14 Jul Contra el miedo, contra la violencia
Por Juan Cruz
Fue en la Feria del Libro de Guadalajara, en México, donde el Nobel Mario Vargas Llosa y el escritor israelí David Grossman montaron un muro de palabras contra la intolerancia y contra el miedo. Fue en el mes de diciembre de 2013 y constituyó uno de los encuentros más emocionantes entre los que ha presenciado y escuchado este cronista. En primer plano, el conflicto entre Israel y Palestina; en el fondo de las palabras, la ambición por cambiar la realidad, por acercar la paz. En la realidad pegajosa, la evidencia de que sin palabras los hombres no se entenderán jamás.
David Grossman es de estatura regular, pelirrojo; es mucho más tímido que Vargas Llosa, se conduce como si quisiera pasar desapercibido, sonriente pero también reconcentrado; cuida de que no le roben el tiempo, de modo que en medio de las multitudes desaparece a cumplir con la conciencia de su escritura, que luego es (léase La vida entera ) ficción basada en su propia vida, o al menos en la vida de los que viven con él en Israel.
Vargas Llosa vive, desde antes del Premio Nobel de Literatura, rodeado de admiradores que lo asaltan en cada esquina; en aquella feria tan poblada era como una estrella de rock; pero, como su amigo israelí, él también se busca, en medio de las aglomeraciones, su propio tiempo, estudia, escribe y lee en cualquier lugar donde se encuentre, y jamás ha dejado de cultivar hacia adentro una vocación que no ha conocido desmayo. En algún momento de su vida, cuando asumió su ambición política, también mostró evidencias de la soledad del hombre cuando su responsabilidad pública lo aleja de ese temblor al que conduce la vocación literaria.
Grossman, que es un héroe involuntario en su país, al que unos quieren y otros detestan, en la ciudad mexicana era un hombre que agradecía el anonimato que vivía en aquellos pasillos atestados. Ya en el estrado su timidez se rompió en mil pedazos y su diálogo con Vargas Llosa fue de un impresionante vigor; el maestro peruano lo secundó; ambos crearon un espacio en el que la literatura y la realidad se explicaron mutuamente. Entre los dos estaban levantando un muro, y al final los aplausos prolongados, y apasionados, coronaron un diálogo que parecía un programa de lucha contra las violencias de las que se habló en ambos discursos.
Grossman vive en Israel en medio del fuego de varias intolerancias, y tiene en su biografía una herida terrible: la muerte de su hijo soldado en combate. Su discurso personal no difiere del discurso literario o periodístico, afirmado en sus habituales colaboraciones en la prensa: esa violencia sólo acabará reconociendo los derechos de los palestinos a existir, y a la vez exige que unos y otros acaben la interminable espiral de odio que ha hecho que algunos dirigentes árabes (el anterior presidente iraní, por ejemplo) haya deseado en público la destrucción de Israel.
Vargas Llosa, por su parte, ha escrito (en este diario, en sus declaraciones públicas) poniendo en evidencia posiciones parecidas; él mismo vivió, en otro tiempo, en su propio país y en América Latina, el latigazo de la violencia política, y se enfrentó a ella corriendo riesgos personales (cuando mandaba en su país el dictador Fujimori).
Con ese bagaje, los dos se subieron al estrado del Salón Juan Rulfo de aquella feria para decirle al público lo que marca su compromiso como escritores.
Es habitual en la Feria de Guadalajara, pero aquí, en este encuentro Vargas-Grossman, el silencio del público parecía de oro. Al final del diálogo se rompió ese silencio y se convirtió en una ovación en la que no había sólo reconocimiento literario sino también acuerdo o solidaridad, esperanza de que aquello que se decía en el estrado se convirtiera algún día en realidad en el azotado Medio Oriente del mundo; fue cuando Grossman, que tuvo la palabra final, dijo esto:
“Hay una última cosa que quiero decir. Es muy popular la idea de que tenemos que despreciar el sionismo. Para mí el sionismo terminó cuando se creó Israel; entonces se convirtió en israelismo. Pero la idea del sionismo, de la gente que estuvo regada por el mundo durante 1800 años y no tenía una lengua común, ésa es para mí una de las grandes ideas de la humanidad. El hebreo sólo se usaba para el Shabat y los textos sagrados; el hecho de que estas personas pudieran reunirse después de ese tormentoso pasado y después del Holocausto, de que pudieran venir a Israel y crear su cultura, su agricultura, que pudieran revivir el lenguaje, la industria, la tecnología y también el ejército que tanto criticamos (que no es sólo el ejército de ocupación sino también el que nos ha mantenido allí)?, eso significa para mí el fin del sionismo?”
“El problema empezó -prosiguió tranquilo y firme el autor de La vida entera- cuando ignoramos que en la tierra de Israel había otras personas. Y el error más grande, agravado después de la Guerra de los Seis Días, donde comenzamos debilitados y resurgimos como un gran imperio, fue empezar a glorificarnos, como si el poder nos perteneciera. Terminamos creando toda una clase de teorías y justificaciones para ir ocupando territorios, y empezamos a denigrar a los palestinos y a sentirnos superiores a ellos”.
Eran dos escritores civiles en el estrado, y aquel auditorio representaba, eso me pareció a mí, el lugar de encuentro de esas palabras, que habían comenzado siendo una autocrítica de un ciudadano de Israel sobre la acción de su Gobierno. Lo dice allí, lo decía en Guadalajara: “Yo critico a Israel cuando debe ser criticado, critico al Gobierno que durante tantos años ha sido incapaz de llegar a una mesa de negociaciones”. Pero, como decía Julio Cortázar, no se culpe a nadie? en particular. Durante años, convino Grossman, los palestinos han servido a la derecha israelí “usando el terror suicida o lanzando misiles de Gaza a Israel”. Israel es también culpable “porque tenemos más fuerza y más campo para llevar a cabo las negociaciones, y debemos hacer uso de esa fuerza? Si no tenemos el coraje y no somos fuertes o generosos en nuestras iniciativas, no tendremos paz”.
No hablaba Grossman como el intelectual disidente situado en la torre de marfil; la historia lo ha golpeado a él también; su ficción es ahora, y quizá lo fue siempre, el espejo de su propia realidad; en ese libro tan impresionante, La vida entera , que escribía antes de que su hijo muriera en la guerra, es un trasunto de ese drama, y había sido escrito con el aliento del que teme que esa ficción se convirtiera en realidad, que fue lo que sucedió. En uno de sus libros, Grossman dice: “Muchas veces no sé por qué ciertas cosas vividas se me convierten en estímulos tan poderosos -casi en exigencias fatídicas- para inventar a partir de él las historias fatídicas”. Y es que, dice también, “cuando la muerte golpea se rompen todas las reglas”.
Porque la literatura de ambos nace de la realidad y la trasciende. Vargas Llosa fue un diapasón poderoso del diálogo sobre lo que hace la vida para hacerse escritura. Contó el Nobel, recorriendo el mundo de sus primeras influencias, lo que decía Sartre sobre lo que podía conseguir la literatura: “Escribiendo se puede cambiar el mundo”, o al menos enmendar la realidad, “corregirla o empeorarla?”
Explicó Vargas Llosa lo que siente ahora: “Yo sé que esas ideas hoy en día son obsoletas, sé que muchos de los escritores jóvenes piensan que el escritor debe escribir, que la responsabilidad que tiene el escritor debe ser cumplir con su propia vocación, y es una pretensión absurda la de escribir un poema o una novela para cambiar el mundo; eso no ha ocurrido y eso no va a ocurrir?” Pero lo que ocurre en Israel y lo que pasa en América Latina, por ejemplo, sí mantienen en parte vigentes aquellas ideas de Sartre o las ideas de Albert Camus sobre el compromiso de la literatura? Y ahí está la vida (y la obra, sobre todo) de Grossman para atestiguarlo. “Tápate los oídos”, le dijo Vargas a su colega, antes de dedicarle este elogio:
“David es un gran escritor, La vida entera es una extraordinaria novela, de las grandes novelas modernas, no sólo por su calidad sino también por su cantidad; todo lo que hay en esa novela nos conmueve profundamente, no sólo por su construcción moderna e inteligente, sino también porque tiene sus raíces profundamente enclavadas en una problemática real, contemporánea, que está desgarrando aún a una sociedad, al mismo tiempo que vamos leyendo su reflejo en la historia”.
No está solo Grossman; Abraham B. Yehoshua, Amos Oz, otros escritores israelíes mantienen igual compromiso, “pero en ningún caso”, constató Vargas Llosa, “con la continuidad y la valentía, y el heroísmo discreto también, de David Grossman”.
Pero Grossman hubiera querido decir, ha dicho él muchas veces, que es tan sólo un constructor de ficciones, no el intérprete herido de una situación que dura ya una eternidad que se parece al infierno. Escribió Grossman: “Tantas cosas preciosas, tantos momentos íntimos se pierden a causa del miedo y la violencia? Es tanta la energía que, en vez de dedicarse a la creación y al pensamiento, se destina a la destrucción y a la muerte -o a tratarse de defender de una y de otra- ? A veces tengo la sensación de que la mayor parte de las energías se dedican a conservar lo que ya existe. Si no llega la paz, me temo que todos nos iremos convirtiendo en una especie de armadura en la que ya no quedará dentro ningún caballero”.
Pero la paz está lejos, y esa presencia de su lejanía es un dolor al que se refiere la escritura de Grossman como si fuera una prolongación de una advertencia de Bertolt Brecht, que él utiliza como un argumento de su melancolía: “Cuando la muerte golpea se rompen todas las reglas”, y la muerte golpea, a él, por ejemplo, y tan en primera persona. Después de esa muerte, la muerte de su hijo, inmediatamente después, sus convicciones sobre lo que debía hacer Israel para alcanzar la paz respetando a los palestinos siguieron intactas; ahí reside esa estatura de “héroe discreto” que le adjudicaba Mario Vargas Llosa ante el auditorio mexicano.
En ese ámbito en el que la literatura y la realidad se confunden adquieren especial relevancia algunas apelaciones de Vargas Llosa al oficio de su vocación: “Inventar historias y contarlas a otros -ha dicho- es ante todo una manera discreta, en apariencia inofensiva, de insubordinarse contra la realidad real?” Eso lo dice el escritor peruano en una carta de batalla por la ficción, La verdad de las mentiras , su compilación de grandes obras maestras en cuyo prólogo de 1989 escribió también: “Las novelas mienten [?], pero ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es? Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos -ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros- quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar -tramposamente- ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. En el embrión de toda novela bulle una inconformidad, late un deseo”.
“Todas las novelas”, decía Vargas Llosa en aquel libro esencial en la historia de sus lecturas, “rehacen la realidad -embelleciéndola o empeorándola? Nos ofrecen una perspectiva que la vida verdadera, en la que estamos inmersos, siempre nos niega.”
La ficción nos completa; en el caso de Grossman, la ficción subraya la realidad verdadera, la muestra como una pesadilla que sería insoportable si no se pudiera escribir. Esa actitud le hizo decir a Vargas Llosa en el encuentro de Guadalajara: “También la literatura es una manera de enfrentarse a la injusticia, al fanatismo, a la intolerancia, y conciliar la justicia, la verdad con la fantasía y la invención. He criticado muy profundamente a Israel respecto a muchos temas, pero creo que siempre lo he hecho desde una solidaridad profunda. [?] Creo que la situación ahora en Israel es muy difícil; hay un sector mayoritario que se ha vuelto muy intransigente respecto al problema palestino, pero hay una parte de la sociedad israelí, que encarna muy bien David Grossman, que nos garantiza que esa idea de la libertad en Israel estará siempre viva, porque tendrá defensores permanentes, intolerantes tan solo con la negación de la libertad”.
Allí está Grossman, “es el único lugar del mundo donde no me siento extranjero”. “Nací en Israel -explicó en Guadalajara- y he vivido toda mi vida en Israel, es mi lugar y no quiero estar fuera de él? Nuestro presidente Shimon Peres y el gran escritor Amos Oz dijeron que aman Israel incluso cuando lo odian. Es el único lugar en la tierra donde yo, como judío, no me siento extranjero. Es un lugar con el que los judíos han soñado por muchas generaciones, durante casi dos mil años. Israel no es sólo un país, es una familia en la que pueden pasar muchas cosas, en una familia hay quienes son de derecha y quienes son de centro, como en mi propia familia, y quiero estar ahí porque este lugar es relevante para mí, incluso, cuando me atormenta”.
Su materia es la palabra, su deseo es la paz. ¿Y qué ha de ocurrir para que haya paz? Esto le escuché a Grossman: “Creo que los palestinos deben tener su propio país libre, independiente y soberano. Tienen que tener privilegios, no ya como palestinos, sino como seres humanos. Yo les deseo una vida normal, que no sean humillados, que no sientan la invasión; si yo estuviera invadido mi vida sería tormentosa. Definitivamente, no puedo tolerar que invadamos a diario sus vidas, les deseo que puedan criar a sus hijos sin miedo, sin la sombra de la ocupación. Y les digo que mientras sigamos ocupando la vida de otras personas, habrá siempre una sombra sobre nosotros. Y es su derecho, tienen derecho a decidir sobre su futuro, su destino, y de construir su propia sociedad y su cultura? Para mí como judío, tener paz con los palestinos me va a permitir por primera vez en miles de años tener un hogar. Israel ahora mismo, y me duele aceptarlo, no es un hogar para mí. Las fronteras de mi país han cambiado tantas veces que ya no lo es. Es como vivir en una casa con paredes móviles y donde la tierra tiembla cada cierto tiempo. Tener paz nos va a permitir por primera vez tener esa sensación de pertenecer a un hogar, de echar raíces en un lugar, nuestro lugar. No debemos ser extraños o extranjeros”.
Fue el principio de un largo monólogo que la gente escuchaba en el auditorio como si ese mundo acolchado de las ferias se hubiera roto y Grossman hablara, junto a su colega Vargas Llosa, en medio de una plaza grande, en un mundo que cree aún que se pueden romper los tiempos de la sociedad sorda. Entre los dos levantaron un muro contra la intolerancia y dejaron ver en él, gracias a las palabras, una rendija de paz.
LA NACION