceptó por el aliciente de una buena vivienda que jamás obtuvo. Se vio, en cambio, inmersa en una red de intrigas y versiones calumniosas sobre su pasado, oprimida por la vanidad de algunos “poetastros” que deseaban ver sus nombres en la tapa de la revista y comprar privilegios obteniendo publicidades y donaciones. Para complicar más su vida, al menos en cierto aspecto, Muriel Spark era joven y bonita, y tenía amigos como Sir Eugen Millington Drake, ex Ministro inglés en Uruguay, y su mujer, Lady Effie, que la llevaban con frecuencia al teatro, lo que provocaba celos y sospechas.
Hacia 1951, en colaboración con Derek Stanford, publicó Tribute to Wordsworth. La escritura a cuatro manos resultó muy irritante para dos escritores ya definidos en sus estilos: Stanford , lujoso y barroco; Spark, económica y laboriosamente “simple”. Resolvieron en consecuencia que, para una próxima colaboración, repartirían los temas; así lo hiceron en Emily Brontë: Her
Life and Work (1953)(“Emily Bronte: su vida y su obra”), en que Muriel Spark se ocupa de la biografía y Stanford de la crítica literaria. Ambos, ya producido el ingreso de Spark en el catolicismo romano (1953) y el abandono de su formación anglicana, editaron y seleccionaron las cartas de John Henry Newman (1957). Para entonces, tanto Evelyn Waugh como Graham Greene, notorios conversos y buenos amigos, apoyaron esa decisión.
En 1954, luego de un período de profunda pobreza, mala alimentación y consumo de dexedrina para aplacar el hambre, atacada por graves alucinaciones, tuvo una experiencia que se expresa en The Comforters (1957), en recuerdo del libro de Job, en el que éste, sometido a todo tipo de dolores físicos y anímicos, recibe el consuelo reluctante, soberbio y dañino de sus supuestos amigos. En el libro, una escritora católica, la joven Caroline Rose, comienza a oír una máquina de escribir que transcribe en voz alta sus pensamientos; su novio, posibles futuros suegros y amigos en general resultan ser una mediocre compañía en esta crisis: está tan sola como Job. El personaje de Spark sólo puede esperar la misericordia divina.
En 1959 escribió Memento mori, una novela regocijante sobre el temor a la muerte de un elegante grupo de ancianos que reciben llamadas telefónicas que sólo dicen: “Recuerda que debes morir”, una obviedad según la opinión de una de las ancianas, que comenta “que lo irritante es envejecer. Mucho mejor es ser viejo”. Los numerosos entierros que animan la vida social del grupo les permiten observarse entre sí con temible malignidad: tal amigo “está hecho una ruina pese a no tener más de 75 años. Pensar que el muy desgraciado le arrastraba el ala a mi mujer…”
Spark fue además una eximia cuentista, como demuestra la colección de The Go
away Bird (“El pájaro del adiós”), con cuentos ubicados en su período africano, y algunos de terrible ironía, como “The Black Madonna” (“La Virgen Negra”), en que una pareja blanca y estéril enfrenta, por una complicada humorada genética, el milagroso nacimiento de una niñita negra, que terminan por dar en adopción. Sus cuentos completos fueron publicados en 2001.
Hacia 1968, una próspera Muriel Spark pasó a vivir en Roma y luego en Toscana. Jamás rehízo su vínculo con su hijo y optó por la muy comentada compañía de Penélope Jardine. Robin Spark, tal vez en una rara forma de competencia filial, se convirtió en judío ortodoxo y no asistió a los funerales de su madre. Entre sus obras, son también destacables
The Mandelbaum Gate, novela ambientada en Medio Oriente, y la necesaria ofrenda teatral de casi todos los narradores: una pieza titulada Doctors of Philosophy (1963), que fue bastante exitosa. El esfuerzo por escribir teatro para quien estaba hecha para la narrativa es notorio y a veces infortunado; amaba sin límites escribir y leer poesía. Poco antes de enfermarse estaba escribiendo The Finishing
School, una novela llena de sarcasmo sobre el difícil y peligroso arte de enseñar.
Políticamente fue laborista en su juventud y luego, una “anarquista persuadida de que los políticos sólo quieren manejarnos mientras alimentan una marcada pasión por la cleptomanía”.
Muriel Spark, que recibió entre otros premios el T. S. Eliot (1992) y el Golden Pen por su contribución a la literatura (1998), renunció a la comodidad de ser una judía herida, una católica conversa fastidiosa e insolente, una escocesa chauvinista o una feminista profesional. No fue un ejemplo para nadie ni se lo propuso, pero su laboriosidad, su autoestima más allá de la opinión ajena, el coraje de vivir a su modo y su escritura bastan y sobran para provocar admiración e invitar a su lectura.
LA NACION