Gay Talese “Si los diarios no vigilan las acciones del gobierno, ¿quién lo va a hacer?”

Gay Talese “Si los diarios no vigilan las acciones del gobierno, ¿quién lo va a hacer?”

Por Eduardo Lago
El periodismo deportivo, género en el que Gay Talese (Ocean City, Nueva Jersey, 1932) brilla a la altura de los más grandes, no es más que una de sus facetas, pero la verdad es que en él se encierra el ADN de su escritura: “En el Estado de Nueva York, a unos noventa kilómetros de Manhattan en dirección norte, al pie de una montaña, hay un antiguo club social abandonado. La pista de baile está cubierta de polvo; los taburetes del bar, patas arriba, y nadie recuerda cuándo fue la última vez que se afinó el piano.”. Así comienza “El perdedor”, uno de los 37 artículos que escribió Gay Talese sobre Floyd Patterson y que recoge El silencio del héroe, la antología de crónicas deportivas de este autor que acaba de publicar en España Alfaguara. Al escritor no le interesan los momentos de gloria que aureolan el pasado del campeón mundial de los pesos pesados más joven de la historia, sino las heridas que dejó en su alma el sabor de la derrota. “El deporte -dejó escrito Talese- trata de gente que pierde, vuelve a perder y pierde una vez más. Se pierden encuentros; después se pierde el trabajo. Puede resultar muy intrigante.” Sí, ya lo sabemos, fue uno de los padres del Nuevo Periodismo. No es que la etiqueta esté gastada, sino que no vale a la hora de calibrar la estatura de este italoamericano de 81 años, autor de crónicas y libros memorables sobre la más diversa variedad de temas que quepa imaginar (las interioridades de la redacción de The New York Times, la mafia, los estándares sexuales de los estadounidenses, la construcción del puente de Verrazano o las Torres Gemelas, la grandeza del anonimato en contraste con las pequeñeces de la fama). Vital, generoso, de conversación amena y desbordante, antes de iniciar la charla, Talese insiste en bajar unos momentos al búnker, como denomina al sótano plagado de cajas de cartón donde conserva las decenas de millares de notas y documentos que integran su archivo. Hijo de un sastre y una modista, obsesionado por los trajes de otra época, casado con Nan Talese, una de las editoras más reconocidas del mundo literario neoyorquino, con quien tiene dos hijas, si hay una palabra que resume todo lo que Gay Talese es y representa, basta con decir que es escritor. Sin adjetivos.

-¿Cuál fue su primer trabajo?
-Chico de los mandados en la sede de The New York Times, en la calle 43. Mi trabajo consistía en llevar café y sándwiches a los redactores y en llevar mensajes de un despacho a otro. Es el trabajo más importante que he tenido jamás, porque me permitía ver los entresijos del diario sin que nadie reparara en mí. Era un edificio de 14 plantas que yo subía y bajaba sin cesar. Tenía acceso a todas las secciones: circulación, ventas, anuncios clasificados, el suplemento dominical, la revista de libros. La torre de marfil estaba en el último piso. Allí tenían sus suites los altos cargos y los propietarios, la familia Sulzberger. Conocí a todo el mundo: editores, redactores jefes, operarios, linotipistas, impresores, los conductores de los camiones de reparto. Fui testigo de rivalidades, de luchas por el poder, huelgas, piquetes, todos los cambios que experimentó el periódico a lo largo de una década.

-Sus años en The New York Times quedaron reflejados en El reino y el poder. ¿Cómo fue el proceso de gestación del libro?
-Hay un momento imborrable que lo cifra todo, la primera vez que puse un pie en la redacción, en 1953. Ante mí se abría el espacio gigantesco del tercer piso, más de 400 personas, hombres y mujeres, tecleando frenéticamente en sus máquinas de escribir, fumando sin parar, en medio de los timbrazos de docenas y docenas de teléfonos. Lo primero que pensé fue que aquel era el lugar con menos mentirosos por metro cuadrado de todo Nueva York. En Wall Street, en la Junta de Educación, en el Ayuntamiento, en la Iglesia hay mentirosos a patadas, pensé, pero aquí no. Dos años después, cuando se cumplió mi sueño de ser periodista, sentí que pasaba a engrosar las filas de una profesión noble cuya máxima aspiración es ser fiel a la verdad. No digo que siempre se consiga, pero ése es el ideal que da sentido a una institución como el Times. El periodismo es una profesión honorable, y no estoy de acuerdo con quienes nos pronostican un futuro tenebroso, porque no hay nada más importante que la verdad. ¿Y quién se ocupa de decirla? Los gobiernos no, ciertamente. El presidente miente; no éste, todos. Siempre encuentran excusas para hacerlo: la seguridad ciudadana, la defensa nacional; no podemos decir qué estamos haciendo. Resulta irónico ver a Obama compungido porque el Senado no ha aprobado una ley que limite el uso de armas, cuando al mismo tiempo se dedica a enviar drones que sueltan bombas que causan la muerte de niños en numerosas partes del planeta. Si los diarios no vigilan las acciones del gobierno, ¿quién lo va a hacer?
-¿Por qué dejó The New York Times?
-Sigo sintiéndome parte del diario. Tengo allí muchos amigos, tanto de los viejos tiempos, aunque muchos han muerto, como entre los más jóvenes. Dejé de trabajar allí al cabo de más de una década, porque había llegado al máximo de mis posibilidades como reportero de plantilla. Lo que yo quería escribir necesitaba más espacio y más tiempo, y eso es algo que no es posible hacer en un diario. El tipo de reportaje que me interesaba escribir sólo se podía realizar en cierto tipo de revistas, y así fue como empecé a colaborar con Esquire, aunque irónicamente el primer trabajo que hice para ellos tenía que ver con The New York Times. Escribí un perfil sobre el periodista encargado de redactar los obituarios, un personaje anónimo, que son los que más me han atraído siempre. El artículo se titulaba “Mr. Bad News” (“Don Malas Noticias”). Por aquel entonces también colaboraba con Esquire Tom Wolfe. Fueron nuestros primeros pasos en una nueva forma de entender el periodismo.

-Otra gran institución neoyorquina para la que nunca ha dejado de escribir es The New Yorker.
-Publican cosas que ninguna otra revista se atrevería a sacar. Siempre he colaborado con ellos. Cuando hace años nombraron a su director actual, David Remnick, un joven periodista a quien profeso un enorme respeto, me llamó para decirme que contaba conmigo. Escribí una nota sobre los trabajadores que habían participado en la construcción del puente Verrazano, que une Brooklyn con Staten Island.

-¿Qué lo llevó a volver sobre un asunto al que había dedicado un libro hacía casi 40 años?
-En mi opinión, aunque se publique, nunca se llega a cerrar realmente ninguna historia. Siempre quedan resquicios que desembocan en otras historias. Si uno vuelve a algo escrito hace 10, 20, 30 años, siempre descubre cosas sorprendentes, y eso es lo que me ocurrió con esta historia. Publiqué The Bridge (El puente) en 1964, cuando todavía trabajaba para el Times. Tenía dos días libres a la semana y los dedicaba a recopilar material para el libro. Iba al lugar donde se estaban llevando a cabo los trabajos de construcción, muchas veces por la noche. Usted ha visto cómo es el búnker, como llamo a mi estudio. Ahí lo tengo todo archivado en cajas. Una tarde, sería el año 2002, me fijé en la etiqueta que dice “El puente” y me pregunté qué habría sido de los trabajadores que construyeron el Verrazano, con quienes me había entrevistado tantas veces. Abrí la caja, me puse a repasar las notas y decidí hacer algunas llamadas telefónicas. ¿Qué habían hecho una vez concluida la construcción? Resulta que a muchos los habían contratado para la construcción del World Trade Center. Estoy hablando de especialistas en la construcción de estructuras metálicas a grandes alturas. Pertenecen a un sindicato que se ocupa de su contratación en obras públicas de gran envergadura. ¿Y qué sintieron al ver que el resultado de su trabajo se había desvanecido en apenas unas horas cuando tuvieron lugar los atentados de septiembre de 2001? Su respuesta me desarmó. La destrucción no les había causado la menor sorpresa. ¿Pero cómo es posible?, les pregunté. ¿Qué quieren decir con eso? Sabíamos que aquello no valía para nada, no era una estructura sólida, las torres estaban hechas de aire, eran jaulas para pájaros. Nada que ver con la estructura formidable del Verrazano o de rascacielos como los de antes, el Empire State por ejemplo. Esas estructuras habrían aguantado el impacto de un avión, pero cuando erigimos las Torres Gemelas sabíamos que aquello era muy distinto. No se trata sólo de que el arquitecto no fuera muy bueno, sino de la filosofía sobre la que se sustentaba la idea del World Trade Center. Lo único que querían hacer los promotores era maximizar el espacio, rentabilizándolo a fin de obtener el mayor margen de beneficio, alquilando la mayor cantidad de superficie posible. Así que cuando los aviones se estrellaron contra las torres y las atravesaron de lado a lado, antes de ponerse el sol se habían derrumbado, convertidas en columnas de ceniza y humo.

-Ahora que lo dice, es cierto que en una ocasión se estrelló un avión contra el Empire State.
-Exacto, y rebotó.

-¿Cuál es su estilo ideal?
-Me gustan las frases largas, melodiosas, de estructura compleja, con elementos subordinados, como las que escribían Scott Fitzgerald o John Fowles, un gran escritor, hoy olvidado. Mi modelo son los grandes maestros de la frase larga.

-Lo que usted hace no es ficción, pero su visión de la escritura no está muy alejada de la del novelista.
-Creo que es legítimo escribir notas con las armas propias del contador de historias. Yo aspiro a ser un buen contador de historias, con un matiz importante, y es que no me aparto de los hechos y sólo utilizo nombres reales. Hay grandes novelistas que han sido magníficos periodistas, como Graham Greene, John O’Hara o Hemingway. Yo escribo notas, y una nota no es ficción. Hay que poner mucho cuidado en no imaginar absolutamente nada. Que imagine el novelista. El escritor de no ficción tiene que trabajar el interior del personaje, su entorno, la atmósfera en que existe. Todo eso le da a la crónica un aire de ficción, pero hay diferencias y matices. En una buena nota, los hechos se tienen que subordinar al personaje, no al revés.

-¿En qué está trabajando ahora mismo?
-Estoy haciendo un perfil para The New Yorker que cuenta la historia de un voyeur. En 1980, poco después de la publicación de La mujer de tu prójimo, mi libro sobre las costumbres sexuales de los americanos, recibí una carta anónima, remitida desde un apartado de correos de Denver, Colorado. Lástima no haberlo conocido antes, decía, le habría contado algo de interés para su libro. Si alguna vez pasa por Denver, póngase en contacto conmigo. Todavía estaba haciendo la promoción del libro y le dije que podía hacer escala en la ciudad camino de California. Nos citamos en el aeropuerto. Si dispone de unas horas, me gustaría que viera algo. Decidí tomar otro vuelo y me subí a su auto. Durante el camino me explicó que era millonario y que tenía muchos bienes raíces en Denver. Llegamos a un hotel de su propiedad, donde me presentó a su mujer y me explicó que había 21 habitaciones, de las cuales 12 tenían un techo falso. Puedo ver y oír todo lo que hacen y dicen los clientes, dijo. Santo cielo, ¿y si se dan cuenta? No es posible, venga conmigo, quiero que lo vea por sí mismo. Me dijo que llevaba 15 años haciendo aquello. Tomaba notas de todo lo que veía y las conservaba en un archivo que puso a mi disposición. La única condición es que no podía decir su nombre, porque lo llevarían a los tribunales. Le dije que se lo agradecía, pero no podía hacer nada, porque en mis historias tenían que figurar los nombres reales de los personajes. A lo largo de los años, nunca hemos perdido el contacto. Nos escribíamos, hablábamos por teléfono. Su mujer falleció, se volvió a casar, y su segunda mujer se involucró aún más en la cuestión del voyeurismo, hasta el punto de que cuando llegaban nuevos clientes decidían en qué habitación alojarlos, como si fuera un casting. Por fin, el año pasado le dije: “Usted tiene 79 años y yo 80. No nos queda mucho tiempo. Si no me da permiso para utilizar su nombre, esta historia jamás saldrá”. Se mostró de acuerdo y me autoriza a revelar su nombre cuando el artículo esté listo.

-¿Cuándo será eso?
-No lo sé.

-Creo que lo que procede ahora sería hablar del libro que dio lugar a la historia que me acaba de contar, La mujer de tu prójimo.
-Ese libro estuvo a punto de costarme mi matrimonio. Surgió como una indagación acerca de la percepción que se tiene en la sociedad de lo que es obsceno, pornográfico o pecaminoso, asunto que puede tener consecuencias legales. Cuando aún trabajaba para The New York Times, tuve que cubrir algunos juicios por obscenidad. Recuerdo cuando un juez invalidó la acusación de obscenidad que pesaba sobre El amante de lady Chatterley, de D. H. Lawrence. De repente podía publicarse legalmente. También recuerdo cuando la homosexualidad era un delito que se podía castigar con la cárcel. En algunos Estados también se penaba con prisión el adulterio o si alguien de raza blanca mantenía relaciones sexuales con una persona de raza negra. Una noche, después de cenar con mi mujer en P. J. Clarke’s, un restaurante que queda a unas manzanas de aquí, vi que habían puesto un letrero luminoso que decía “Modelos desnudas”, y le propuse a mi mujer que subiéramos a investigar. Vete tú, me dijo. Estaban cerrando, pero volví al día siguiente. Las chicas que trabajaban allí eran muy jóvenes y casi todas tenían estudios universitarios. Me puse a indagar en sus vidas y a través de aquello vi lo mucho que había cambiado la actitud de mis compatriotas hacia el sexo. Era un negocio totalmente abierto al público y legal. Me puse de acuerdo con el dueño y durante un tiempo hice de mánager de aquel local. Las chicas trabajaban para mí, obteniendo información de los clientes y escribiéndola. Alguna escribía muy bien. Hice eso en varios locales. Completé mi estudio pasando una temporada en Sandstone, una colonia donde se practicaba el sexo libre en California. Los fines de semana podía haber hasta 200 matrimonios que participaban en fiestas donde se practicaba el intercambio de pareja. Cuando por fin publiqué el libro, no sólo había puesto en peligro mi matrimonio, sino que también mi reputación cayó por los suelos. No es que las reseñas fueran negativas; eran venenosas, salvo dos, una de un catedrático de Harvard y otra de Virginia Johnson, una de las autoras del famoso informe sobre la sexualidad de Masters y Johnson. Viví una situación con muchas facetas: por una parte, el libro tuvo ventas millonarias; por otra, tardé mucho en recuperar la respetabilidad.
-Se presenta ahora en español El silencio del héroe, recopilación de sus mejores crónicas de periodismo deportivo. ¿Qué representa ese libro en su carrera?
-Es un recorrido histórico por una de las facetas más relevantes de mi trayectoria como reportero. Hay piezas de cuando estaba en secundaria, de cuando estaba en la universidad y de mis primeros años como periodista deportivo en The New York Times hasta mis trabajos más recientes, como el perfil sobre Joe Girardi, el mánager de los Yankees, que es mi última colaboración para The New Yorker y que no estaba en la edición estadounidense y yo he querido que se incluya en la española.

-El libro recoge perfiles y reportajes que no se habían publicado anteriormente en ninguna revista.
-Pasa a veces. En eso, el escritor comparte el destino del atleta: a veces se gana, pero también muchas veces se pierde. Lo importante es no amilanarse nunca. He escrito historias que los editores después han rechazado, y luego las recupero en libros como éste.

-¿De qué piezas guarda mejor recuerdo entre las antologadas en este volumen?
-Yo diría que “Alí en La Habana”. Muchas veces me han dicho que esa crónica y “Frank Sinatra está resfriado”, que no es un reportaje deportivo, obviamente, son mis mejores trabajos. Tuve muchos problemas para publicar “Alí en La Habana”. Fue un encargo que me hizo The Nation, que tenía mucho interés porque cubriera el viaje de Alí a Cuba. Cuando lo entregué, me dijeron que habían decidido no publicarlo porque era demasiado largo. Entonces se lo ofrecí a The New Yorker, pero también lo rechazó. Pensándolo bien, la lista de rechazos es espectacular: Rolling Stone, GQ, Esquire y Commentary tampoco lo quisieron. El problema era que lo que contaba en el artículo no era noticia. La noticia era que yo seguía los pasos de Mohamed Alí. Pero luego hubo un acto de justicia poética, y es que el artículo fue elegido entre los mejores ensayos del año 1997. Fue una pequeña venganza. En ese sentido encaja perfectamente con el espíritu de El silencio del héroe. Los protagonistas son ídolos caídos, héroes que han dejado de serlo. Floyd Patterson, disfrazándose para que nadie lo reconociera después de que lo dejaran fuera de combate y le arrebataran la corona mundial. Joe Di Maggio, el mejor jugador de béisbol de todos los tiempos, entrado en años y hundido para siempre en el recuerdo de Marilyn Monroe, tratando de agarrar con precisión un bate. Creo que las mejores crónicas del libro son la de Di Maggio y la de Patterson.

-¿Y el retrato que hace de Joe Louis cuando es ya un hombre de mediana edad?
-Según dicen, cuando Tom Wolfe leyó esa crónica, acuñó la expresión Nuevo Periodismo. No sé. Según Tom, la lectura de esa pieza le permitió descubrir los engranajes de mi técnica, pero la verdad es que yo ya llevaba años escribiendo así.

-Da la sensación de que la idea que sustenta su forma de entender el reportaje es la de permanencia. Le repugna la idea de escribir cosas destinadas al olvido. Se niega a que sus textos acaben en la papelera al día siguiente de ser publicados.
-En mi opinión, una buena historia nunca muere.

-¿Se mantiene en contacto con Tom Wolfe?
-Cené con él hace un par de semanas. Por cierto, vamos a aparecer juntos en una recopilación de artículos sobre el asesinato de John Fitzgerald Kennedy que va a publicar Life Books. La historia es muy interesante. El día en que asesinaron al presidente Kennedy me encargaron que saliera a la calle para observar las reacciones de la gente. Me puse a dar vueltas por la ciudad y al cabo de no mucho tiempo me di de narices con Tom Wolfe. ¡Tom! ¿Qué haces? El jefe de redacción me pidió que me dé una vuelta por Manhattan para ver cómo reacciona la gente al atentado de Dallas. Pero, a mí me han pedido lo mismo. ¿Qué te parece si tomamos un taxi a medias y compartimos gastos? Estuvimos cuatro o cinco horas juntos. Fuimos a Chinatown, Little Italy, Wall Street, el Upper West Side, Broadway, y en ningún lugar vimos nada digno de mención. Nadie saltó por la ventana, no había gente tirada en la calle llorando. El ambiente era de total normalidad. Nos despedimos. Cuando volví al diario, le dije a mi editor que me gustaría escribir acerca de la falta de emoción de la gente ante una noticia de tal calibre. Mejor déjalo, me respondió. Al día siguiente, lo primero que hice nada más levantarme fue comprar el Herald Tribune para ver qué había escrito Tom. Miré el diario de arriba abajo y tampoco encontré nada. Ni rastro de nuestro paseo por la ciudad el día anterior. De modo que a los supuestos gigantes del llamado Nuevo Periodismo les habían encargado escribir acerca de algo tan potente como el asesinato de JFK y ninguno de los dos consiguió colocar su nota. El otro día, cenando con él, lo recordamos. Dos viejos sabuesos evocando los tiempos en que éramos unos jóvenes pletóricos de energía que cuando entregaron su crónica sobre el magnicidio de Dallas se la tumbaron. Ahora que Life va a publicar un volumen con motivo del 50º aniversario del crimen, por fin van a ver la luz.

-Mirando hacia atrás, ¿se arrepiente de algo?
-No.

-¿Quién ha sido su mejor amigo?
-David Halberstam [premio Pulitzer de periodismo en 1964]. Tuvo mucho éxito en vida, pero lo que le envidio es el éxito que tuvo en la muerte. Murió en 2007 en un accidente automovilístico, en California, cuando se dirigía a hacer una entrevista. Ojalá yo tenga una muerte así. No quisiera acabar mis días tirado en la cama de un hospital o en una silla de ruedas o con alzhéimer. Si supiera que me espera una muerte así, me volaría la tapa de los sesos..