20 Jun Una excursión a la península de los naufragios
Por Carlos W. Albertoni
Aquella noche de invierno el temporal era apocalíptico. El Duquesa de Albany, un velero inglés de tres palos, había empezado a sacudirse de forma espasmódica y las olas embestían contra su casco. Según coinciden distintos relatos históricos, toda la tripulación había salido a cubierta para tratar de enderezar el ya anárquico rumbo cuando la nave golpeó contra unas enormes rocas. Entonces, el cielo negro se volvió rojo mientras un incendio incontrolable se apoderaba del Duquesa de Albany y el capitán daba al fin la orden de abandonar el velero.
Gobernados apenas por la premura, los navegantes se lanzaron a la playa salvadora y treparon a lo alto de un barranco desde el que contemplaron la lenta agonía del barco, hasta que el fuego se extinguió bajo la lluvia. Un instante después empezó a amanecer en las costas traicioneras de esa península perdida en el sur de la Tierra.
Pasaron más de 120 años de aquel naufragio, ocurrido un 13 de julio de 1893. Despedazados por el tiempo y las mareas, los restos del Duquesa de Albany siguen en las arenas de la península Mitre, territorio inhóspito del extremo sudoriental de la isla Grande de Tierra del Fuego. Allí, entre vientos y pastos ralos habitan unos pocos baquianos solitarios que se refugian del clima impiadoso en los remedos de estancias abandonadas, y juntan con ayuda de sus perros fieles al ganado cimarrón. En esa soledad desmedida proliferan los fantasmas de historias y tragedias como la del velero inglés, cuya tripulación de 27 hombres se salvó por completo a excepción de un marinero perdido para siempre en la península.
A pesar del paso de los siglos, la península Mitre sigue siendo un sitio casi tan inaccesible como en la época de aquel naufragio. No hay caminos, por lo que la única forma de llegar allí es a caballo o en helicóptero. Las cabalgatas son duras, suelen seguir una huella orillada a la costa que desaparece con la pleamar y demandan un mínimo de diez días para completar el recorrido por toda la zona. Los helicópteros parten de Ushuaia, la ciudad más austral del territorio fueguino, y siguen un itinerario de casi cinco horas sobrevolando el litoral peninsular, que en el norte bordea las aguas del océano Atlántico y en el sur, las del Canal de Beagle. El viaje, que incluye algunos aterrizajes, llega en ocasiones hasta la mismísima frontera oriental de Mitre, donde una corta franja de mar la separa de la legendaria isla de los Estados, con el Faro del Fin del Mundo inmortalizado por Julio Verne en una de sus más célebres novelas.
CONTRA VIENTO Y NIEBLA
Roberto Valdés tiene 41 años y vive en Ushuaia desde que se mudó allí con toda su familia, hace más de tres décadas. Apasionado del aire, es piloto y trabaja para Heliushuaia, empresa que vuela hacia la península Mitre en helicópteros Robinson 44, de cuatro plazas. Valdés lleva a cabo los viajes a Mitre todo el año, aunque en el invierno el clima puede resultar muy adverso. “Los bancos de niebla espesa, las lluvias y los vientos fuertes son factores de riesgo, por eso hay que estar permanentemente informado sobre las condiciones. Península Mitre es un lugar muy desolado, sin posibilidades de reaprovisionamiento de combustible, por lo que no se puede salir sin estar seguro de poder volver sin problemas. Respetando eso, en verano puedo hacer hasta tres vuelos mensuales, pero en invierno la frecuencia baja mucho”, dice Valdés.
El punto de partida del vuelo hacia la península Mitre es el viejo aeródromo de Ushuaia, sobre la bahía que da nombre a la ciudad. Con los tanques de combustible a tope para una autonomía de vuelo de más de cinco horas, el helicóptero toma rumbo nordeste para atravesar la cordillera de los Andes por la brecha que abren el valle de Tierra Mayor y el paso Garibaldi. El cruce se lleva a cabo a baja altura, ya que en la isla Grande el macizo andino se deshace lentamente hasta desvanecerse por completo al llegar a las costas atlánticas, donde se lo devora el mar.
Desde el aire se observa el asfalto de la ruta 3 serpenteando en la montaña, las casas bajas del pequeño pueblo de Tolhuin que vive de la actividad forestal, las aguas bien azules del lago Fagnano cuyo origen se remonta a las épocas glaciares, y los incontables diques construidos por castores que en tierras fueguinas se han convertido en plaga. A merced de estas castoreras, que parecen pequeñas lagunas, los bosques australes comenzaron a reducirse al incesante ritmo de la muerte de cientos y cientos de árboles.
Dejada atrás la cordillera andina, el helicóptero sobrevuela una zona de turbales hasta llegar a cabo San Pablo, sobre el Atlántico. En la playa se ven los restos oxidados del Desdémona, buque naufragado en 1985 que prologa las leyendas que desde allí comienzan hacia el Sur.
“La península Mitre no tiene un límite preciso al Norte, pero se acepta generalmente que su nacimiento septentrional está no muy lejos del cabo San Pablo, en una zona de costas bajas donde desemboca el río Leticia. Por eso, muchos consideran a San Pablo como la última frontera antes del f in del mundo”, explica Valdés, que suele rodear al Desdémona un par de veces, en vuelos casi rasantes, antes de ingresar en la península Mitre.
Desde San Pablo, una precaria ruta bordea el mar hasta terminar su rumbo de ripio en la Estancia María Luisa. A veces, algún peón de a caballo saluda desde tierra el paso del helicóptero. Luego de María Luisa, el camino desaparece y sólo queda una huella minúscula. “A partir de allí no hay mucho más que una inmensa soledad”, cuenta Valdés.
En el paisaje costero de Mitre, mar y cielo se confunden. Salpicando la gris monotonía, apenas el amarillo pálido de las arenas y el verde de los pastos que asoman en lo alto de los barrancos. De tanto en tanto hay caballos salvajes corriendo libres por las playas, las larguísimas crines al viento, el vientre hinchado entre las patas, formando tropillas sin líder preciso.
A poco más de 30 kilómetros de Estancia María Luisa se encuentra la desembocadura del río Luz, en cuyas cercanías naufragó el Duquesa de Albany. Si la bajamar lo permite, el helicóptero aterriza allí, junto a los vestigios del viejo velero. Un ancla asoma entre lo que parece haber sido la proa, hay pedazos de un mástil deshecho al que las algas han ultrajado por completo y resulta inconfundible el olor a madera muerta, húmeda, putrefacta. Rodeando los despojos, sólo un silencio de sepulcro.
Más al Sur se levantan las ruinas de la Estancia Policarpo, fundada por Ruperto Bilbao en 1903 y abandonada 60 años más tarde. El lugar es un amasijo de cimientos y chapas, frecuentado por vacunos baguales, herederos de toros y vacas, alguna vez parte de la hacienda estanciera. Sin tranqueras ni alambrados que limiten su territorio, ese ganado bagual extiende sus dominios hasta el cabo San Diego, un promontorio rocoso sobre el que se levanta un faro centenario que guía a las naves a su paso por el muy peligroso estrecho de Le Maire. De apenas 29 kilómetros de ancho, Le Maire separa la península Mitre de la isla de los Estados. Las embarcaciones desaparecidas en esas aguas se cuentan de a cientos.
TRAGEDIAS Y LEYENDAS
Policarpo y San Diego marcan el final del viaje por el litoral oceánico. El helicóptero se interna en una zona de sierras bajas. En la ladera de una de ellas, escondido por un bosque espeso, se encuentra el fuselaje destrozado de un B-200, un avión de la Armada Argentina que se estrelló allí hace casi medio siglo con siete tripulantes. “Poco se sabe del accidente, más allá de que era un operativo nocturno y que el piloto volaba sin radar, a ciegas. Los siete murieron, sus cuerpos fueron encontrados congelados por un baquiano”, explica Valdés.
Hacia el Sur se llega a la bahía Sloggett, adonde llegó en el final del siglo XIX Julio Popper, ambicioso rumano que forjaría fortuna en tierras patagónicas al comenzar la búsqueda de oro en la península Mitre. Habría encontrado su primera pepita en la bahía Sloggett una tarde de verano, y tuvo que frotarse varias veces los ojos para asegurarse que no fuera una ilusión. Ese hallazgo lo alentó para formar un ejército de trabajadores a los que trataría como esclavos y crear lavaderos de oro que revolucionarían la industria aurífera fueguina. Popper empezó entonces a contar el dinero de a millones, acuñó su propia moneda con la figura de un pico y una maza, pero murió cuando tenía apenas 36 años. De aquellos tiempos queda en la bahía Sloggett una descomunal draga aurífera de más de cuarenta metros de largo, abandonada cuando la fiebre dorada llegó a su fin, en el comienzo del siglo XX. “Dicen que el último oro extraído con esta draga quedó enterrado en la playa”, susurra Valdés. Aunque no cree en la historia del tesoro escondido, el piloto nunca deja de aterrizar en Sloggett.
El último tramo del viaje sobrevuela el litoral austral de la península, sobre el Canal de Beagle. Rodeada por un bosque de lengas, en un paraje conocido como Poste Fierro, se levanta la Estancia Moat. Allí comienza un camino de ripio de casi 100 kilómetros que lleva a Ushuaia, atravesando la Estancia Harberton, la más antigua de Tierra del Fuego, fundada en 1883. No lejos, en Puerto Remolino, un remanso del Beagle, se encuentra fondeado el casco oxidado del Monte Sarmiento, vapor de carga abandonado el 1° de abril de 1912, luego de estrellarse contra unas rocas. El naufragio no tuvo víctimas mortales, aunque se dice que el capitán, Francisco Soady, se suicidó años después. “Las tragedias siempre necesitan fantasmas. Y la península Mitre es un lugar perfecto para eso”, concluye Roberto Valdés, tras cinco horas de vuelo, otra vez en Ushuaia.
LA NACION