Los mundos posibles de nuestra imaginación

Los mundos posibles de nuestra imaginación

Por Umberto Eco
Son infinitos los lugares que en realidad nunca han existido y en los que se desarrollan numerosas acciones novelescas. Muchos de estos lugares forman parte ya de nuestro imaginario, de modo que fantaseamos sobre el País de los Juguetes de Pinocho, la isla donde Simbad encuentra al pájaro Roc o la Isla Sonante de Rabelais, por no hablar de la cabaña de los siete enanitos, el castillo de la Bella Durmiente, la casa de la abuela de Caperucita Roja o la montaña del Imán que aparece en muchos relatos orientales y occidentales.
Algunos se convirtieron en materia novelesca pese a haber existido en la realidad, como la isla de Robinson, donde naufragó un personaje real, Alexander Selkirk, en el que se inspiró Defoe, y que se encuentra en el archipiélago de las islas Juan Fernández, en el océano Pacífico, frente a las costas de Chile. También fue un personaje real del siglo XV, novelado luego por Bram Stoker, el vaivoda Vlad Tepes (conocido por el patronímico Drácula), que desde luego no fue un vampiro, pero que se hizo famoso por su afición a empalar a los enemigos. Y todavía hoy los devotos de Arsène Lupin, el ladrón creado por Maurice Leblanc, acuden a visitar la aguja de Étretat en Normandía, imaginando que está hueca y que en su interior, que contiene todos los tesoros de los reyes de Francia, el ladrón caballero, con una energía frenética, planificaba el dominio del mundo. [?] Y, por último, existen las alcantarillas de París (que hoy en día incluso se pueden visitar, al menos en parte) y las alcantarillas de Viena; las primeras se convirtieron en un mito gracias a las atormentadas andanzas de Jean Valjean en Los miserables, y a las peripecias de Fantomas, y las segundas alcanzaron notoriedad por la huida final de Harry Lime en El tercer hombre.
Algunos de estos lugares, pese a no haber existido, a menudo han sido reconstruidos por razones de interés comercial. Por ejemplo, la celda del conde de Montecristo (supuesta) en el castillo de If (real), visitada por los devotos de Dumas; la casa de Sherlock Holmes en Baker Street en Londres, o la casa de Nero Wolfe en Nueva York. Esta última, de difícil localización, porque Rex Stout siempre habló de una casa de piedra arenisca rojiza (brownstone) situada en un número determinado de la calle Treinta y cinco Oeste, pero a lo largo de sus novelas mencionó al menos diez números distintos, y además, en la calle Treinta y Cinco Oeste no hay casas de piedra arenisca. Sin embargo, los fieles seguidores del gran (y gordo) detective, en su búsqueda de un punto de referencia para sus peregrinaciones, decidieron elegir como casa “auténtica” la del número 454; así que el 22 de junio de 1996, la ciudad de Nueva York y el Wolfe Pack colocaron en ese número una placa de bronce, y desde entonces los fieles seguidores, si así lo desean, pueden acudir allí en peregrinación. De modo que la Vandenberg, Inc., The Townhouse Experts anuncia todavía hoy en Internet: “¿Quiere vivir en una Brownstone como la de Nero Wolfe? La Vandenberg Real State tiene muchas casas en venta en el Upper West Side”. [?]
No sabemos dónde están la isla de King Kong o la Tierra Media de Tolkien, la cueva de la calavera de los cómics de El Fantasma (el Hombre Enmascarado) en la improbable selva de Bengali, el planeta Mongo ni el mundo submarino donde Flash Gordon es capturado por la reina Undina, la ciudad donde vivían y viven todavía Mickey Mouse y el Pato Donald, Narnia, Brigadoon, el Hogwarts de Harry Potter, la fortaleza Bastiani de El desierto de los tártaros de Buzzati, el Parque Jurásico ni la Escondida de Corto Maltés.
Si bien se presume que la Gotham City (Ciudad Gótica) de Batman es una Nueva York tenebrosamente transfigurada, siguen siendo ilocalizables Smallville, Metrópolis y Kandor, que en las historias de Superman, el malvado Brainiac ha capturado y miniaturizado en un recipiente de cristal.
Y por supuesto no existen las espléndidas ciudades invisibles de Calvino y, ¡ay!, aunque se ha intentado hacer una reconstrucción comercial tremendamente decepcionante, nunca más veremos el Café Americain de Rick, en Casablanca.
Por otra parte, nadie ha imaginado jamás que existieran realmente los lugares representados en la Carte du Tendre, mapa de un país imaginario del que habló en el siglo XVII Madeleine de Scudéry en Clélie.
Así como sólo podemos soñar el lugar más vasto e innombrable de todos, aquel que Borges cuenta haber visto a través de una rendija situada en los peldaños de una escalera. El Aleph, el punto desde el que contempló e intentó describir el universo infinito.
Entre los lugares novelescos podemos enumerar también los que aún no existen, esto es, todos los lugares de la ciencia ficción, partiendo de los clásicos, como el París del año 2000 imaginado por Robida en el siglo XIX. Pero tal vez esas fantasías deben de ser clasificadas entre las utopías, positivas o negativas, que pretendieran o pretendan ser.
En cualquier caso, todos esos lugares […] no son los lugares de la ilusión legendaria sino de la verdad novelesca. ¿Cuál es la diferencia? La diferencia estriba en que (incluso en el caso de Robinson) estamos convencidos de que no existen y de que nunca han existido, como el País de Nunca Jamás de Peter Pan o la Isla del Tesoro de Stevenson.
Y nadie intenta ir a descubrirlos, como sí han hecho muchos con la isla de San Brandán, en cuya existencia se creyó realmente durante siglos.
Estos lugares no suscitan nuestra credulidad porque, gracias al acuerdo ficticio que nos une a las palabras del autor, aun sabiendo que no existen, aparentamos que han existido y participamos como cómplices en el juego que se nos propone.
Sabemos muy bien que existe un mundo real en el que se produjo la Segunda Guerra Mundial y los hombres fueron a la Luna, y que existen además los mundos posibles de nuestra imaginación, en los que han existido y existen Blancanieves y Harry Potter, el comisario Maigret y madame Bovary. Una vez que, fieles al acuerdo ficticio, hemos decidido tomar en serio un mundo narrativo posible, debemos admitir que Blancanieves fue despertada de su letargo por un príncipe azul, que Maigret vive en París en el boulevard Richard-Lenoir, que Harry Potter estudió magia en Hogwarts y que madame Bovary se envenenó. Y el que afirmase que Blancanieves no se despertó nunca de su sueño, que Maigret vive en el boulevard de la Poissonnière, que Harry Potter estudió en Cambridge y que madame Bovary fue salvada in extremis por su marido con un antídoto suscitaría nuestro desacuerdo (y tal vez lo aplazaran en un examen de literatura comparada).
Naturalmente, la ficción narrativa exige que se emitan signos de ficcionalidad que van de la palabra “novela” en la cubierta a principios como “Érase una vez?”. Aunque a menudo se empieza con un falso signo de verosimilitud. Veamos un ejemplo: “Hace aproximadamente tres años, el señor Lemuel Gulliver, que se estaba hartando de la muchedumbre de curiosos que lo visitaba en su casa de Redriff, compró un pequeño terreno cerca de Newark? Antes de abandonar Redriff, me entregó en forma manuscrita la obra que aquí publicamos? La he examinado con detención tres veces. El conjunto rezuma grandes dosis de veracidad. Realmente es ésta una cualidad tan notable en este autor que, para afirmar algo, se convirtió en una especie de proverbio entre los vecinos de Redriff declarar: Tan verdadero como si el señor Gulliver lo hubiese dicho”.
En la portada de la primera edición de Los viajes de Gulliver no aparece el nombre de Swift como autor de ficción sino el de Gulliver como autobiógrafo verdadero. Sin embargo, los lectores no se dejan engañar porque, desde los Relatos verídicos de Luciano en adelante, las exageradas afirmaciones de veracidad suenan como signo de ficción.
A veces, un lector de novelas confunde la fantasía con la realidad, escribe cartas a un personaje ficticio e incluso -como ocurrió al publicarse el Werther de Goethe- hay almas cándidas que se suicidan para imitar a su héroe. Pero se trata de casos enfermizos, o bien de personas que leen pero que no han elaborado el hábito del buen lector. El buen lector puede derramar abundantes lágrimas (mientras lee) por la muerte de la protagonista de Love Story, pero una vez pasada la emoción del momento, sabe que la Jenny de la novela nunca ha existido.
La verdad de la ficción novelesca supera la creencia en la verdad o falsedad de los hechos narrados. En la vida real no sabemos con seguridad si Anastasia Romanov fue asesinada junto con su familia en Ekaterimburgo o si Hitler murió en realidad en el búnker de Berlín. Pero si leemos las historias de Arthur Conan Doyle, estamos seguros de que el doctor Watson es la persona a quien Stamford llama por primera vez por este nombre en Estudio en escarlata, y a partir de ese momento tanto Holmes como los lectores, cuando piensan en Watson, se refieren a ese hecho bautismal. El lector confía en que en Londres no existan dos personas con el mismo nombre y el mismo currículum militar, a menos que el texto nos lo diga porque pretende contar la historia de un simulador o de un personaje con una doble identidad, como sucede en El doctor Jekyll y Mister Hyde.
Philippe Doumenc publicó en 2007 una Contre-enquête sur la mort d’Emma Bovary, donde explicaba que madame Bovary no había muerto envenenada sino que había sido asesinada. Esta historia tiene cierta gracia justamente porque sus lectores están seguros de que en la realidad (es decir, en la realidad del mundo posible de la ficción) madame Bovary murió suicidándose y muere por suicidio cada vez que acabamos de leer el libro. Se puede leer la historia de Doumenc como si fuese una ucronía, esto es, el relato de lo que habría ocurrido si la historia se hubiera desarrollado de un modo distinto, del mismo modo que se puede escribir una novela explicando cómo habría sido el mundo si Napoleón hubiera ganado en Waterloo, o si Hitler hubiera ganado la guerra, como en la novela de Philip K. Dick, El hombre en el castillo. Ahora bien, una ucronía sólo se lee con placer si se sabe que en realidad las cosas sucedieron de otra manera.
Todo esto significa que el mundo posible de la narrativa es el único universo en el que podemos estar absolutamente seguros de algo, y que nos proporciona una idea muy profunda de verdad.
Los crédulos creen que existen o han existido en algún sitio El Dorado y Lemuria, y los escépticos están convencidos de que nunca han existido, pero todos sabemos que es innegablemente cierto que Superman es Clark Kent y que es falso que la mano derecha de Nero Wolfe sea el doctor Watson; que es indiscutiblemente cierto que Ana Karenina murió bajo las ruedas de un tren, y falso que se casara con el príncipe azul.
Los exaltados siguen confiando en encontrar un día al señor del mundo o en que las criaturas de una raza venidera puedan surgir de un subsuelo vacío. Los alucinados han creído (y algunos lo siguen creyendo) que la Tierra es hueca. Pero cualquier personal normal sabe que, en el mundo del que nos habla la Odisea, la Tierra era plana y albergaba la isla de los feacios.
Todo esto nos proporciona un último consuelo. Las tierras legendarias, en el momento en que pasan de ser objeto de creencia a objeto de ficción, también se convierten en verdaderas. La Isla del Tesoro es más verdadera que Muy, al margen del valor artístico, la Atlántida de Pierre Benoît es más indiscutible que aquella en cuya búsqueda partieron tantos exploradores de tierras desaparecidas, y asimismo indiscutible, en el mundo de Platón, cuando lo leemos en clave narrativa (como hay que hacer con los relatos mitológicos), es la Atlántida con la que el filósofo nos fascinó, y su tierra no puede ser cuestionada, como conviene hacer en cambio con la de Donnelly.
Acuden también en nuestro auxilio las narraciones figurativas […], que fijan a quienes eran personajes de leyenda en una realidad imborrable, parte del museo de nuestra memoria. Esos héroes o esas tierras desaparecieron (o nunca existieron), pero su imagen no puede ser cuestionada.
E incluso el que no cree en la existencia del Paraíso, ya sea el terrenal o el celestial, si mira la imagen de la “cándida rosa” de Doré y lee el texto de Dante que la ilustra, comprende que esta visión forma parte verdaderamente de la realidad de nuestro imaginario.
LA NACION

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