07 Jun Marc Augé: “toda moda intelectual es peligrosa”
Por Luisa Corradini
Marc Augé es uno de esos hombres a quienes la curiosidad les da alas. Y como además es uno de los personajes más brillantes de su generación, a los 79 años, el célebre antropólogo francés sigue teniendo cosas apasionantes para decir sobre el mundo y sobre nosotros, sus habitantes. También es cierto que por su actividad específica -que lo llevó durante 40 años a estudiar el comportamiento de los hombres desde las lagunas del sur de Costa de Marfil hasta el Jardín de Luxemburgo, desde Togo hasta el metro de París, desde el paganismo hasta el hipermodernismo-, Augé tiene una capacidad particular para comprender y explicar los vertiginosos cambios culturales de nuestro planeta durante el último siglo.
Nacido en una familia de militares, se interesó en la descolonización, pero también en las ciencias de la información y la comunicación. Con el tiempo, terminó transformándose en el mejor observador de lo que él mismo llamó “sobremodernidad”, una situación social caracterizada por el exceso: de tiempo, de velocidad, de movimientos y de consumo. Ese ritmo desenfrenado, singularizado por la dificultad creciente de estudiar sociedades completamente aisladas del resto del mundo (esos objetos de estudio “puros” caros al etnólogo), habría podido dar el golpe de gracia a la antropología. Por suerte, no fue así.
En su último libro, El antropólogo y el mundo moderno, que publica en Argentina Siglo XXI, Augé evoca la travesía de la antropología durante los últimos cien años. También, la necesaria apertura al nuevo mundo global del cual, hoy menos que nunca, el antropólogo no puede abstraer ni al “observador” (él mismo) ni al “indígena” observado: “Todos pertenecemos al mismo mundo, gracias a la circulación universal de las imágenes y las informaciones”, precisó a adncultura durante una entrevista telefónica desde Viena.
Radicado desde hace poco en la ciudad de Turín (“con la esperanza de mejorar mi italiano”, confiesa), sigue viajando con la misma intensidad que durante sus años de joven investigador. Marc Augé pertenece a esa generación de antropólogos que comenzaron a trabajar en la época de la descolonización, heredando una disciplina caracterizada por las grandes aventuras intelectuales del estructuralismo de Claude Lévi-Strauss. Años después vio caer el Muro de Berlín y al mundo internarse en los caminos de la globalización.
En El antropólogo y el mundo moderno, que quizá no sea un típico libro de antropología, porque reserva una parte importante a la larga y fértil carrera de su autor, Augé intenta demostrar los aportes de su disciplina. O tal vez, lo que una mirada formada por esa actividad puede proponer para comprender y poder nombrar nuestro mundo globalizado actual y los desafíos que representa. “Este libro es el de un antropólogo que se interroga sobre su disciplina y sobre el mundo en el que vive. En él trato de proponer una lectura global de ese mundo, con la esperanza de llamar la atención de quienes se sienten inquietos y de otros, interesados por la antropología”, dice Augé.
Para hablar de su profesión, usted consagra los tres capítulos introductorios a contarle al lector su propia experiencia de la antropología. Tal vez deberíamos comenzar por las diferencias que existen entre la etnología y la antropología.
En resumen, se puede decir que la etnología está centrada en lo local. Su objetivo es establecer una descripción lo más precisa posible de un sistema social particular. La antropología, por su parte, es la relación entre las etnologías particulares, para mostrar las generalidades y profundizar la reflexión sobre los grandes parámetros antropológicos.
¿Qué lo llevó a dedicarse a la etnología?
El azar, la amistad y la necesidad. Por un lado, tenía un amigo que hacía esos estudios. Yo acababa de terminar mi profesorado de literatura y sentía una gran necesidad de escribir. A eso se sumó la pasión por los viajes. Me pareció entonces que la etnología era el justo medio entre todas mis ambiciones.
Su primera experiencia iniciática, de “terreno”, se produjo en Costa de Marfil. ¿Qué recuerdo conserva de ese primer viaje, de ese primer “encuentro con el otro”?
Suelo decir que un antropólogo no regresa jamás de su primer viaje sobre el “terreno”. Es una experiencia tan profunda que, en mi caso, sigue sirviéndome. El encuentro con el otro, con ese desconocido, es fascinante. Al mismo tiempo es un encuentro consigo mismo. Una experiencia de soledad profunda. Para soportarla, para no fracasar, hay que cerrar los dientes y soportar.
Usted evoca en su libro tres formas diferentes de etnología que practicó a lo largo de su carrera y que dieron origen a sus libros.
Así es. La etnología de estadía, la etnología de recorrido y la etnología del encuentro. De esas tres formas, la que actúa como fundadora del antropólogo es la primera, la que practiqué en Costa de Marfil. Ella permite explicar una cultura, porque el investigador se impregnó poco a poco de su trabajo en el terreno. La etnología de recorrido, sirve a su vez para comparar situaciones locales y establecer paralelos con terrenos familiares al etnólogo. Por fin, la etnología del encuentro es, para mí, la atenta observación de componentes antropológicos de fenómenos sociales.
¿Usted se refiere, por ejemplo, a encuentros fortuitos, no programados, durante la vida del investigador?
Exacto. Pero ese tipo de etnología sólo puede practicarse cuando uno ya tiene una buena experiencia en las dos primeras.
¿Su libro Un antropólogo en el metro es producto de ese tipo de observación?
Así es.
Utilizando los mismos métodos que había desarrollado en sus estudios africanos, Marc Augé decidió en los años 80 fijar su atención en el habitante de una gran metrópoli contemporánea como París. Estudió su profunda soledad, paradójicamente provocada por la expansión de las tecnologías de la comunicación, y terminó acuñando dos nuevos términos: “sobremodernidad” y “no-lugar”.
Inventó el concepto de “no-lugar” para referirse a los espacios de tránsito que no tienen suficiente importancia para ser considerados “lugares”. Para él, son considerados antropológicos los lugares históricos o vitales, así como aquellos en los que nos relacionamos. “Un no-lugar es una autopista, una habitación de hotel, un aeropuerto, un subte o un supermercado… Carece de la configuración de los espacios, es circunstancial, casi exclusivamente definido por el pasar de los individuos”, explica.
Sin insistir en sus trabajos sobre el concepto de “no-lugar”, en este libro usted afirma la necesidad de reflexionar sobre esas cuestiones a partir de la perspectiva de la globalización.
Estamos obligados a hacerlo. Las modificaciones impuestas por las comunicaciones, los transportes, los medios modernos de facilitar la vida y las tareas cotidianas nos llevan a pensar nuevamente la ciudad e incluso el alojamiento. Hay que aceptar que la ciudad no es un archipiélago. Por haberla concebido de ese modo, terminó por volverse invivible. Urbanistas y políticos ignoraron la necesidad de la relación social y del contacto con el exterior. Hoy hemos comenzado a darnos cuenta.
Volviendo a la antropología, ¿cuáles son las características de esa disciplina que pueden contribuir a la comprensión del mundo global?
Como dijimos antes, el objetivo del etnólogo es poder explicar una cultura particular. Ese conocimiento permite después el nacimiento de una antropología comparativa que abrirá el camino a la profundización de diversas dimensiones del ordenamiento del mundo que practican todas las sociedades. Las culturas se asemejan por las preguntas que plantean. Lo que las diferencia son las respuestas que da cada una de ellas. Y éstos son los elementos a los cuales todo etnólogo se ve confrontado en el terreno. Esas preguntas giran en torno a la relación entre espacio e identidad, entre identidad y alteridad, tiempo e identidad, vida y muerte y, sobre todo, la cuestión del poder de unos sobre otros.
En otras palabras.
En otras palabras, la etnología permitirá finalmente a los hombres darse cuenta de que lo que interpretan como algo natural, evidente y obvio es en realidad arbitrario. A la vez, involuntario e inconsciente.
¿Es decir cultural?
Exactamente.
¿Las escuelas actuales son capaces de preparar a los futuros antropólogos para comprender este mundo globalizado?
Tratándose de un universo donde hay vivas polémicas y enfrentamientos, no voy a lanzarme a clasificar cuál es la mejor o la peor de las escuelas. Pero diría que probablemente sí, lo están. Creo, sin embargo, que hay un peligro en la actitud de los jóvenes antropólogos que salen de la universidad: la mayoría pretende trabajar de inmediato sobre el mundo actual. Yo pertenezco a una generación que comenzó ocupándose de lo pequeño, lo elemental (la vida religiosa, las relaciones de parentesco), donde se daba una importancia fundamental al trabajo de campo. Esta práctica es extremadamente formativa y prepara para ese otro gran desafío que es el mundo globalizado.
Usted dice siempre que el trabajo del antropólogo es solitario. ¿Cómo hace un joven recién recibido para trabajar en las mejores condiciones en medio de ese aislamiento?
En mi caso, mis profesores viajaban periódicamente a verme en el terreno. Pero la cuestión fundamental es la lectura. Por mi formación, yo era un ávido lector. Creo que había devorado toda la literatura disponible, por ejemplo, de la fantástica escuela británica. También conocía prácticamente todo lo publicado en Francia. Esta experiencia era una ayuda fundamental en mi trabajo cotidiano.
Pero, a diferencia de aquel momento, ahora el joven antropólogo, enfrentado a los vertiginosos cambios planetarios, podría carecer de instrumentos apropiados para pararse frente al mundo globalizado y tratar de interpretarlo. ¿Cómo hacer entonces?
Las bases no cambian nunca. Es necesario ir a los orígenes. El joven antropólogo no puede conformarse o limitarse al mundo actual. Hay que conocer en detalle lo que sus predecesores hicieron. Siempre hay lecciones para sacar.
Me gustaría detenerme en los desafíos que nos reserva este mundo globalizado, con sus nuevas tecnologías, sus redes sociales y esa aceleración que usted ha estudiado en detalle desde los años 80: aceleración del tiempo, disminución del espacio, empequeñecimiento del planeta.
Ese cambio de escala que las nuevas generaciones ya han integrado. Yo veo con temor, en efecto, la urbanización galopante, los fenómenos masivos de migración y sobre todo, la profundización de las desigualdades tanto en lo económico como en el terreno del conocimiento.
Mientras que muchos investigadores y científicos manifiestan una auténtica fascinación por las nuevas tecnologías, su actitud parece mucho más cauta. ¿Acaso son instrumentos de homogeneización cultural?
Sí, lo son. Pero las cosas son algo más complicadas. Porque también son vectores de profundización de la diferencia de conocimiento entre la gente. Gracias a Internet, se puede tener la impresión de tener todo al alcance de la mano. Yo creo, por el contrario, que es la base de una desigualdad profunda entre los que pueden participar gracias a su educación y su situación económica, y los excluidos. Entre los que se benefician con el mundo del consumo global y el conocimiento, y aquellos que no tienen acceso. Esa distancia cada vez se profundiza más.
Hablando de ese mundo globalizado, pletórico de nuevas tecnologías, ¿usted participa de las redes sociales?
No. Pero me intereso en todas ellas porque, como son inevitables, naturalmente todos esos nuevos instrumentos son marcadores culturales.
En su libro también se refiere a los miedos al futuro que caracterizan al hombre actual, en particular en las sociedades de consumo, que se sienten “amenazadas” por la inmigración e incluso por la perspectiva de tener que compartir.
Lo que el hombre moderno parece olvidar es que, por un lado, las poblaciones humanas han estado siempre en movimiento: tanto, que el origen del hombre se caracteriza por un esfuerzo incesante de controlar el espacio, organizándolo. Por otra parte, es cierto que el enraizamiento y el inmovilismo son temas de reflexión, incluso temas políticos, pero no responden a la realidad humana. Por fin, el movimiento es factor de descubrimiento de la alteridad. Y sin alteridad, sin relación con el otro, no hay identidad. Ningún individuo puede vivir aislado.
Suele afirmar que los diagnósticos lanzados rápidamente son peligrosos y en general, falsos. Tomemos el ejemplo de la crisis actual en Ucrania. ¿Es posible que Occidente haya cometido el error de creer que Vladimir Putin -y los rusos, en general- comprendían perfectamente nuestros valores y estaban decididos a violarlos cuando, en realidad, tienen una cosmovisión que les es propia y están convencidos de lo que afirman?
Es verdad que existe esa dimensión cultural, que aquellos que no participan de ella se niegan con frecuencia a ver. Pero las culturas no son bloques homogéneos y cerrados. Por eso no hay que apresurarse a sacar conclusiones. Toda moda intelectual es peligrosa. Toda actitud que exalte demasiado una u otra cultura lo es también. En el fondo, lo que prevalece es el principio de humanidad. Sartre decía: “Tout homme, tout l’homme” (en todo hombre está el hombre). La dimensión genérica es una de las dimensiones del ser humano, rechazada o negada por los racismos y los sexismos a lo largo de la historia. El hombre es un hombre, independientemente de su historia, de su sexo, de su raza o de su edad. Se trata de una idea del Siglo de las Luces: hay principios intangibles, que desgraciadamente todo el mundo se atreve a tocar. Es el caso de los derechos humanos.
O sea que se trata de una cuestión de poder.
La idea de poder, de dominación marcó el origen de la sociedad humana. En la crisis que usted evoca el origen no es cultural, es una cuestión de dominación. Es precisamente allí donde se esconde la ideología.
En una entrevista anterior, usted me dijo que -contrariamente a Lévi-Strauss, que al final de su vida confesaba haber dejado de querer al mundo- usted era un optimista. ¿Sigue siéndolo?
Depende de lo que uno interprete por optimismo. Creo que la historia del hombre no está terminada. Que en nuestro mundo globalizado, la importancia del conocimiento hace progresos y eso es fundamental. A partir del siglo XX, la ciencia ha hecho progresos acelerados que nos permiten adivinar perspectivas revolucionarias. Ante esas perspectivas, algunas buenas y otras inquietantes, nuestras sociedades necesitan un cambio revolucionario en el terreno de la educación. De lo contrario, la humanidad quedará dividida entre una aristocracia del conocimiento y la inteligencia, y una masa social cada día menos informada. Ese desequilibrio reproducirá y multiplicará la desigualdad económica. Por eso la educación es, a mi juicio, la principal de las prioridades.
¿Qué quiere decir cuando afirma que la historia del hombre no está terminada?
La ciencia actual nos da la impresión de que todo, de que el mundo está terminado. En realidad, la ciencia nos ayuda a vivir mejor, pero no ha sido capaz de producir una nueva conciencia social. La ciencia no depende de la desigualdad o de la dominación; es tributaria, en gran parte, de la política que la financia y, en consecuencia, la orienta. Pero la ciencia responde al derecho natural del deseo de saber. ¿Acaso la ciencia ha respondido a ese ideal? Si lo analizamos a partir de los altos porcentajes de miseria y de ignorancia en casi la mitad del planeta, la respuesta es “no”. El mundo contemporáneo no responde todavía al ideal de conocimiento y de educación para todos. Si así fuera, nuestro mundo globalizado sería mucho más justo.
En otras palabras, éste no es el mundo con el que sueña.
Sueño con un mundo donde el hombre haría una auténtica revolución, donde la ambición del poder económico pasaría a un segundo plano y lo verdaderamente importante sería todo aquello que facilitara el conocimiento humano.