28 Jun El “sacramento” de la palabra empeñada
Por Oche Califa
La historia clásica sostuvo que la aparición de la escritura era la que promovía a una sociedad de la barbarie a la civilización. Sin embargo, ¿no debiéramos considerar la entrega y sostén de la palabra oral, en cuanto compromiso personal y social, como un elocuente dato civilizado? Por cierto, las comunidades más antiguas tuvieron a la palabra dada, sin firma alguna, como un hecho a cumplir a rajatabla, porque involucraba el honor del que la pronunciaba. Y a su incumplimiento o negación, como algo que llevaba al repudio o la violencia. Porque “la palabra es sagrada”, como suele decirse. Podemos verlo en numerosos casos de nuestra historia y literatura.
En la década de 1850 el general Manuel Escalada (hermano de Remedios, esposa de San Martín) asumió responsabilidades en la frontera con los indios pampas. En 1856 intentó la firma de un acuerdo de paz con los caciques Catriel y Cachul y después de varios intentos les escribió: “Por el intérprete Avendaño he sido informado también que no os agrada un tratado escrito, por cuanto vuestros padres nunca lo hicieron, y creéis que todo debe hacerse de palabra como se ha hecho anteriormente…”
De similar manera pensaba Calfucurá, que exigía que cualquier pacto firmado fuera acompañado de un apretón de manos y un mirarse a los ojos. Para la mayor lanza del Desierto, eran ésas las garantías de que se cumpliría y no tanto lo que dijera el papel. “He dado mi palabra de corazón”, le expresó al comandante a cargo de Azul, para certificar que no invadiría el pueblo.
Entre 1903 y 1904 el Uruguay sufrió su última guerra civil o patriada de tipo montonera. La inició el caudillo blanco Aparicio Saravia -que organizó unos quince mil hombres, la mayoría jinetes- contra los gobernantes colorados. Pudo evitarse tras la firma de un primer acuerdo. Pero a poco de andar lo acordado, los blancos se movilizaron dispuestos nuevamente a guerrear y acusaron a los colorados por no cumplir un acuerdo verbal colateral a lo firmado. He aquí un caso de “doble mano”, que todavía conoce la política: se firma una cosa, que se complementa con algo dicho, no siempre público pero tanto o más importante de respetar que lo escrito.
Nuestra temprana literatura da otro ejemplo, en este caso doméstico, de los inconvenientes de no sostener lo acordado. En 1822 Bartolomé Hidalgo, primer poeta gauchesco, escribió su “Relación que hace el gaucho Ramón Contreras a Jacinto Chano de todo lo que vio en las fiestas Mayas de Buenos Aires en 1822”. En ella, Chano explica que no pudo concurrir a las fiestas por un entrevero que tuvo con el domador Sayavedra, con quien convino la venta de unos caballos “a dieciocho riales”, cosa que el comprador luego quiso negar. Cierto que el trato se había hecho “con caña y con mate amargo” y tal vez fueron los efectos etílicos de la primera lo que hizo olvidar el compromiso.
Pero es el más popular de nuestros dramones criollos el que se inicia por un problema de esta naturaleza. Como muchos recordarán, Juan Moreira era un pequeño propietario, casado y con un hijo, radicado en La Matanza. De palabra, le había prestado diez mil pesos al almacenero Sardetti, para que hiciera inversiones en mercaderías. Pasado el tiempo, Moreira le reclamó el dinero, pero Sardetti negó la deuda. Entonces, el prestador lo denunció al alcalde y jefe de policía. Y éste, que codiciaba a la mujer de Moreira, lo acusó de mentiroso y lo puso en el cepo. Lo que luego siguió también se sabe: Moreira mató a Sardetti, después al alcalde y a cuatro policías, e inició su vida fuera de la ley. “Ahora, que se cumpla mi destino”, dijo.
Es la ley, justamente, una normativa que consideramos propia del mundo de la escritura. Los casos expuestos, sin embargo, nos hacen recordar que existen leyes no escritas, que para las sociedades tradicionales resultan más fuertes y obligadas de cumplir que aquellas estampadas en el papel.
LA NACION