29 Jun La melancolía y la incomunicación
Por Hugo Sánchez
Ella transcurre en un futuro engañoso, en tanto bien puede ser el presente, puede estar sucediendo que algunos seres humanos entablen una relación, se enamoren de una computadora o para ser más precisos, de un sistema operativo que a medida que interactúa con el usuario va sumando experiencias y haciéndose preguntas, miles, millones de preguntas que ninguna persona sería capaz de hacerse para llegar a conclusiones lógicas sobre el amor, la pulsión del sexo, la curiosidad por el mundo y las paradojas de la fidelidad ante el estímulo que significa conocer, confrontarse, tener la posibilidad de amar de múltiples maneras.
Ganadora del Oscar al mejor guión original, esta película de Spike Jonze tiene la misma mirada si se quiere distorsionada o particular sobre la realidad que el director aplicó en El ladrón de orquídeas o ¿Quieres Ser John Malkovich?, esa capacidad de enfocarse en el cerebro de sus criaturas para diseccionarlos y tratar de entender el mundo a través de su mirada.
En ese sentido los ojos tristes y expresivos de Joaquin Phoenix son el vehículo ideal para componer a Theodore, un hombrecito que todos los días de su vida se sienta delante de una pantalla y escribe cartas, le dicta a su computadora textos sentidos, hermosos y cumple con encargos pagos para luego volver a su casa vidriada y recordar cómo era la vida cuando la compartí con la que fue su esposa. Hasta que un día compra un nuevo sistema operativo y aparece Samantha (“la” voz, sedosa, a la vez nasal e increíblemente sexy de Scarlett Johansson), que lo acompañará, compartirá sus logros, lo ayudará a ser más eficiente, tendrá sexo –por cierto, más pasional que muchas parejas tradicionales– y con quien peleará, en suma, una relación como tantas expuesta a decenas de emociones.
La inteligencia de la apuesta de Jonze es el fuera de campo, esa voz que se complementa de manera ideal con el trabajo de Phoenix, tan desolado, tan endeble, tanto como la extraordinaria composición que hace Amy Adams, contraparte femenina del protagonista, tan devastada por la soledad como la mayoría de las personas que se ven en la pantalla, un mundo ¿distópico?, ordenado, limpio, casi aséptico –notable la melancólica fotografía del alemán Hoyte Van Hoytema– donde la mayoría de los transeúntes habla solo o mejor dicho, con sus sistemas operativos, sus fuera de campo particulares, únicos en sus particularidades y sin saberlo, tan escandalosamente comunes.
La opacidad de Ella sin embargo deja lugar para lo imprevisto, para lo no programado, donde el humor y lo absurdo de las situaciones se hacen lugar entre tanta melancolía e incomunicación (mejor dicho, nuevas formas de comunicarse, de relacionarse), en un relato tan inteligente como hipnótico sobre la esencia de lo humano.
TIEMPO ARGENTINO