Una historia más, antes de que llegue el fin del mundo

Una historia más, antes de que llegue el fin del mundo

Por Martín Rodríguez Yebra
Imagine que es de noche y de fondo suena una canción amarga de José Alfredo Jiménez. Pida un whisky. Apoye el codo en la barra. El hombre de al lado le dice que se viene el fin del mundo. No tema. Primero le contará una historia, muchas historias; la historia de él y la de una época que en apariencia se termina. Todo lo demás puede esperar.
Sumergirse en Especies en extinción (Tusquets), el nuevo volumen de memorias de Juan Cruz Ruiz, es sentarse en ese bar a oír la voz de un sobreviviente, un testigo que se resiste a aceptar sin más que a los dos oficios a los que se entregó con pasión desgarrada en los últimos cuarenta años, el periodismo y la edición literaria, los espere irremediablemente la guadaña de la muerte.
Los recuerdos fluyen en zigzag al correr de las páginas; un remolino de anécdotas, lecciones, frustraciones, sentimientos e imágenes que revelan la cara íntima de las celebridades del mundo literario con las que Juan Cruz lidió como director de Alfaguara y como periodista de El País, el diario al que entró en 1976. En su galería de historias se entrecruzan Gabriel García Márquez, Günter Grass, J. K. Rowling, Mario Vargas Llosa, Rafael Alberti, José Saramago, Tomás Eloy Martínez, José Manuel Caballero Bonald, Arturo Pérez- Reverte, Antonio Muñoz Molina, Orhan Pamuk… La lista no se acaba nunca. A algunos los ayudó (o los sufrió) como editor, a otros los entrevistó como reportero y con casi todos compartió su amistad como colega.
A través de la vida de los otros, Juan Cruz deja entrever la suya y da testimonio de cómo era el mundo hace 20 años, antes de que existiera un gigante llamado Amazon capaz de convertirse primero en el verdugo de las librerías y después comprarse el Washington Post como si fuera un juguete nuevo.
Especies en extinción no se queda en el ejercicio nostálgico, que desde ya lo es. Más bien emerge como la crónica de la escena literaria en idioma español de las últimas tres décadas, bajo la mirada reflexiva de uno de sus protagonistas: un hombre que al mismo tiempo registra los cambios dramáticos que atraviesa la profesión que ejerce hasta cuando duerme: el periodismo. “El fin del mundo llegará cuando las editoriales desaparezcan y cuando no haya periódicos”, proclama, a modo de advertencia, al empezar el viaje.
Que nadie espere aquí el impacto de revelaciones escandalosas y “ajustes de cuentas”, tan habituales en los libros de memorias. Juan Cruz se mueve con cautela y respeto entre las grandes estrellas del universo de las letras, a las que muestra con sus virtudes y debilidades, con sus vanidades al viento, sus inseguridades. Los disecciona como si fuera un observador lejano, aunque detrás de cada episodio está él, en definitiva el verdadero eje de esta historia.
Así por ejemplo resalta la descripción de un García Márquez otoñal, golpeado ya por la enfermedad que le roba la memoria. Es, según Juan Cruz, “el Gabo más auténtico, despojado de ego, ausente de su propia importancia”. El mismo que escuchaba abstraído a sus invitados en Cartagena de Indias mientras hablaban de la muerte de Tomás Eloy Martínez y volvió de su nube para sentenciar: “Era el mejor de todos nosotros. Era nuestro cuate”. O que se comporta como un anciano solícito que se ofrece a su mujer, Mercedes Barcha, para ayudar con la casa y ella lo manda a pedir hielo por teléfono.
De sus viajes a Cartagena, Juan Cruz rescata la negociación fallida para reunir después de cuarenta años de enemistad a García Márquez con Vargas Llosa, una operación ideada por el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince. Los dos premios Nobel, símbolos del boom latinoamericano, estaban en la misma ciudad y a pocos metros de distancia. Sólo había que convencer a Vargas Llosa de que se cruzara hasta el restaurante donde comía García Márquez con un grupo de amigos, que habían aprobado la maniobra. Pero el peruano se negó: no le parecía “pertinente ni posible” aparentar una reconciliación cuando su antiguo amigo tal vez no pudiera entender la importancia del momento.
Los recuerdos de Juan Cruz nos llevan por las capitales de la literatura iberoamericana; del Caribe a Madrid, de allí a México D. F., a Guadalajara, a Buenos Aires. Él aparece aquí y allá, a veces en abierto desafío a la ley física que impide estar en dos sitios a la vez. Las calles porteñas son el escenario de varios capítulos del libro. Entre el relato melancólico y entrañable de las últimas tertulias con Tomás Eloy Martínez tomando té en su casa, Juan Cruz describe una entrevista de aires surrealistas con María Kodama. Siempre dispuesto a agradar de entrada a sus interlocutores para que la charla fluya con naturalidad, el periodista le contó que una vez Borges, ya ciego, le había explicado durante un paseo por Madrid cuánto le gustaba ver los colores, el amarillo sobre todo. Kodama lo interrumpió con algo parecido a un reproche. Ese diálogo no podía ser real, le advirtió: “Yo jamás dejé solo a Borges”.
En su faceta de entrevistador para El País, Juan Cruz se encontró con una sorpresa el día en que conoció a J. K. Rowling, la creadora de Harry Potter. “Es la escritora más triste que he conocido. Hablaba como si estuviera bajo el peso de un mundo del que quería desaparecer”, la describe en el capítulo que dedica a la cita que tuvieron en Edimburgo: esperaba una diva distante y descubrió que la autora más exitosa del planeta era una mujer recluida en sus miedos.
A Saramago lo entrevistó por enésima vez cerca del final de su vida. Había sido su editor y se consideraba su amigo. “Para ser grande hay que ser entero”, le dijo el escritor portugués en ese diálogo que Especies en extinción reproduce completo. Compartían el amor profundo por las islas Canarias, tierra natal de Juan Cruz y adoptiva de Saramago.
Saramago brilla en esos días definitivos en Lanzarote, el momento en que intuye la muerte. “Cuando se despidió con un hasta mañana supimos que aquella era su última metáfora”, recuerda Juan Cruz.
Esa nostalgia por los que ya no están reaparece, recurrente, en un relato que se propone anclar el tiempo, evitar los ocasos que se presumen inevitables. Aquí se mezclan las tardes de charlas en Madrid con Rafael Alberti, ya cerca de los cien años y dispuesto a vivir hasta el último suspiro. Decía el poeta: “Yo quiero morir así, mientras converso, como si una mano me llevara volando”. Allá, la dolorosa muerte de su amigo Mario Benedetti, de quien conserva los anteojos que le devolvió inesperadamente el dueño de un bar al que habían ido juntos en la capital española.
Los autores que Juan Cruz guió en sus años de Alfaguara se exhiben con sus genialidades, sus egos inmensos, sus miedos. De Pérez-Reverte, que vende libros como nadie, recuerda sus “cabreos” con El País, el diario del grupo Prisa, dueño también de Alfaguara. Siempre sintió que lo ninguneaban y lo desfavorecían con la crítica. La diplomacia de Juan Cruz evitó más de una vez su huida hacia una de las tantas editoriales que lo recibirían con un cheque en blanco. El valenciano Manuel Vicent advertía en el tono de voz del editor todos los registros, como si siempre creyera que su entrega no valía la pena. Otros, como el peruano Santiago Roncagliolo, parecían obsesionados por disfrutar de la celebridad que da el éxito.
“Yo entendía que mi trabajo era cuidarlos, darles buenas noticias, ocuparme de ellos, aunque quizás ni me lo pidieran, ni lo necesitaran y pecara de ser pesado. Me convertí en un intervencionista de su ánimo”, cuenta Juan Cruz sobre los días en Alfaguara. Es un oficio ingrato, en el que el cariño y la ambición se superponen a menudo de manera imprevista. Michael Korda, célebre editor de Simon & Schuster, lo marcó con un consejo: “Aunque sus libros sean triviales, insulsos, fusilados de otros libros o francamente malos, ésa no es su opinión: sus libros son lo más importante de sus vidas. Y tú tienes que tratarlos teniendo en cuenta eso”. También le reveló la importancia de aprender a decir no, rápido y sin vacilaciones.
No es la única estrella de la industria que descubre sus secretos. Peter Mayer, el cerebro detrás de Penguin, cuenta su rutina de leer todos los días The New York Times en busca de cuatro o cinco historias de la vida real que pudieran convertirse en libros: después sólo hace falta encontrar el autor indicado.

Entre recuerdos y anécdotas se suceden las peleas personales, a veces de dimensiones mitológicas, entre grandes escritores. A la mundialmente famosa (aunque hermética en las causas) entre Vargas Llosa y García Márquez, se le suceden episodios de la que enfrentó a Abad Faciolince con Fernando Vallejos o la ruptura entre Carlos Fuentes y Octavio Paz. Los dos genios mexicanos estaban tan enemistados que no se hablaban ni cuando se cruzaban en el consultorio del dentista que atendía a ambos.
La literatura se funde con la vida privada de Juan Cruz. A diferencia de su anterior volumen de memorias (Egos revueltos), en Especies en extinción el autor bucea en su intimidad, reflexiona sobre sus amores, sus pasiones, sus miedos, mientras su vida se transforma a la par de los dos adorados oficios. Así atrapa al lector con el relato de la reconciliación con su mujer, Pilar, precipitado por el robo de su equipaje de mano en el aeropuerto de Barajas cuando se disponía a viajar a Dinamarca a pasar unas vacaciones, invitado por Günter Grass. Aquel suceso inesperado lo convenció de cambiar abruptamente de rumbo; en vez de volar a Escandinavia partió hacia las Canarias, a donde siempre está volviendo. Ya tendría tiempo de compensar más adelante al Nobel alemán con un jamón de pata negra: al recibirlo, se alegró como un niño y se puso a bailar con el regalo como si fuera una guitarra.
Juan Cruz llegó a Alfaguara en 1992 y empezó a querer irse cinco años después, cuando la editorial había recuperado un lugar de liderazgo en el mercado iberoamericano. En ese lapso soñó con descubrir un nuevo boom latinoamericano, con autores como Alberto Fuguet, Juan Villoro o Alejandro Zambra. Se reveló imposible: “El boom estuvo basado en la amistad, la solidaridad generacional y también algo que existía en aquel tiempo: la esperanza que se puso en la creación literaria”. Ese espíritu ya no estaba. Lo mismo ocurrió con la generación de escritores españoles surgidos en los años 80: Muñoz Molina, Javier Marías, Almudena Grandes, Julio Llamazares…
Atesoró una lista de triunfos, como rescatar a Julio Cortázar del olvido al que lo condenaban los libreros españoles. O el fichaje de Vargas Llosa, que un día se le presentó deseoso de publicar en Alfaguara: venía de un largo periplo por la Argentina y había quedado fascinado por cómo los libros de la editorial de Prisa se destacaban en las librerías de Buenos Aires y de otras ciudades del interior.
Pero Juan Cruz ansiaba regresar a El País. Se había ido al mundo editorial, reflexiona, como un enviado especial que iba a ver cómo se vivía del otro lado. Consiguió regresar en 2005 después de una larga escala como jefe de una oficina de ayuda a los autores que Alfaguara creó a su medida. La mañana en que entró de nuevo en la redacción del diario madrileño (con una camisa blanca, porque según sus recuerdos así se vestían todos los redactores y jefes en los lejanos días de su fundación) Juan Cruz se encontró con que el hábitat que él conocía había cambiado. Los periodistas trabajaban sin ruido, abstraídos delante de las pantallas, conectados a todas horas a Internet. El oficio ya no se ejercía a los gritos. Cuando se acercó a uno de los jefes a ofrecerse para que le encargaran un artículo, la respuesta lo dejó de piedra: “Mándame un mail”.
¿Sobrevivirán los diarios; quedará el viejo periodismo sepultado por la crisis de un modelo de producción, amenazado por tecnologías que paradójicamente fomentan la sobredosis informativa? Juan Cruz no se queda quieto. Mientras ejerce el oficio todos los días en El País, recorre el mundo en busca de periodistas ejemplares que puedan echar luz sobre el futuro de la profesión y del negocio. El célebre director de La Repubblica, Eugenio Scalfari, lo sorprendió con su ironía ácida cuando un grupo de alumnos le mostró un artículo en el que especialistas alemanes pronosticaban que el fin de los diarios en papel llegaría en 2018. Respondió: “¿Dice a qué hora?”. Recuerda también al veterano periodista francés Jean Daniel que, levantando en el aire un ejemplar bien flaquito de Le Monde, pronosticó: “Un día esto será un suplemento en papel de un periódico en Internet”.
Lo que más alarma a Juan Cruz es el estado de ánimo de los periodistas ante las predicciones de catástrofe que se amontonan a la hora de imaginar el porvenir. Se niega a resignarse al apocalipsis tan anunciado y al mismo tiempo evita escudarse en una esperanza romántica e irreflexiva. Es cierto que se siente tentado a desafiar a los agoreros, pero admite el final de un modo de entender y hacer el periodismo, del mismo modo que ocurre en la industria editorial. “Nos engañan: el papel no morirá o por lo menos tardarán mucho en encontrar su cadáver”, advierte. El optimismo no tapa la amargura de su relato de la crisis económica que sufre El País, cuyo símbolo más patente fue el proceso que terminó en el despido de ciento veintinueve periodistas, a finales del año pasado.
“Escribo para detener el tiempo”, anuncia el periodista/editor/escritor canario al desnudar sus intenciones. Pero el tiempo no se detiene y él va detrás, empeñado en convencernos de que los oficios en los que vuelca su talento tendrán siempre una vida más
LA NACION