El superhombre no se rinde

El superhombre no se rinde

Por Simón Kuper
Una noche en Pekín, recientemente, un amigo chino me llevó en auto desde el distrito de compras hasta la plaza Tiananmen. Fue como ir desde Nueva York en 2011 hasta Moscú alrededor de 1950: desde el estridente neón hasta un lugar en el que el comunismo aún existía.
La plaza Tiananmen estaba vacía, acordonada por el Congreso del Pueblo, pero yo quería ver el mausoleo de Mao Tsé-tung. Mientras tanto, el rostro redondo de Mao nos miraba con fijeza desde su famoso retrato. Mi amigo estaba callado. Al cabo de un rato, dijo que lo que realmente le molestaba de China -mucho más que el régimen de un partido único- era la veneración estatal de un asesino en masa.
Al día siguiente salimos a dar un paseo con una amiga suya. Cuando se mencionó a Mao, ella dijo: “Casi todos los chinos lo veneran. También yo misma”. Señalé que se trataba de un asesino en masa. Ella respondió, cortesmente: “Eso no se ha demostrado”.
Su fe me recordó un raro hecho político: muchos ciudadanos odian las dictaduras pero aman a los dictadores. Si los árabes consiguieran echar a Muammar Khadafy o a Bashar al-Assad, muchos de ellos aca¬barían por extrañar a esos matones.
Sin embargo, la vida bajo las dictaduras es una porquería. Esos regímenes sólo le conceden a la gente un único placer: la sensación de tener una relación personal, afectiva, con un superhombre que todo lo ve. El dictador se convierte en la compensación de vivir sin libertad.
Después están los cultos a la personalidad, laboriosamente construidos, que rodean a esos líderes, con frecuencia ridículos. El historiador Ian Kershaw muestra en su libro clásico, The Hitler Myth, cómo los nazis comercializaron la figura de Hitler como una persona mejor que el régimen y separada de él. Usando modernas técnicas publicitarias, lo vendieron como jabón. Funcionó: Hitler fue popular durante años, a diferencia de lo que ocurrió con los nazis.
Muchos alemanes pensaban que si Hitler hubiera sabido lo que estaban haciendo sus subalternos, no se lo habría permitido. Otros nazis podían ser poderosos y encumbrados, pero Hitler era idéntico al hombre común.
Parece que, hasta cierto punto, el totali¬tarismo funciona: si uno escucha todo el tiempo que su líder es un superhombre, empieza a creerlo. Hasta Winston Smith, el personaje de 1984, de George Orwell, termina amando al Gran Hermano.
No resulta difícil advertir de dónde sacaron la idea las dictaduras. Los cultos a la personalidad habían ayudado a vender el cristianismo, el islamismo y el budismo. La gente extraía consuelo del hecho de tener un contacto emocional directo con un superhombre que todo lo ve. Y la gente que vive en una dictadura necesita consuelo.
Pocas dictaduras se atreven a arruinar los cultos a la personalidad. El líder soviético Nikita Kruschev denunció los crímenes de Stalin en 1956 y la URSS “nunca se recobró del todo”, escribió el biógrafo de Kruschev, William Taubman. Y no era tan sólo porque con ese incidente el partido hubiera admitido su falibilidad. Era porque a muchos soviéticos sólo les había gustado una cosa del estalinismo: el culto a la personalidad que rodeaba a Stalin. Stalin era su padre protector en tiempos terribles. Y ahora el partido lo había matado.
Los chinos no iban a cometer ese mismo error con Mao. De ahí la famosa fórmula de Deng Xiaoping para describir al líder máximo: “Setenta por ciento positivo, treinta por ciento negativo”.
En China, me impresionó la omnipresencia póstuma de Mao: en los billetes, en pósteres, e incluso en camisetas. Es astuto por parte del partido construir un culto en torno a un cadáver: ya no puede seguir masacrando a millones de personas.
Pero los cultos a la personalidad requie¬ren que los medios estén amordazados. Una vez que los medios son libres, la gente empieza a gritar que el emperador está desnudo. Eso es lo que le ocurrió a Hosni Mubarak. Algunos egipcios realmente pensaban que había corrupción, pese a Mubarak: si él hubiera sabido lo que estaba ocurriendo, lo habría impedido. Pero por alguna razón, a partir de 2005, Mubarak liberó en parte los medios. Inevitablemente, la gente empezó a gritar que el emperador estaba desnudo.
En septiembre, por ejemplo, los bloguers pescaron al principal periódico manejado por el estado, Al-Ahram, adulterando la imagen de Mubarak en una foto. La imagen original había mostrado al presidente Barack Obama caminando delante de otros líderes que participaban en las llamadas “conversaciones de paz de Medio Oriente”, con Mubarak en algún sitio, más hacia un costado. En la foto adulterada, Mubarak encabezaba el grupo.
Cuando los críticos escarnecieron la foto, el editor del periódico sólo pudo responder que había sido “una foto expresionista” para hacer evidente el liderazgo de Mubarak. Así, Mubarak quedó como un tonto. En realidad, resultó ser una actitud positiva.
En la actualidad, el ex superhombre suele ser descripto como un envejecido criminal fugitivo, con cabello teñido. De hecho, está aprendiendo cómo es la vida para los gobernantes de las democracias. Los medios libres no se dedican a promover el culto a la personalidad.
En cambio, consideran que su deber es menoscabar al líder todos los días. Recuerden al periodista británico que en una cumbre importante le preguntó a Tony Blair: “¿Tiene sangre en las manos, primer ministro?”. Los británicos nunca veneraron ni siquiera a Winston Churchill, y en cambio lo depusieron de su cargo al fin de la Segunda Guerra, en 1945.
Feliz es la tierra que no tiene necesidad de héroes. Mientras mucha gente que vive bajo una dictadura se aferra a su dictador porque ninguna otra cosa funciona, la gente de las democracias suele sentir que su líder obstruye el fluido funcionamiento del país. Como dicen los científicos políticos: instituciones débiles, líder fuerte; instituciones fuertes, líder débil. Si Egipto llega a ser libre, dentro de algunos años muchos egipcios echarán de menos a Mubarak y montarán protestas en la plaza Tahrir contra el tonto corrupto que ellos mismos eligieron.
LA NACION