Nos cortamos las piernas

Nos cortamos las piernas

Por Ezequiel Fernández Moores
-Dio positivo.
-¿Quién?
-Quién va a ser, boludo.
El Coco Basile confirma al Panadero Díaz, su asistente, los temores que había sentido dos días antes, cuando vio a la enfermera Sue Carpenter entrar en la cancha tras el triunfo 2-1 ante Nigeria y llevar de la mano a Diego Maradona al control que desnudó el doping. La bolilla del sorteo que determinó el número 10 había sido extraída por Roberto Peidró. Y, para alejar aún más las teorías conspirativas, fue el propio médico número dos de la selección argentina quien sugirió a Sue, que había estado casada con un argentino, que buscara ella entonces a Diego dentro de la cancha. Dos días después, advertido de una falla en la contraprueba, Peidró pidió la nulidad del procedimiento. Pero la AFA le avisó que no iría en contra de la FIFA. Julio Grondona decidió que la propia AFA dispusiera la salida de Maradona del Mundial de Estados Unidos 94. Es cierto, hubo perros y policías que, acaso apuntando a un objetivo especial, entraban a revisar las habitaciones cuando los jugadores no estaban. Pero, más que la CIA, el FBI o la FIFA, todo, a veinte años de distancia, pareció una gran tontera criolla. Mezcla de improvisación, infantilismo e impunidad. Y de victimización. “Me cortaron las piernas”.
Mariana Nannis llamaba cada vez más enojada pidiendo por su esposo. Como casi todo el plantel, Claudio Caniggia asistía en esas horas al show que los Midachi ofrecían en la concentración del Babson College, de Boston. Ernesto Ugalde, primer médico de la selección, avisado minutos antes por Grondona de que el control había dado positivo, decidió que la Nannis podía esperar. Partió junto con Peidró y otros colaboradores de Maradona a revisar la habitación de Daniel Cerrini. El físicoculturista y dietólogo, de apenas 27 años, estaba a cargo de la recuperación milagrosa del ex rey, del jugador acaso más observado del Mundial, que había jugado poco y nada los últimos cuatro años y que, sólo cuatro meses antes, hinchado, disparaba en su quinta balinazos a periodistas que apuntaban las cámaras a sus amígdalas. Queríamos el retorno, sin importar cómo. “Volveremo a ser campeones, como en el 86”. “¿Qué le diste?”, preguntó Grondona a Cerrini. Tarde. “Buscamos culpables porque queremos justicia. Pero también buscamos culpables porque nos entregan una digestión exprés de la angustia. Encontrarlos es una forma de consuelo.” El último Maradona (Aguilar), una joya que Andrés Burgo y Alejandro Wall presentarán el miércoles próximo en la Feria del Libro, no busca responder sólo cuándo, quién y dónde. Intenta responder acaso la pregunta más difícil: cómo se produjo el desastre.
Cerrini, campeón iberoamericano de físicoculturismo, que aprendió de preparación con un médico argentino citado por la justicia italiana en una causa de doping en la Juventus de los años 90, asustó al entorno de Maradona cuando, según cuentan, llegó a decir que sus pastillas ayudarían a Diego a tener más precisión en los pases. Pastillas a toda hora. Aminoácidos que completaban platos semivacíos, pero con seis-siete comidas diarias a base de frutas, verduras, fibras, proteínas y muchos hidratos. El miedo, cuenta la crónica, surgió cuando Claudia Maradona mostró una lista confeccionada por Cerrini. Decía “Deca Durabolín”, un producto con nandrolona, un anabólico prohibido por la FIFA y que, según avisó el médico italiano Antonio Dal Monte, tardaría dos años en “limpiarse”. La AFA, supuestamente, negó el pedido de los médicos de un control interno para llegar más seguros a tan pocos días del Mundial. No había que molestar a Diego. El control, a su modo, lo hizo el propio Cerrini. Por eso, “el patovica”, como le decían, estaba tranquilo cuando la enfermera rubia llevó a Diego al control antidoping que marcaría su despedida de la selección.
Desde Chile, Harold Mayne Nicholls, ex presidente de la Federación, en 1994 joven oficial a cargo de la delegación argentina, me cuenta que también Maradona fue muy tranquilo al antidoping. “Pibe? ¿y esta mina?”, preguntó Diego a Mayne-Nicholls, por Sue Carpenter, no por la otra enfermera que, “como es normativa FIFA”, me dice el dirigente chileno, había ido a buscar también a Sergio “Cacho” Vázquez, el otro jugador argentino sorteado en el control, aunque nadie haya reparado en ella. “Diego -le respondió Mayne-Nicholls a Maradona- saliste elegido para ir al doping. La enfermera te tiene que escoltar hasta allá”. “Perfecto”, le contestó el 10. Coincide con el libro. Burgo y Wall cuentan que Diego bromeó incluso con Claudia (“¿sabés cómo la vacuno a esta gorda?”) y también en el control con Efraim Ekoku, uno de los nigerianos que le cometieron ocho faltas (33 contra 5 de la Argentina) y que en los últimos minutos no sabían cómo parar a un Maradona que corría como nadie. Diego, me cuenta Mayne-Nicholls, se duchó en un vestuario ya vacío y analizó luego con Grondona los posibles rivales en segunda rueda. Habló con los periodistas y, disconforme con el traductor oficial, pidió a Mayne-Nicholls: “Pibe, vos que hablás inglés, traducí porque el traductor no entiende nada de fútbol”.
“Creíamos que la clave era encontrar a la enfermera, pero hoy -me dice Wall- podemos decir que fue un personaje absolutamente marginal. Lo central es lo que fue por abajo, la relación AFA-FIFA y la verdadera preparación de Maradona para ese Mundial.” El libro, uno de los tantos con historias mundialistas que ofrece la Feria a 42 días de Brasil 2014, gana intensidad justamente cuando describe las relaciones de poder en las 48 horas de silencio público una vez detectado el doping. AFA-Maradona. AFA-FIFA. Grondona-Havelange. Menem. FIFA-Estados Unidos. Las primeras y ridículas defensas del Nastizol. El rumor -desmentido en el libro- de adjudicarle el positivo a Vázquez. O endilgarle responsabilidad a Ugalde, que se corrió rápidamente. Y la última explicación -rechazada por la FIFA- de la equivocación entre Ripped Fast y Ripped Fuel. La defiende aún hoy Cerrini que, entonces, con sus 27 años y autodidacta, le decía a la FIFA que la efedrina no tenía por qué figurar en el listado de drogas prohibidas. ¡Si total la FIFA dejó impune el famoso bidón con lexotanil que tomó Branco en Italia 90! ¿Y no permitió que Argentina jugara ante Australia el repechaje de USA 94 sin control antidoping y recurriendo acaso al “café veloz” que hizo famoso el propio Maradona?
“Dolor”, tituló Página 12, igual que lo había hecho el diario Noticias, de Montoneros, me recuerda Burgo, veinte años antes con la muerte de Perón. “Es la muerte de un sueño mucho más grande que un campeonato mundial”, dijo Alejandro Dolina. Canal 13 dividió pantalla mostrando la conferencia de la FIFA y el dolor de la gente. Al tomar el subte, llevar a los niños a la escuela e ir a la redacción, recuerdo pocos momentos tan tristes en Buenos Aires como la mañana del 4 de julio, día de la Independencia en Estados Unidos. Ese día protestaron hasta en las calles de Bangladesh, donde el Diego de México 86 fue el primer ídolo de la TV a colores. Dos días antes habían matado a balazos a Andrés Escobar, culpable del autogol que había eliminado a Colombia. Brasil salió campeón a los penales, tras pobre final ante Italia, el 17 de julio, un día antes de que la AMIA estallara en pedazos. El último Maradona reconstruye la historia basado en decenas de entrevistas, en on y en off, en hospitales, estudios de abogados y gimnasios. Cita también relatos opuestos de algunos protagonistas. Y elimina mitos y algunas versiones delirantes, como la existencia de una supuesta nota del gobierno de Estados Unidos intimando a expulsar a Maradona del Mundial. Pero abre nuevas preguntas. Y confirma la vieja costumbre de celebrar distraídos la épica. Y, si falla, recordar la ética. Y creer que la culpa, siempre, es del otro.
LA NACION
Foto: S.Domenech