Tenemos antibióticos viejos para enfermedades nuevas

Tenemos antibióticos viejos para enfermedades nuevas

Por Gregorio Buchovsky
Recientemente, un informe de la Organización Mundial de la Salud alertó sobre la pérdida de eficacia de los antibióticos, y el fenómeno de virus y bacterias resistentes a diversos tratamientos farmacológicos.
En nuestro país el sector farmacéutico es uno de los de mayor expansión económica en las últimas dos décadas. 300 laboratorios nacionales y 12.000 farmacias dan empleo a casi 30.000 personas, facturan anualmente 3400 millones de dólares en el mercado interno y exportan por 250 millones de dólares. Nuestra población está en condiciones de acceder a más de 18.000 medicamentos, producidos a base de 1700 drogas básicas; una cifra exuberante si la comparamos con las 300 drogas que aconseja la OMS, necesarias para cubrir todas las enfermedades.
No se puede dudar del aporte que han tenido estas empresas en los avances terapéuticos de los últimos 50 años (vacunas, antibióticos, antivirales, antiinflamatorios, inmunosupresores, psicofármacos), que permitieron prolongar ostensiblemente el promedio de vida de la población en el mundo occidental hasta los 75 años.
Es por eso que, dentro de este panorama auspicioso, llama la atención a la comunidad médica que en los últimos 10 años la industria farmacéutica no haya producido ningún medicamento que modifique la evolución natural de una enfermedad de cualquier etiología u origen. En el área en el que más se nota este retroceso es en la producción de antibióticos para contrarrestar las enfermedades infecciosas.
Investigar y producir una droga tiene un costo aproximado de 15 millones de dólares anuales y volcarla al mercado lleva más de cinco años. El aspecto económico sería el primer obstáculo en la inversión para la producción de nuevas drogas. Pero hay otros factores, especialmente la existencia de un mercado cautivo de padecimientos crónicos (hipertensión, diabetes, artrosis, enfermedades digestivas y neuropsiquiátricas, entre otras) que le aseguran a la industria farmacéutica un consumo masivo y continuo en el tiempo: aproximadamente 25 años de promedio por paciente y enfermedad. Todo esto lo hace más redituable que producir un antibiótico de alto costo usado por única vez en un paciente determinado.
En los últimos años hemos visto aparecer enfermedades infecciosas desconocidas para la mayoría de la población, muchas de ellas, de extraordinaria agresividad.
Los enfermos con VIH, enfermedad que provocó gran impacto en la sociedad por las características de los pacientes que la padecen, jóvenes y adultos, la infección más frecuente que aparece en estos casos es la neumonía producida por un germen antiguamente llamado P. carinii. El tratamiento de primera línea utilizado para esta ocasión y no superado hasta ahora es el antibiótico sulfametoxazol + trimetoprima, conocido mundialmente como Bactrim, droga volcada al mercado en 1940.
Pero quizá donde más está brillando hoy este antiguo medicamento es en las severas infecciones provocadas por el temible germen Estafilococo aureus . En la ciudad de Boston, se está dando algo paradójico, donde están instaladas las principales empresas de biotecnología de punta ( Milenium, Merck, Biogen, y otras). En sus hospitales, el Bactrim es la indicación principal en el tratamiento ambulatorio de esta infección.
Otras afecciones que se observan en la práctica diaria muy frecuentemente son las llamadas infecciones atípicas provocadas por diferentes gérmenes que producen cuadros clínicos que van desde neumonías severas a enfermedades de transmisión sexual. Todos estos patógenos son sensibles a uno de los antibióticos más antiguos, la eritromicina (Pantomicina), presente en el mercado desde el año 1944, aunque actualmente se usen unos derivados de ésta, denominados “macrólidos”, como la claritromicina y la azitromicina, presentes desde 1990. Todas con el mismo efecto.
Hoy sabemos que las muertes por cáncer figuran al tope de las estadísticas; por lo tanto, los tratamientos oncológicos con poliquimioterapias son de uso frecuente. Su complicación más grave es la neutropenia febril (glóbulos blancos bajos), que predispone a severas infecciones. Una de ellas es la diarrea por Clostridium difficile, que puede ocasionar la muerte si no es tratada a tiempo con un antibiótico llamado metronidazol (Flagyl), producido en 1950.
Por último y, quizás, el área que más preocupa a los médicos, es el de las llamadas infecciones intrahospitalarias, producidas por gérmenes multirresistentes a los antibióticos. En estos casos, los antibióticos usados son la ciprofloxacina, producida en 1984, y el antiguo polimixina E o “Colistin”, presente en el mercado desde 1959. El segundo tipo de infecciones intrahospitalarias está dado por el germen más temido de la actualidad, el estafilococo meticilino-resistente (Marsa), que ya no sólo está restringido a los hospitales, sino que es muy frecuente observarlo en la comunidad. Para esta grave infección recurrimos a la vancomicina, antibiótico presente en el mercado desde 1955, o la clindamicina, de 1966.
Si revisamos las fechas señaladas como espacio histórico de aparición de estos antibióticos podemos ver que se remontan a épocas del pasado, 50 años atrás.
La alerta mundial de la OMS sobre la falta de eficacia de tantos fármacos clave vuelve evidente que nuevos paradigmas tendrían que aparecer en la medicina en el área de los tratamientos en el que el tema de los antibióticos es algo demostrativo.
Suena kafkiano que nuevas infecciones sean tratadas con viejos antibióticos, en la era de grandes y acelerados avances tecnológicos.
LA NACION