05 Jun La ecología, una inversión a largo plazo
Por Luis Castelli
Por lo menos, hay que tratar de comprenderlo: nuestro destino y el del resto de la vida en la Tierra están inseparablemente ligados. Aunque creamos que a uno le puede ir bien a costa del otro. La naturaleza no desaparece sola: el ser humano desaparece con ella. La humanidad se extingue junto con aquello que extingue.
En los inicios del siglo XXI, la diversidad biológica atraviesa uno de los períodos más oscuros de su larga historia. El homo sapiens, convertido en un potentado biológico, ha alcanzado la capacidad de dominar otras formas de vida y, desde esa posición, amenaza la existencia de la mayoría, incluyendo la de su propia especie. Su poder es demoledor: 27.000 especies, vegetales y animales, desaparecen cada año. Algo así como 74 especies por día. Tres especies cada hora. Para saciar sus necesidades ha transformado de algún modo casi la mitad de la superficie de la Tierra no cubierta por el hielo. Ha construido represas y desviado ríos. Ha secado áreas de humedales y ha hecho crecer allí sus edificios, sus fábricas. Los desiertos se han ido apoderando de sitios donde antes resplandecía la cobertura vegetal. Ha diseminado sustancias tóxicas.
La tecnología ha escapado a nuestro control. Hemos alterado la atmósfera y el clima. Hemos alcanzado una tasa media de extinción 10.000 veces más rápida que la que prevaleció a fines de la era mesozoica, hace 65 millones de años, cuando desaparecieron tres cuartas partes de todas las especies, incluidos los dinosaurios. Pareciera que nuestra identidad se fortaleciera aboliendo todo aquello que no es humano. Los especialistas aseguran que estamos acercándonos a otra gran extinción, con características similares a las cinco grandes registradas en la historia de nuestro planeta. Sólo que ahora no será provocada por un meteorito, una erupción volcánica o alguna otra catástrofe natural. Habremos sido nosotros, convertidos en seres insensibles a todo cuanto nos rodeaba. Más allá de la imprescindible relación ética con la naturaleza, del respeto a todos los seres y del compromiso de preservar los recursos naturales para las futuras generaciones, no hay conciencia de que el mantenimiento de los servicios ecológicos constituye una inversión a largo plazo. Porque las especies silvestres, además de fuente de alimento y belleza, abrigan en sus genes un potencial incalculable de información, entre otros usos, para el desarrollo de productos medicinales.
Lo mencionado hasta aquí es suficiente para que consideremos inaceptables la indiferencia y la impasividad con que el mundo observa, por ejemplo, cómo un 5% de la superficie terrestre se quema cada año para ampliar los campos cultivables o fertilizar los antiguos, sobrecargando así la atmósfera con un mayor volumen de gases de efecto invernadero. Un mes atrás, la Organización Meteorológica Mundial informó que, en todo el hemisferio norte, los niveles de dióxido de carbono alcanzaron, por primera vez en la historia humana, las 400 partes por millón (ppm). La cifra resulta aún más sobrecogedora si pensamos que, durante los últimos 800.000 años, el nivel de dióxido de carbono en la atmósfera ha fluctuado entre 180 ppm y 280 ppm. Porque el cambio climático es la otra cara de la industrialización. ¿Es posible detenerlo?
Tal como se concibe el desarrollo, nuestra civilización está convocada a afrontar en un futuro próximo desafíos ineludibles. ¿Cómo proveer a una población mundial, que crecerá en alrededor de 2000 millones de personas durante los próximos 20 años, en un contexto de creciente escasez de recursos clave como el agua, el petróleo y las tierras cultivables? ¿Cómo dar trabajo a cientos de millones de personas? Sabemos que, si no hay trabajo, los conflictos sociales se multiplican y profundizan, y también sabemos que, sin el apoyo popular, ningún gobierno sobrevive. Y dado que, en política, el mandato es siempre un hacer y que la naturaleza es considerada sólo como un insumo de producción, un recurso rentable, parece inexorable que quienes detenten el poder se inclinen por hacer lo necesario para disponer abusivamente de ella.
Implementar nuevas políticas que permitan un progreso aliado al cuidado del planeta es posible. Para ello, será imprescindible advertir que la deshumanización del hombre y la extinción del medio van juntas. La magnitud del problema que está en juego requiere adoptar un profundo sentido de mediano y largo plazo. Esto significa, nada menos, que trabajar activamente en evitar la negación y la mirada coyuntural, hasta hoy dominante, bajo cuya autoridad toda política de prevención es desacreditada como impracticable. Cuando prepondera la sensibilidad circunscripta al corto plazo, supeditada a intereses particulares o a propósitos demagógicos, difícilmente se comprende la importancia de llevar adelante políticas preventivas o que promuevan una relación armónica con el planeta.
Llegamos al siglo XXI sin emplear el poder de la tecnología para construir un mundo nuevo, un mundo donde comprendamos que servimos mejor a la especie humana si no causamos daños a las otras formas de vida en el planeta, un mundo donde el Día del Ambiente se celebre iluminado, prioritariamente, con energía obtenida de nuestros residuos, del viento o del sol. O brindando porque pudimos impedir que nuevas especies desaparezcan. Un mundo con discernimiento de que lo otro somos nosotros.
Ocupados en nuestras madrigueras urbanas, distraídos patológicamente, fascinados por la tecnología, olvidamos la belleza del planeta e ignoramos lo que sucede a nuestro alrededor. La desconexión entre la magnitud del problema y las acciones para mitigarlo es absoluta. Nada sugiere que nuestro modo de vida esté amenazado. No somos conscientes de nuestra fragilidad. Ortega diría: “No sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa”. Estamos pagando el precio de una civilización deshumanizada que cree construir nuevos ecosistemas con nubes de luciérnagas sintéticas. Es como si, por momentos, se derrumbara la racionalidad humana y volviéramos a una época más remota aún que la de aquellos homínidos, pero complacidos no con contemplar un desfile incesante de majestuosos mamíferos terrestres, sino con esa tecnología de lo efímero que nos permite tuitear: “Feliz Día del Ambiente”.
LA NACION