18 Jul A 100 años de las Meditaciones de Ortega y Gasset
Por Enrique Aguilar y Roberto Aras
El 21 de julio de 1914 se publicó la primera edición de las Meditaciones del Quijote, de José Ortega y Gasset, una obra tan programática como inconclusa desde que prometía ser continuada en sucesivos ensayos luego parcialmente abandonados. El autor era por entonces un joven filósofo que había coronado sus estudios en Alemania y que impartía clases en la Escuela Superior del Magisterio y en la Universidad de Madrid, donde obtuvo la cátedra de Metafísica contando apenas veintisiete años.
Hasta la fecha, la producción escrita de Ortega se había desplegado en numerosos ensayos culturales y políticos publicados, entre otros medios, en El Imparcial, diario fundado en 1862 por su abuelo Eduardo Gasset y Artime. Sin embargo, su aspiración más profunda consistía en alentar una transformación radical de la mentalidad española con ánimo de disponerla a asimilar el progreso y la ciencia que florecían en otros rincones del continente (“España es el problema y Europa la solución”, decía uno de sus lemas más consagrados). El tercer centenario del Quijote se convertía, así, en ocasión propicia para revisar el ideario español a la luz de un programa pedagógico que implicara un cambio en la “manera de ver” el mundo y, en consecuencia, de intervenir sobre él, en términos que no excluían la modernidad y que venían a terciar en el combate de la vida con la razón al que por esos mismos años incitaba Don Miguel de Unamuno. El método elegido por Ortega sería el de las “salvaciones”: unos ensayos de “amor intelectual” que, sin excluir la crítica, pretendían elevar “a la plenitud de su significado” materias de diversa índole, pero referidas todas a esa realidad circundante que constituía “la otra mitad” de su persona y de la que debía, por tanto, hacerse cargo. De ahí la fórmula tan divulgada: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”.
El positivismo y el empirismo reinantes a comienzos de siglo habían convertido a la utilidad en un punto de vista excluyente para valorar la acción; a ello respondía Ortega pidiendo “teoría”, contemplación amorosa de lo que se abre a la mirada para conocerlo en su intimidad y proyectar desde allí sus posibilidades. A este propósito, el neokantismo de sus maestros de Marburgo tampoco parecía suficiente para superar una visión excesivamente estrecha de la razón y un imperativo del “deber ser” construido de espaldas a la realidad; sólo la fenomenología que asomaba en Alemania con las investigaciones de Husserl le daría a Ortega el instrumental necesario para poner manos a la obra. Las cosas mismas tenían ahora algo que decirnos; no era el “yo” quien las suplantaba con los productos de la conciencia. Para ello debíamos buscar el sentido oculto en su intimidad valiéndonos de un órgano adecuado, el concepto, pero sin que ello supusiera desechar “la carne de las cosas” que nuestras impresiones nos muestran. Es que la razón, para Ortega, no podía ni tenía que sustituir a la vida. Antes bien, debía ponerse al servicio de la vida, hacerse “razón vital” y no razón pura, razón legisladora.
La renovación de la cultura española implicaba, por consiguiente, un gesto de heroísmo. Negación de una realidad caduca, por un lado; afirmación de una nueva, por otro. Por eso Ortega dijo también de sus Meditaciones que eran “experimentos de nueva España”: la búsqueda de una España enriquecida con la superación de viejos antagonismos y que mediante una labor de comprensión (un “leer pensativo” que es leer “lo de dentro”) planteaba avanzar quijotescamente, con voluntad de aventura, desde la dimensión filosófica a la regeneración nacional con la ayuda de logrados recursos metafóricos, como la referencia a la naturaleza misteriosa del bosque que nos invita, para ser visto, a “abrir algo más que los ojos”, o bien el comentario a la escena del retablo de Maese Pedro, que nos llama a distinguir nuevamente entre la realidad o la materialidad de las cosas y ese ámbito donde la imaginación actúa para comprenderlas y transformarlas.
Lo dicho explica el rechazo de Ortega a un patriotismo sin perspectiva ni jerarquías que venía, desde hacía siglos, desviando de su trayectoria ideal a una España atrapada en la superstición de un pasado del que sólo podían liberarla hombres decididos a “cantar a la inversa” la leyenda de su historia y a no contentarse con la realidad. Precisamente uno de esos hombres había sido Cervantes, quien representaba la mayor experiencia de plenitud española. En su estilo, en su manera de acercarse a las cosas, veía Ortega la indicación más precisa para despertar a una nueva vida y recobrar el rumbo de España.
La obra de Cervantes, en efecto, señalaba la dirección superadora del sensualismo castizo al integrarlo con la reflexión y la meditación, con el “fulgor de mediodía” que caracterizaba a Europa. Como escribió Pedro Cerezo Galán: “Frente al monopolio casticista de una tradición momificada, opone Ortega su resuelta voluntad de reabrir la historia de España desde la realización de su posibilidad”. Una labor que este párrafo de las Meditaciones resume quizá mejor que ningún otro: “No me obliguéis a ser sólo español, si español sólo significa para vosotros hombre de la costa reverberante. No metáis en mis entrañas guerras civiles; no azucéis al íbero que va en mí con sus ásperas, hirsutas pasiones contra el blondo germano, meditativo y sentimental, que alienta en la zona crepuscular de mi alma. Yo aspiro a poner paz entre mis hombres interiores y los empujo hacia una colaboración”.
Es opinión extendida que las Meditaciones del Quijote (junto a la conferencia “Vieja y nueva política”, pronunciada en Madrid en marzo del mismo año), es una obra determinante a la hora de conocer las razones del liderazgo generacional que Ortega ejerció desde entonces. Más allá del contexto inmediato en que se inscribieron y de su notoria repercusión, creemos además que las Meditaciones contienen muchas enseñanzas reveladoras para nuestro presente y una filosofía todavía no explorada del todo en nuestros ámbitos. Estas pocas líneas no tienen, pues, otra intención que la de invitar a volver sobre esa filosofía y sobre un pensamiento en torno al quijotismo que una tarde de primavera, en las proximidades de El Escorial, salió al encuentro de un joven español, ansioso de claridad.
LA NACION