29 Jun “En Chandler hay mucho del dandi inglés”
Por Pedro B. Rey
La posibilidad de un escritor bifronte está lejos de ser novedosa. A la extensa lista de narradores que concibieron libros a dúo a lo largo de la historia (desde Charles Dickens y Wilkie Collins hasta los franceses que firmaban con el seudónimo conjunto Boileau-Narcejac y ciertos argentinos que lo hicieron como Honorio Bustos Domecq), el último cuarto del siglo XX sumó un nuevo hábito: el de completar por medio de un segundo autor lo que un primero, ya fallecido, dejó eventualmente inconcluso. Al morir Raymond Chandler (1888-1959), por ejemplo, quedaron en su escritorio cuatro capítulos de Poodle Springs, la obra en la que estaba trabajando. En 1989 (para celebrar el centenario de su nacimiento), los herederos le asignaron a un experimentado creador de policiales, Robert B. Parker, la tarea detectivesca de investigar las notas del escritor y desarrollar el libro hasta completarlo. Más tarde y por las suyas, Parker entregaría una novela más con Philip Marlowe, el original private eye concebido por Chandler. Perchance to Dream se llamó esa deliberada secuela de El sueño eterno.
El irlandés John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) se acaba de sumar a la nómina de autores que aprovechan imaginarios previos y ajenos, aunque en su caso no se trate de un texto trunco. La rubia de ojos negros, que apareció recientemente en español, está más cerca de una tarea mediúmnica que de una imitación o de una parodia involuntaria. Si en vez de publicarla bajo su pseudónimo policial, Benjamin Black, Banville se hubiera propuesto como una versión contemporánea de Chatterton o James Macpherson (aquellos memorables falsarios, precursores del romanticismo, que quisieron hacer pasar sus obras por las de otros escribas, en su caso inexistentes) y la hubiera dejado estratégicamente colocada en un arcón para que la encontrara un especialista, éste la habría considerado prima facie una narración perdida de Chandler. La novela sigue tan de cerca la forma de narrar y estructurar los relatos del autor de El largo adiós, se apropia con tal imperturbabilidad del fraseo y respiración de esa prosa poética, cáustica y desencantada, que podría definírsela como parte de un género potencial: la literatura mimética.
Hace una década difícilmente un lector hubiera imaginado a Banville remedando una “novela de Chandler”. Para entonces, el irlandés había publicado novelas con toques posmodernos, sustentadas en una lengua plástica, turbia y colorida, que lo convirtieron en uno de los pocos autores de lengua inglesa que parecían seguir la senda inaugurada por Vladimir Nabokov (aunque él mismo prefiera enrolarse como acólito de Henry James). Entre ellas se destacan Mefisto (sobre un matemático déspota y genial), El impostor (donde explora la muy real historia del espía soviético
experto en arte/consejero de la reina Anthony Blunt), la trilogía puzzle formada por Eclipse, Imposturas y Luz antigua y narraciones centradas en Copérnico, Kepler y Newton. En 2006, con la publicación de El secreto de Christine, creó un escritor subsidiario, Benjamin Black, abocado a la novela negra. El sosías, a diferencia de la lenta elaboración de los libros publicados bajo su nombre, fue lanzando libros a ritmo cronometrado: con La rubia… llegan a ocho. Sólo en estas novelas -casi todas situadas en Dublín, durante los años cincuenta y protagonizadas por Quirke, un patólogo de la morgue- empezó a entreverse una vaga impronta chandleriana.
Quizás la razón sea forzosa: para cualquiera que se disponga a escribir dentro del género negro, Chandler representa un polo magnético difícil de sortear. El creador de Marlowe no inventó la figura del detective moderno que, en contraste con los racionales y deductivos Sherlock Holmes del whodunit inglés, debe sobrenadar un mundo oscuro donde priman la acción y la violencia. Un predecesor venerado de Chandler fue, de hecho, Dashiell Hammett, el hacedor de Sam Spade. Marlowe fue una figura, sin embargo, que como se ha repetido en numerosas ocasiones, arrastra el halo solitario del romántico. De su pasado apenas se sabe nada, bebe con método y tiene tendencia a recibir unas palizas (cachetadas femeninas incluidas) que lo vuelven en algún punto desvalido. El cine diseminaría de manera viral esa estampa. La primera versión de Chandler en la pantalla grande, Al borde del abismo (The Big Sleep), de Howard Hawks, a pesar de su caótica puesta argumental, fue clave para que las características de Marlowe se contagiaran a sucesivos detectives que no necesariamente llevaban su nombre.
El poeta W. H. Auden, gran consumidor de policiales (y uno de los primeros críticos que se los tomó en serio), había llegado a la conclusión de que lo que caracterizaba al género era que, una vez revelada la trama, no tenía sentido su relectura. Aunque señaló a Chandler como el único que -cuando todavía primaban las revistas de pulp fiction- les dio categoría literaria. Auden consideró sus libros “estudios serios sobre el medio criminal” (a la ciudad de las novelas la definió como el “Gran Lugar Equivocado”) y sugirió que convenía que se los leyera y juzgara “no como literatura escapista, sino como obras de arte”.
En Chandler no hay únicamente, por lo demás, una prosa dúctil y un héroe con una ética que parece discordar con el entorno de una Los Ángeles (y unos Estados Unidos) donde campea la corrupción, en un despliegue de maldad insolente. También hay una clave de bóveda espacial. Marlowe parece ir y volver de la oficina, su Itaca personal, según lo guíen las carambolas del caso que tiene entre manos. Su otro territorio es la grisura de la ciudad, su cartografía fría, monocorde. “Las ciudades de verdad tiene algo más, una estructura ósea bajo la máscara”, sugiere el personaje en La hermana menor (1949) para bajarle el pulgar a la ciudad que habita y por la que transita.
Banville, en la senda de Chandler, no sólo es un preciso acopiador de imágenes comparativas sorprendentes (como la que asocia el olor del humo de un revólver con la panceta ahumada), sino también un escrupuloso duplicador de sus escenas y ambientes. En el inicio de La rubia de ojos negros, Clare Cavendish, una de esas femmes fatales de falso aire distraído que pueblan los relatos de Marlowe, visita su oficina para que busque a un ex amante al que se suponía muerto y a quien asegura haber visto recientemente, de lejos y al pasar, en un viaje. Esa visita pone en marcha el dispositivo a la Chandler, que consiste en sumar, unos tras otros, sucesos y escenarios, con sus minuciosas descripciones de cuartos, violencia y giros argumentales que no importan tanto como el desbarajuste que configuran. Banville coloca hábilmente al principio una escena en un invernadero (Chandler tiene en su obra al menos dos), un club rico y sospechoso, una implacable secuencia a la vera de una pileta de natación cubierta y una ristra de personajes con debilidades y dobleces. Es más: la novela transcurre en los años cincuenta, siguiendo cronológicamente las historias de Chandler. Hay alusiones directas a Linda Loring (la mujer con la que Marlowe aparece sorpresivamente casado en el comienzo de Poodle Springs) y hace su aparición el personaje capital (nos reservamos el dato) de cierta gran novela del norteamericano.
Un escritor de verdad pierde algo de su aura cuando quien lo imita no queda en ridículo. Quizá un punto a favor de la irreductible singularidad de Chandler es que Banville, para emularlo y no sonar irrisorio, se haya visto obligado a desaparecer completamente detrás de su sombra estética, como un Pierre Menard que, en vez de volver a escribir ciertas páginas de Don Quijote, hubiera tenido que bosquejar, palabra por palabra, la novela que su antecesor ni siquiera imaginó.
Banville aceptó intercambiar preguntas y respuestas sobre la escritura de “su” novela mediante otra técnica algo espiritista: la cibernética que conecta puntos geográficos terriblemente distantes.
-En primer lugar me gustaría saber cómo se le ocurrió recurrir a Philip Marlowe como protagonista. Hubo, por lo que se sabe, un requerimiento de los herederos de Chandler, pero me preguntaba si la posibilidad no venía germinando de algún modo desde mucho antes.
-Fue muy simple. Mi agente, Ed Victor, que también representa al Raymond Chandler Estate, me vino con la idea de que debería intentar una “novela de Philip Marlowe”. Parecía interesante, de modo que me lancé a la aventura de escribirla a comienzos del verano pasado, y para el final del mismo verano ya tenía terminada La rubia de ojos negros. Quizá, como me sugiere, la idea había estado germinando en mí desde mucho antes sin que yo lo supiera, puede ser. Es lo que suele pasar en este tipo de casos. Como fuera, fue una experiencia muy disfrutable, si de verdad se puede decir que escribir es algo que se disfruta.
-El título, La rubia de ojos negros, tiene algo de paradójico. Por lo general las rubias tienen ojos claros o marrones. ¿Lo pensó como un guiño a esta especie de subgénero posmoderno: la de escribir libros de -o como si fueran de- autores que hoy podemos considerar clásicos?
-En realidad Chandler tenía una lista de alrededor de veinte títulos para novelas, que mi agente me mandó cuando ya había empezado a escribir. A los dos nos pareció que La rubia de ojos negros era un título espléndido, así que lo adopté de inmediato. Eso me obligó a volver para atrás y cambiarle el color de cabello y ojos a Clare Cavendish, el personaje al que alude el título: creo que originalmente en mi versión tenía pelo castaño-rojizo y ojos grises. ¿Es Clare una bottle blonde, como se dice en inglés? Vale decir, ¿se tiñe el pelo? Probablemente. Hay muy pocas rubias reales fuera de Escandinavia, y muchas menos todavía en Irlanda.
-Desde el primer libro que publicó como Benjamin Black era bien sabido que detrás de ese nombre se escondía John Banville. ¿Por qué se supo ya en un comienzo y no jugó con el secreto?
-Sólo quería que a los lectores de mis novelas, las que publico como Banville, les quedara en claro que estaba tomando una nueva dirección, y que las novelas policiales que me disponía a escribir no iban a ser elaborados juegos literarios o ficciones posmodernas.
-En Writers in Hollywood, Ian Hamilton contaba una historia sobre Chandler. Decía que William Faulkner y Howard Hawks, cuando se estaba escribiendo el guión de El sueño eterno, se toparon con un callejón sin salida en uno de los muchos subargumentos de la novela. Así que llamaron a Chandler para preguntarle quién había cometido tal o cual crimen y éste les contestó sin mucho humor: “No tengo la menor idea”.
-Sí, le telefonearon a Chandler porque no podían sacar en limpio quién había matado al chofer y lo había tirado con auto y todo al mar desde el muelle del Lido. El mismo Chandler no lo sabía, o no se podía acordar. Si se piensa bien, es algo muy significativo.
-¿Ese caos, ese desorden, es quizás una de las razones escondidas del atractivo que posee la obra de Chandler?
-Seguramente. Como él mismo decía: “No importa un bledo de qué trata un libro”, dado que “todo lo que va a quedar de la escritura es el estilo”. Son sentimientos que comparto de manera absoluta.
-Otra de las razones inobjetables es, claro está, el propio Marlowe. En particular, el tono de su primera persona. ¿Cómo hizo para emular esa voz?
-Sólo me puse a releer las novelas, y de alguna manera pude deslizarme dentro del tono de voz de Chandler. Cuanto más fuerte es el estilo de un escritor más fácil es imitarlo. No podría escribir nunca, por ejemplo, como J. M. Coetzee desde el momento en que hace un esfuerzo tan grande en no tener un estilo, en escribir de la manera más neutra y límpida que le sea posible. Es lo contrario del estilo de Chandler y de Marlowe, que no se puede confundir con ningún otro.
-En La rubia de ojos negros hay una coincidencia entre el estilo de Chandler y algunas pinceladas a la Banville, sobre todo en las comparaciones (por ejemplo, ese humo de pistola que huele a panceta). Y también en las diversas alusiones irlandesas. ¿Lo tuvo en cuenta?
-Hay gente que me dice que ven la mano de Banville aquí y allá, lo que a su manera me alarma un poco. Yo quería “ser” Chandler. Pero claro, no lo soy. Supongo que era inevitable recaer de vez en cuando en mi propia voz. De todos modos, no pretendía repetirlo como un loro, sólo escribir según el espíritu de su obra.
-¿Cómo definiría finalmente el tono de Marlowe?
-Diría que es equilibrado, elegante, agudo e ingenioso, flexible y, a su manera, extrañamente poético.
-Hacia el final del libro, el detective sugiere que la historia por la que acaba de pasar parece “un juego de alta sociedad que había terminado horriblemente mal”. Aunque Chandler es estadounidense, estudió y se formó en Inglaterra. Uno podría preguntarse si la mirada social del personaje, esa conciencia tan británica de clase, no se está colando en la mirada de Marlowe. Como si sus libros tuvieran inoculado algo foráneo al frenesí de la sociedad norteamericana.
-Sí, hay mucho del dandi inglés en Chandler y, por cierto, también en Marlowe. ¿Sabía que los antepasados de Chandler eran irlandeses? Su madre había nacido en Wateford -que está, dicho sea de paso, a unos cincuenta kilómetros de la ciudad en que nací yo- mientras que la familia de su padre era de la misma ciudad. Lo educaron en Dulwich College, al sur de Londres, donde fue el clásico colegial de escuela privada, con blazer y sombrero de paja. Trabajó en Londres como periodista y empleado público, después en Nueva York y en el Medio Oeste americano. Así que hay todo tipo de influencias implicadas. Pero nunca perdió ese toque inglés, y es evidente en sus libros, por todas partes. Es una de las cosas que los hacen tan especiales y los colocan en un estante aparte del trabajo de tantos otros escritores de policiales estadounidenses.
-¿Tiene planeado seguir con una serie Marlowe?
-Podría. Me pidieron que escriba otra, y lo estoy pensando. Pero quizá no debería tentar a la suerte, ¿no?
-¿No extraña a sus propios personajes, al doctor Quirke y los escenarios dublineses de las otras novelas que firma como Benjamin Blake?
-Quirke está en su cripta, durmiendo serenamente en el lecho de su tierra natal, con la tapa del féretro bien firme en su sitio. Supongo que algún día voy a abrir el cajón y sacarlo otra vez a la luz. Y sí, lo extraño, pero sólo un poco.
-¿Le parece pertinente la idea (muy difundida entre nosotros después de Borges y de Ricardo Piglia) de que en cierto modo todo libro es en el fondo un policial donde el lector es una especie de detective?
-Sí, por supuesto, pienso que todas las novelas son novelas de detección. Veamos, por caso, algo que en el contexto de esta conversación parecería un ejemplo altamente improbable: Samuel Beckett. Era un ávido lector de la série noire, la colección de policiales de la editorial Gallimard, que tuvieron influencia en él. En su novela Molloy, el detective Moran es enviado a seguirle el rastro a un tal Molloy. Al comienzo de la narración, Moran escribe: “Es medianoche. La lluvia azota los cristales”, pero al final, produciendo un increíble giro, admite: ‘Entonces entré en casa y escribí, es medianoche. La lluvia azota los cristales. No era medianoche. No llovía”. Lo mismo ocurre en muchos de sus otros trabajos, incluso en los más tardíos: siempre tienen una vuelta de tuerca al final.
-Se lo pregunto porque muchos de sus libros pueden leerse de esa manera intrigante.
-Sí, son novelas de detección.
-¿Cuál es la diferencia, en pocas palabras, entre Banville y Black? Al fin y al cabo a los dos se los puede considerar, cada uno a su manera, un estilista.
-La comparación que siempre utilizo para ilustrar las diferencias entre Black y Banville es la siguiente. Black es un funámbulo, una de esas personas que caminan por la cuerda floja: no mira hacia abajo ni hacia atrás, no duda, sigue siempre hacia delante hasta alcanzar el final de la cuerda. Banville, en cambio, es una especie de topo, alguien que permanece años y años en la oscuridad de su madriguera, a la espera de poder salir y ver la luz.
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