20 Jun La Historia se ensañó con Belgrano
Por Hernán Brienza
Manuel Belgrano volvía derrotado por su salud del frente Norte, acuciado por las derrotas y por su enfermedad. Había dedicado su vida a combatir por la Independencia Americana y, en los últimos años, el Directorio lo había condenado a reprimir los disensos internos y combatir a desgano contra los caudillos protofederales. Belgrano, sin dudas, era un hombre del puerto, un político del orden, un militar del poder central, pero, a diferencia de los protounitarios, veía con horror cómo el sueño de una América unida se astillaba por los intereses de las oligarquías locales. Promediaba el año XX, el terrible año de la anarquía, en el que porteños y provincianos se disputaban las migajas de país que habían dejado diez años de guerras revolucionarias, y Belgrano se iba apagando al mismo fúnebre compás en que se deshilachaban los ideales de Mayo.
De la misma manera como Carlos Marx en el 18 Brumario le atribuye a la historia la cualidad de repetirse a sí misma en forma de comedia, o como Jorge Luis Borges sugiere que la principal característica es el pudor, yo –perdón por el exabrupto estilístico– considero que la particularidad capital de nuestro pasado argentino es la maliciosa ironía. En nuestro país, los “civilizados” degüellan, los “demócratas” realizan golpes de Estado y masacran a los opositores, los “próceres” son humillados y abandonados y luego reverenciados como seres míticos y extraordinarios por las mismas tradiciones políticas y culturales que los obligaron a refugiarse en el exilio. Pero quizás el mayor de los sarcasmos posibles para nuestra historia fue el del día de la muerte de Manuel Belgrano, de la que el jueves se conmemorará un nuevo aniversario.
Belgrano fue, fundamentalmente, un intelectual. Un hombre de estudios y de acción política serena, a quien la historia lo tomó por los hombros. Abogado, sin preparación militar, se dedicó a conspirar constantemente contra el dominio peninsular, hasta que el 24 de mayo de 1810 amenazó con volarle la tapa de los sesos al virrey Cisneros. Cerebro económico de los revolucionarios radicalizados, le sopló al oído las pautas económicas a Moreno para el Plan Revolucionario de Operaciones. Porque si hay algo que tenía Manuel era un proyecto de país con un desarrollo autónomo. Basta leer sus trabajos económicos en la Gazeta o el Correo de Comercio para comprender que su liberalismo concluía donde comenzaban los perjuicios para la economía local. Sus trabajos sobre intercambio económico incluyen medidas proteccionistas, espionaje, diplomacia para la exportación, creación de valor agregado a través del trabajo, necesidad de industrialización, intervencionismo estatal.
En síntesis, se trata de un liberal nacionalista pragmático. Pero, ¿qué significa exactamente eso? Se trata de estar convencido de que la libertad económica favorece el desarrollo de las dinámicas de creación de riquezas pero que tienen un límite, es decir, que hay un nosotros –la patria– que interviene lo dogmático para transformarlo en empírico. Liberalismo, sí, pero mientras favorezca a la Nación. Un pragmatismo del nosotros, de una identidad concreta. Belgrano no llega a ser un líder popular como Dorrego, como Artigas, como otros caudillos federales. Su concepción sobre los sectores populares no se lo permite. Sin embargo, tiene una idea de democracia mucho más profunda que la de los liberales conservadores que se legitiman con su figura.
Quizás una de las definiciones más ricas y contradictorias que se hayan escrito sobre Belgrano fue la que dio el tucumano Juan Bautista Alberdi: “Mitre y Sarmiento… quieren reemplazar los caudillos de poncho por los caudillos de frac; la democracia semi-bárbara, que despedaza las constituciones republicanas a latigazos, por la democracia semi-civilizada, que despedaza las constituciones con cañones rayados, y no con la mira de matarlas sino para reconstruirlas más bonitas; la democracia de las multitudes de las campañas, por la democracia del pueblo notable y decente de las ciudades, es decir, las mayorías por las minorías populares; la democracia que es democracia, por la democracia que es oligarquía… Belgrano, para librar al país de los Artigas y los Francia, no trataba de exterminarlos, sino buscaba la cooperación de ellos mismos para dar a la democracia la forma que la libre de tener por jefes caudillos semi-bárbaros, elegidos por las campañas, y caudillos semi-cultos, elegidos por las ciudades; y que, en lugar de caudillos, o jefes populares de toda especie, tomase una personificación permanente en la forma de gobierno adoptado por la civilización de la Europa liberal, que dé paz y libertad a las campañas y a las ciudades, a los semi-bárbaros y a los semi-cultos, sin perjuicio del derecho democrático de todos a tomar en la gestión de gobierno la parte que le concede esencialmente la necesidad de moderarlo y mantenerlo dentro de la ley y del respeto de los derechos populares. Eso quería Belgrano…” O al menos eso quería el Belgrano de Alberdi.
El mismo Belgrano había escrito diez años atrás en el Diario del Comercio la importancia de la unidad para los pueblos del mundo. “La unión ha sostenido a las Naciones contra los ataques más bien meditados del poder, y las ha elevado al grado de mayor engrandecimiento; hallando por su medio cuantos recursos han necesitado, en todas las circunstancias, o para sobrellevar los infortunios, o para aprovecharse de las ventajas que el orden de los acontecimientos les ha presentado –sostenía en mayo de 1810–. Ella es la única, capaz de sacar a las Naciones del estado de opresión en que las ponen sus enemigos; de volverlas a su esplendor, y de contenerlas en las orillas del precipicio: infinitos ejemplares nos presenta la Historia en comprobación de esto; y así es que los políticos sabios de todas las Naciones, siempre han aconsejado á las suyas, que sea perpetua la unión; y que exista del mismo modo el afecto fraternal entre todos los Ciudadanos. La unión es la muralla política contra la cual se dirigen los tiros de los enemigos exteriores é interiores; porque conocen que arruinándola, está arruinada la Nación; venciendo por lo general el partido de la injusticia, y de la sinrazón á quien, comúnmente, lo diremos más bien, siempre se agrega el que aspira á subyugarla. Por lo tanto, es la joya más preciosa que tienen las Naciones. Infelices aquellas que dejan arrebatársela, o que permitan, siquiera, que se les descomponga; su ruina es inevitable.”
Una década después, el 20 de junio de 1820, a los 50 años recién cumplidos, Manuel –el mismo que había ido a estudiar a Salamanca porque su familia era de sólida posición económica– moría en la más absoluta de las pobrezas. Y ese mismo día, la política pequeña le “pegaba una gastada” cruel: conocido como “el día de los tres gobernadores” se producía el fin de la Revolución de Mayo con la caída del Directorio Supremo y la disolución de todo poder central en la Provincias Unidas del Río de la Plata. Tres soberanías diferentes reclamaban su jefatura y las provincias se replegaban sobre sí mismas, desconociendo el poder central –soberbio y mal llevado– de Buenos Aires. Belgrano, el ideólogo de la unidad, moría en un país descuajeringado. Es que nuestra historia es así. Melancólicamente irónica, como le gustaba decir a Ernesto Sabato.
TIEMPO ARGENTINO