15 Jun Jacques Rancière: “la palabra no es más moral que la imagen”
Por Luisa Corradini
Formado en el marxismo, el filósofo francés, que pronto visitará el país, explica su idea de la emancipación en el campo de la política, del saber y de la estética, y hace una reflexión crítica sobre el populismo y la democracia en América Latina
Más que como filósofo, Jacques Rancière podría ser definido como dinamitador de muros. De esos muros que, desde Platón, separan a los hombres entre los que saben y los que ignoran, los que dirigen y los que obedecen, los que dan lecciones y los que escuchan. En pocas palabras, Jacques Rancière es un empecinado emancipador.
Hace casi cuatro décadas que ese hombre sereno y tímido, que nació en Argel en 1940, polémico pensador y dueño de una notable agudeza intelectual, se destaca en la escena filosófica contemporánea. Durante casi 40 años y a lo largo de más de 30 libros repite que -ya sea en el terreno político, estético o educativo- “los incapaces son capaces”. Y que sólo basta “desplazar la mirada” para descubrir sus capacidades y sus competencias. Todos los hombres pueden filosofar, pensar y dar nacimiento a otros mundos posibles. La política comienza incluso cuando “la igualdad de cualquiera se inscribe en la libertad del pueblo”, escribió en La Mésentente (1995).
Confrontado a la filosofía desde su juventud a través de la literatura, representante de la juventud marxista formada en el estructuralismo, el psicoanálisis y la antropología, Rancière se alejó de esa corriente después de Mayo del 68 para dedicarse a estudiar la historia del pensamiento obrero del siglo XIX. Desde que rompió con el marxismo científico -que practicó cuando era alumno de Louis Althusser en la célebre Ecole Normale Supérieure (ENS) de París-, se dedicó a borrar las tradicionales jerarquías de su disciplina. Al insistir en la igualdad intelectual de los ciudadanos ante el poder y el saber, su objetivo es dinamitar las bases del dogma del filósofo-rey o del intelectual que pretende practicar la verdad ante la sociedad en nombre de la ciencia todopoderosa.
Mientras espera el momento de viajar a Buenos Aires, donde dará un ciclo de conferencias en la Universidad Nacional de San Martín entre el 15 y el 20 de octubre y recibirá el título de Doctor Honoris Causa, Jacques Rancière recibió a adn cultura en su casa del distrito IX de París.
Profesor emérito de política y de estética en la Universidad de París VIII y en la European Graduate School, con sede en Suiza, el filósofo reconoce la importancia de su paso por la cátedra de Althusser. “En el althusserismo había una apertura, una integración de las invenciones realizadas en otros terrenos como la etnología, la historia o el psicoanálisis y, al mismo tiempo, una fe ciega en la necesidad de la ciencia para hacer avanzar la práctica e iluminar a la gente que -decíamos- vivía en la ilusión. Althusser había escrito un texto muy violento contra el movimiento estudiantil para explicar que esos jóvenes activistas no sabían nada de ciencia y nadaban en la ideología: sólo la ciencia divulgada por los maestros de la filosofía y los dirigentes comunistas podía armar las masas frente a la burguesía. Yo me había amoldado a ese discurso ventajoso que nos hacía aparecer como representantes de la verdad ante los estudiantes desorientados. Pero Mayo de 68 fue un brutal despertar: ese discurso científico de la pretendida liberación me pareció el del orden dominante”, relata.
En resumen -confiesa- para la visión marxista de la ideología, los dominados y los explotados están sometidos a la ignorancia por falta de conocimiento, por ignorancia de su situación dentro del sistema. Pero, al mismo tiempo, supone que su situación dentro del sistema produce necesariamente el desconocimiento de esa situación. Vale decir: son dominados porque son ignorantes y son ignorantes porque están dominados. “Esa visión progresista me pareció una repetición de la teoría platónica de la caverna: una forma de poner a cada uno en su lugar y entregar el poder a los que saben. Sin embargo, desde que comencé a trabajar en la historia del pensamiento obrero, se me hizo evidente que nunca fue necesario explicar a un trabajador lo que era la plusvalía o la explotación. Para ellos, el problema no era tomar conciencia de la explotación sino, por el contrario, poder ignorarla, poder deshacerse de la identidad que esa situación les otorgaba y ser capaces de pensarse viviendo en un mundo sin explotación”, explica. Eso es, para Rancière, lo que quiere decir la palabra emancipación.
Sensible a las desigualdades sociales, desde entonces denuncia la dominación, fustiga la usurpación del saber de los maestros ante los ignorantes (por ejemplo, en El maestro ignorante , sobre el cual adn cultura lo entrevistó en abril de 2008) y practica una crítica de la democracia, que es una fuerza activa originada no en el consenso sino en el disenso, es decir, en la redistribución de sitios e identidades que permitan a los desposeídos transformarse en habitantes de un espacio común. En ese proceso de emancipación, el filósofo sitúa la articulación entre política y estética. Desde entonces, su interés por el arte y la estética es inseparable de la política y de un zócalo marxista. Sin embargo, contra aquellos que ven en ella una denegación social o una instrumentación abusiva de las obras, la estética es para él un régimen de pensamiento liberador dentro del cual son cuestionadas las jerarquías establecidas: comprensión y sensibilidad, imagen y palabra, abstracción y representación, arte y vida.
-Dentro de su sistema de pensamiento, ¿qué es la política? ¿Qué la distingue de esa categoría provisoria que usted llama policía?
-La policía es la organización de la sociedad en un todo divisible en partes. Cada una de ellas corresponde a sitios, funciones, competencias y maneras de ser bien definidas. Es la concepción del gobierno como la gestión de ese equilibrio por parte de aquellos que están calificados para hacerlo. Podría tratarse de la antigua división de la sociedad en sacerdotes, guerreros y trabajadores, pero también de la encuesta moderna, que nos indica qué grupo social y qué segmento de edad comparten una opinión. En el mundo moderno, esta práctica asume la característica del consenso que, en vez del acuerdo entre individuos, es más bien una forma de fijar los límites de una posibilidad. Por el contrario, la política supone que los datos son siempre cuestionables, que la comunidad supera siempre toda clasificación de sectores e intereses sociales y que ningún grupo posee la calificación necesaria para gobernar. La política se identifica con la parte de los que no tienen parte. Esto no quiere decir con la parte de los excluidos, sino con la igual capacidad de todos.
-Usted afirma también que política y democracia están íntimamente ligadas?
-Toda una tradición identifica la política con la ciencia y el ejercicio del poder. Existe una infinidad de formas de poder: en la empresa, la escuela, la religión o la familia. Pero ese poder no es verdaderamente político pues hay una distribución estatutaria de las posiciones. En la democracia, el poder político se otorga naturalmente como un poder donde las posiciones no están predefinidas, como un poder ejercido en nombre de aquellos que no lo ejercen. Aristóteles decía que el ciudadano es aquel que participa en el hecho de dirigir y ser dirigido. No hay política cuando el poder pertenece a los descendientes de los supuestos fundadores de la nación o a los monarcas de derecho divino. La política para mí comienza con la democracia porque la democracia es el poder de aquellos que no tienen título particular para ejercer el poder. Es el reconocimiento del poder de cualquiera.
-¿Por eso usted ha dicho que “la democracia es un escándalo” ( El odio a la democracia , 2006)?
-El escándalo democrático ya aparecía en Platón. Para un ateniense bien nacido, era inadmisible la idea de que cualquiera tuviera capacidad para gobernar. Pero la democracia aparece también como un escándalo teórico a través de la figura del gobierno de la casualidad, de la ausencia de legitimidad del poder. Para quienes piensan así, la democracia es como un gigantesco burdel donde todo el mundo hace lo que quiere.
-¿Y por qué esa detestación de la democracia resurge justo ahora?
-El derrumbe soviético fue decisivo. Mientras se podía identificar al enemigo totalitario, era posible alimentar una visión consensual de la democracia como unidad de un sistema constitucional, de libre mercado y valores de libertad individual. Las oligarquías estatistas y financieras podían identificar su poder con la gestión de esa unidad. Tras el derrumbe del bloque soviético, surgió rápidamente la contradicción entre las exigencias de un poder oligárquico mundializado y la idea del poder de cualquiera. Pero, al mismo tiempo, muchos críticos marxistas se reciclaron en críticos de la democracia. Así, autores venidos del marxismo se transformaron en críticos del mercado, la sociedad de consumo y el espectáculo. Esos nuevos teóricos representan al individuo democrático como un consumista insaciable.
-En ese contexto, ¿cuál es la función de la filosofía?
-Estoy totalmente en contra de la idea de que el objetivo de la filosofía sería establecer los fundamentos del saber. Para mí, es mucho más una actividad de deconstrucción, de desclasificación. La filosofía debe cuestionar la pretensión del discurso de las ciencias humanas de delimitar su territorio y sus métodos, y de separar su discurso del de sus propios objetos. Las ciencias humanas y la filosofía están constituidas por descripciones, argumentaciones, imágenes que dependen de la lengua y el pensamiento de todos. Para mí, la palabra de los obreros, los pobres, los marginados siempre fue un sistema de pensamiento como cualquier otro.
-¿ Y cuál es el papel de los intelectuales?
-Desde Mayo del 68, los intelectuales se transformaron en “especialistas de los síntomas”. En médicos que hacen diagnósticos, que deploran y juegan al oráculo pero no curan. Se los interroga, se los cita, pero se les pide que no propongan ningún remedio. En Francia, en particular, sirven para decir que la sociedad está enferma. Y repetirlo hasta el cansancio mediante lugares comunes a través de los cuales las elites declaran la enfermedad de sus contemporáneos.
-Efectivamente, la palabra de moda es “crisis”. Todos los “diagnósticos” lo confirman. ¿Habría que entender por el contrario que no hay crisis?
-No me gusta el discurso sobre la crisis. No sólo se ha transformado en un concepto global (las democracias están en crisis, el arte está en crisis, etc.) sino que interpreta toda situación en forma clínica. Cuando se habla de “una crisis de los suburbios”, se designa “un grupo con problemas”, un objeto de temor y de estudio para una medicina intelectual y social. No hay crisis de la democracia sino déficit democrático, no es lo mismo. Es necesario salir de ese tipo de explicación y poner en valor las nuevas formas de convivencia que aparecen en esos terrenos.
-Frente a esa situación, ¿cuál es el rol del filósofo contemporáneo?
-El filósofo debería evitar hacer diagnósticos. La filosofía es una actividad que desplaza las competencias y las fronteras: que cuestiona el saber de los gobernantes, de los sociólogos, de los periodistas e intenta atravesar terrenos cercados. El filósofo no debería darse aires de experto. Porque esas supuestas “competencias” son una forma de rechazar a aquellos que serán calificados de “incompetentes”, cuando el filósofo busque justamente poner en evidencia la capacidad de pensar de cada uno. El objetivo de un filósofo es salir de esa vieja tradición intelectual que consiste en explicar a “aquellos que no comprenden”, en vez de valorizar las capacidades intelectuales que pertenecen a todos.
-Uno de los temas que desarrollará en su paso por Buenos Aires será la relación entre política, estética y arte. ¿Podemos hablar de esa relación?
-La estética no es una disciplina sino una forma de pensamiento del arte que nació en la Revolución Francesa y opera a su manera un cuestionamiento del orden jerárquico. Esto concierne antes que nada el objetivo de una obra: antes de 1789, la obra de arte estaba destinada a ilustrar la fe religiosa, a celebrar las hazañas de los monarcas o a decorar residencias aristocráticas. Hoy, esas obras están destinadas a cualquiera, a todos.
-En uno de sus últimos ensayos, El espectador emancipado , usted afirma que la idea de la capacidad crítica del arte, así como su capacidad de movilización, prácticamente ha desaparecido. ¿Cuál es la explicación?
-Hubo una época en que el arte vehiculizaba claramente un mensaje político y la crítica trataba de develar ese mensaje en las obras. Por ejemplo, era la época de Bertolt Brecht, cuyo teatro denunciaba explícitamente las contradicciones sociales y el poder del capital. O entre los años 1960 y 1970, cuando se desarrolló la denuncia de la sociedad del espectáculo, con Guy Debord. Entonces se creía que mostrando ciertas imágenes del poder -como una montaña de mercadería o starlettes exhibiéndose en las playas de Cannes- se haría nacer en el espectador una conciencia del sistema de dominación reinante y la aspiración de combatirlo. Es esa tradición del arte crítico la que está en vías de desaparición desde hace 25 o 30 años.
-En otras palabras, ya no basta mostrar lo que uno denuncia para hacer salir la gente a la calle?
-La verdad es que eso nunca bastó. En los siglos XVII y XVIII se creía que mostrando el vicio y la virtud en el teatro se incitaría a los hombres a evitar el mal y apegarse al bien. Sin embargo, desde el siglo XVIII Rousseau demostró que no era así: difícil imaginar que la gente se aleja del mal después de ver una representación. Poco a poco quedó demostrado que no había ningún efecto directo entre la intención del artista y la forma de recibir del espectador. La obra no moviliza a menos que uno esté ya convencido. De lo contrario, se tiene la impresión de estar ante una imagen de propaganda. La verdad es que, en la actualidad, las imágenes críticas están omnipresentes en la sociedad. Pero no revelan nada: todos son conscientes de que vivimos en una sociedad hiperconsumista.
-¿Entonces ha desaparecido la posibilidad de todo arte crítico?
-No, a condición de derrumbar los estereotipos y cambiar la distribución de roles. En una frase muy provocadora, Jean-Luc Godard afirmó que la epopeya estaba reservada a los israelíes y el documental, a los palestinos. Lo que quiso decir es que la ficción es un lujo, y que lo único que queda a los pobres es mostrar su realidad, su miseria. Algunos artistas lo consiguen. El portugués Pedro Costa, por ejemplo, filma a los inmigrantes y los drogadictos en los suburbios de Lisboa, permitiéndoles construir una palabra a la altura de sus destinos.
-Ya que hablamos de imagen, usted rechaza el discurso actual, según el cual el hombre contemporáneo está sumergido en un océano de imágenes, con frecuencia demasiado violentas y hasta intolerables?
-Cuando miro televisión, veo gente que habla y muy pocas imágenes de la realidad. Veo un desfile de expertos, gente que viene a decirnos qué hay que pensar de esas pocas imágenes que vemos. ¿Qué dicen esos expertos? “Hay demasiadas imágenes intolerables. Les vamos a mostrar unas pocas y, sobre todo, se las vamos a explicar. Porque la desgracia de las víctimas es que ellas no comprenden muy bien lo que les sucede. Y la desgracia de ustedes, telespectadores, es que tampoco comprenden. Por suerte, estamos nosotros.”
-Es verdad que, con frecuencia, la violencia de las imágenes lleva a los productores de televisión a pensar que más vale hablar que mostrar.
-En resumen: la ventaja de la palabra es que pone distancia con el hecho descarnado. Creo, por el contrario, que en materia de horror, la imagen y la palabra deberían estar en el mismo plano. Si uno quiere evocar el exterminio de los judíos europeos -se recurra a imágenes filmadas por los Sonderkommandos en Birkenau o a un relato de los guardias de ese campo de concentración- el resultado será el mismo: una representación del horror. La palabra no es más moral que la imagen. También “hace ver” a su manera.
-Ya se trate de América Latina o de Europa, cada vez con más frecuencia se utiliza la palabra populismo. Se usa para calificar la forma de gobernar de Hugo Chávez en Venezuela, la xenofobia antiislámica de Marine Le Pen, la denuncia de las elites durante la campaña presidencial francesa por parte de Jean-Luc Mélenchon? ¿Qué contiene el populismo que choca tanto a las democracias occidentales?
-Es raro, en efecto, el día en que alguien no denuncie algún riesgo de populismo en alguna parte del mundo. Pero no es nada fácil entender lo que se quiere designar a través de esa palabra. La noción de populismo evoca una imagen del pueblo elaborada a fines de siglo XIX por pensadores como Hippolyte Taine, Gustave Le Bon, aterrados por la Comuna de París y el crecimiento del movimiento obrero: una imagen de masas de ignorantes impresionados por los sonoros discursos de líderes carismáticos y conducidos a la violencia extrema por la circulación de rumores descontrolados y miedos contagiosos. Pero el concepto de populismo fue completamente reinventado durante los últimos 20 años.
-Desde la desaparición del comunismo?
-Desde que Occidente dejó de enfrentarse con el enemigo comunista, socialista, totalitario o como se lo quiera llamar. Cuando se planteó la cuestión de cómo sería la democracia a partir de entonces, nuestros gobiernos y todo el sistema mediático-político que gravita en torno se esforzaron en crear un concepto global en el cual incluir todas las formas de resistencia o de rechazo a la lógica de confiscación del pueblo por parte de las oligarquías. Se comenzó entonces a llamar populismo a cosas tan disímiles como la reivindicación de que el pueblo tenga la posibilidad de opinar o -como en el caso de Francia- que se oponga a la entrada de inmigrantes al país. El objetivo final es la estigmatización de toda reivindicación de poder por parte del pueblo.
-¿Pero no cree que en América Latina el populismo tiene una raíz más antigua y otras manifestaciones?
-Sí, en efecto. En América Latina hay una tradición de identificación reforzada entre el pueblo y su líder que define, en realidad, el populismo histórico. Se trata de una suerte de lazo directo, entre el pueblo y su jefe, que cortocircuita todas las formas de representación colectiva. En esos casos, el líder es la encarnación del pueblo. En el caso de Argentina es evidente que hay dos cosas que se mezclan: esa especie de encarnación tan cara al pueblo representada por Cristina Kirchner y políticas de Estado que se oponen a la lógica neoliberal.
-¿Hay que entender entonces que usted aprueba las manifestaciones populistas en América Latina?
-Por un lado, estoy resueltamente a favor de que se desmonte el concepto de populismo tal como funciona actualmente en nuestras sociedades. Pero eso no quiere decir, sin embargo, que validaría el entusiasmo que manifiestan muchos por los gobernantes sudamericanos. Cuando veo que Hugo Chávez quiere ser presidente por tercera vez, me digo que está lejos de ser un demócrata. Un demócrata es aquel que crea las condiciones para que alguien lo suceda cuanto antes. Para que no haya precisamente necesidad de un jefe, de una encarnación suprema de la nación.
LA NACION