03 Jun Diccionario del poder mundial: derechos humanos
Los derechos humanos encarnan la idea de un derecho universal, para todo ser humano, en todo tiempo y lugar. Ese derecho se basa en la igualdad universal de los seres humanos y les garantiza derechos mínimos con el fin de proteger sus libertades fundamentales y sus dignidades, cualquiera sea el derecho positivo vigente e independientemente de todo factor étnico, cultural o religioso. Los derechos humanos son universales, inalienables e indivisibles. Son por lo tanto la afirmación de una ética con ambiciones mundiales. Si bien el concepto de derecho natural es antiguo y está muy difundido, puesto que encontramos sus primeros rastros en la Persia antigua, antes de que pasara a India y Grecia, el tríptico “universalidad, individualidad, igualdad” -pilar de los Derechos Humanos tal como se los concibe y entiende en la actualidad- nació en Occidente. Los derechos humanos tienen que ver con una historia filosófica donde la religión y los intercambios de valores juegan un rol preciso sobre el cual vale la pena detenerse para poder entender sus aspiraciones y las dificultades para su aplicación presente.
Los derechos humanos son, sobre todo, la culminación de una evolución de las mentalidades, del concepto de individuo y de la filosofía diplomática. La filosofía griega, los valores cristianos y el Humanismo nacidos en Occidente forjaron a lo largo de los siglos las ideas de democracia y de derechos humanos. Pues aunque la noción de derecho natural haya nacido en la Antigüedad y haya sido retomada luego por Aristóteles y más tarde por Cicerón, el cristianismo fue portador de una nueva ética de vida, esencial para su configuración. La “filosofía de Cristo”, tal como la llamaba Erasmo, difundió una ética universal que reformó la organización de las sociedades y aportó valores nuevos como la dignidad humana, la justicia social, la igualdad de todos los seres humanos o la separación de los poderes. Estos valores, en un primer tiempo olvidados a causa de las perversiones de la Iglesia, reaparecen en el Renacimiento con el surgimiento del movimiento humanista. Primero humanistas cristianos, los valores se emanciparán luego de la religión para hacerse laicos y sentar las bases de las democracias modernas y de los derechos humanos que aquéllas sustentan.
Aunque los derechos humanos tales como los pensamos en la actualidad nacieron en Europa, es en la Persia Antigua donde hay que buscar las primeras huellas conocidas de lo que podrían ser sus premisas filosóficas y éticas. Mencionemos en primer lugar la existencia del Cilindro de Ciro, descubierto en 1879 en Babilonia, y considerado como la primera Carta de los Derechos Humanos. Dicho cilindro de arcilla enuncia -además de la conquista de Babilonia por Ciro II en el año 539 antes de JC- reglas éticas y morales de la Persia Antigua todavía desconocidas en Occidente, tales como la libertad de culto, la abolición de la esclavitud, la libertad de elección de la profesión o incluso el derecho de retorno. La Persia zoroástrica de esa época no llega a desarrollar en cambio los conceptos de dignidad humana y de individuo que serían no obstante su corolario.
En efecto, en las civilizaciones antiguas el individuo se disolvía en el grupo y sólo existía por el “rol social” que cumplía. La sociedad se organizaba sobre la noción de grupo, y sobre ella se dictaban las leyes y se establecían los valores. En ese período la concepción de la sociedad era únicamente holística. Tendrá que operarse entonces en primer lugar la separación entre el individuo y su posición social. Fue en la Grecia Antigua, donde sin embargo la polis primaba por sobre el individuo y donde sólo las clases altas de la jerarquía social (los ciudadanos) gozaban de derechos políticos, que se inició ese cambio, conducido por la filosofía estoica.
Del siglo III al siglo I antes de nuestra era se desarrolla el concepto de persona. Los estoicos son los primeros en diferenciar a la persona social, relacionada con el destino, del “yo interior”, relacionado con las capacidades y la voluntad individual. Cualquiera sea el lugar que el individuo ocupa en la sociedad, es potencialmente dueño de influir sobre su destino personal interpretando de la mejor forma posible el papel social que los Dioses le han asignado. Sólo así alcanza la sabiduría y por ende la felicidad. Se trata entonces de libertad de elección y de libertad de interpretación. El individuo recupera así en parte el control sobre su vida y el potencial para hacerla evolucionar dentro del marco de una jerarquía social inmutable. “Los estoicos pusieron así la primera piedra de una versión universalista de la persona: todos los seres humanos tienen un valor intrínseco independiente de su posición social y una capacidad para realizarse, para convertirse en hombres gracias al libre albedrío que es atributo del yo interior”. Sin embargo no hay todavía allí ningún rastro de humanismo.
También a la filosofía griega debemos la aparición de las primeras nociones del derecho natural. “Hay una ley verdadera, que es la recta razón, conforme a la naturaleza existente en todos los seres, siempre en concordancia consigo misma, no sujeta a desaparición, que nos llama imperiosamente a cumplir con nuestra función, nos muestra el fraude y nos aleja de él (…). Dicha ley no es diferente en Atenas o en Roma, no es una hoy y otra distinta mañana, es una única y misma ley eterna e inmutable, que rige a todas las naciones y en todos los tiempos”, afirma Cicerón en el siglo I antes de nuestra era.
No obstante ello, es la filosofía de Cristo la que permitirá el surgimiento de los valores humanistas que constituyen la base de los derechos humanos, pues lo que emprende Jesús es una completa revolución de la ética. En primer lugar cambia la concepción de lo humano. Se postula su autonomía como sujeto por primera vez en la historia, lo cual induce luego a las nociones de dignidad humana y de libertades fundamentales.
La ética del profeta hace tambalear las reglas morales vigentes al desarrollar nuevos modos relacionales entre los hombres y con Dios y al proponer una nueva manera de vivir. En primera instancia, dado que todos los hombres son hijos de Dios, todos son iguales y dignos de respeto. Esa igualdad entre todos los seres humanos es absolutamente innovadora en una sociedad judía donde las fracturas sociales entre puros e impuros son evidentes e insuperables. Las reglas de Cristo se basan en el agape (amor de Dios), se dicen justas y universales, puesto que hay una ampliación del concepto de “pueblo elegido” a la humanidad toda. Aparecen nuevos valores como la libertad de elegir, la promoción de la mujer, la dignidad humana, la justicia social y la igualdad, la no violencia, la separación de los poderes espiritual y temporal y otros que hoy se han convertido en valores laicos, democráticos y universales.
Además, los teólogos cristianos de los primeros siglos se reapropian el concepto de persona desarrollado por los estoicos, con el fin de aclarar la trinidad de Dios “Padre, Hijo y Espíritu Santo”. Dios tiene tres personas y de este modo es hombre y Dios, y Dios ha hecho a los hombres a su imagen y semejanza. Por otra parte, Dios se dirige a la persona griega, al yo interior. Esta reflexión le da al hombre una nueva dignidad. Así pues, la adaptación del concepto de persona estoico a las enseñanzas de Cristo conduce al nacimiento de la noción de persona humana tal como existe en su forma laica en el derecho moderno.
Estos valores son retomados por el proyecto humanista que consiste en centrar la reflexión en el hombre y hacer de éste el punto de partida para cualquier otra línea de pensamiento. Los pensadores humanistas afirman su fe en el ser humano y reafirman su dignidad, su libre albedrío y su perfectibilidad a través de sus capacidades de aprendizaje. En este aspecto, los valores del humanismo conducen a la visión que tenemos actualmente del “sujeto moderno”, persona libre y autónoma protegida por el derecho.
Con el correr de los siglos el proyecto humanista, en un principio profundamente cristiano, se va desarrollando hasta emancipar al individuo de la tutela de la religión y volverse ateo. Partiendo de Italia, se expande rápidamente por toda la Europa ilustrada. Se considera que el Humanismo nace en Italia a fines del siglo XIV, durante el Renacimiento, en reacción al dogmatismo rígido de la Edad Media. El nacimiento de ese movimiento de pensamiento obedece a varios factores. En primer lugar una evolución interna del cristianismo, que deja lugar “al progreso de la razón bajo influencia de la teología racional tomista”, así como el hecho de “recurrir al mensaje evangélico para defender la libertad individual frente a la dominación de los clérigos”. Estos dos fenómenos participan en la creación de un contexto favorable a la eclosión del Humanismo. Sin embargo, es principalmente la reanudación con los valores de la Antigüedad a través de los grandes autores griegos y romanos, real fundamento del conocimiento, que caracteriza a los primeros tiempos del Humanismo. El invento de la imprenta le permite a su vez una amplia difusión.
Según los historiadores, el Humanismo nace con el poeta italiano Petrarca (1304-1374) que recopilaba escritos antiguos. Al resucitar la tradición de los Antiguos, en particular a través del papel político que tiene su profesión, son sin embargo Las Confesiones de San Agustín, un texto cristiano, las que lo llevan a la idea de recentrarse en el hombre. Así, la filosofía griega y el cristianismo sacan a la luz la interioridad del hombre y conducen a la introspección esencial para su descubrimiento. Hay entonces en la base del Humanismo una voluntad de hacer coincidir el mensaje de los Evangelios y los escritos de la Antigüedad, en una búsqueda de comprensión del hombre. Dos temas principales emergerán de allí: la importancia de la libertad del hombre y de su razón, que le permite acceder al saber universal.
En efecto, el humanismo cristiano predica la autonomía del individuo, que si Dios lo ha creado “libre en relación a los determinismos de la naturaleza” también debe serlo en relación a las imposiciones exteriores. Así pues, el individuo libre y autónomo está dotado de una razón crítica que debe educar. Erasmo decía, a propósito de la educación, “los hombres no nacen hombres, se hacen hombres”. La educación es repensada entonces y, contrariamente a la Edad Media, ya no es la acumulación de saberes lo que se valoriza sino el análisis de su contenido moral. Se trata sobre todo de formar el juicio de cada uno pues, como diría Rabelais, “ciencia sin conciencia es sólo ruina del alma”.
Esta voluntad de revalorización del pasado con el fin de encontrar allí claves de comprensión del hombre terminará con el Iluminismo. El Iluminismo se piensa en ruptura con el mundo tradicional y el futuro se convierte en una promesa de perfección. Francis Bacon (1561-1626) resume la aspiración de todo el siglo XVII y el XVIII al afirmar que “la ciencia debe sacarse de la luz de la naturaleza y no ser retirada de la oscuridad de la Antigüedad”.
Con el Iluminismo, el Humanismo entra realmente en un segundo período de su historia. Se afirma y se radicaliza, particularmente a través de la crítica de las instituciones eclesiásticas y la toma de distancia en relación a la fe. Aun cuando los filósofos son cristianos en su gran mayoría y alimentan su discurso de la ética evangélica, la reflexión avanza de allí en más hacia una moral laica. Hay por lo tanto un fenómeno de reapropiación de los valores y principios cristianos con el objetivo de obtener un discurso racional emancipado de la religión. Los mismos principios ya no emanan de la fe sino de la razón, lo que Nietzsche denunciará como una impostura. Así, Dios es la razón suprema que organiza el mundo siguiendo sabias leyes físicas e inscribe una ley moral universal en la conciencia humana.
Para los humanistas del Siglo de las Luces, la razón se expresa a través del conocimiento científico, es universal y plantea como punto de partida la igualdad de los hombres y la democracia. La razón crítica del hombre justifica el libre albedrío y la autonomía de cada sujeto, ciudadano de un Estado de derecho. La libertad y la autonomía son los principales valores defendidos por el Humanismo del Siglo de las Luces. El uso de la razón permite a los hombres acceder a la ley moral más allá del dogma. Así Kant, que en esa época estaba vinculado con los revolucionarios franceses, publica en 1785 los Fundamentos de la metafísica de las costumbres, donde reemplaza meticulosamente las leyes bíblicas por los “imperativos categóricos de la razón”. Así, los filósofos europeos del siglo XVIII obran por la edificación de una moral laica que, por su compatibilidad con el mensaje cristiano, es fácilmente comprensible y asimilable para el pueblo.
Sin embargo los Modernos desean reformar profundamente la sociedad, y harán de estos grandes principios éticos la base de un nuevo derecho. De allí en más la igualdad de los ciudadanos entre sí y ante la ley, la separación de poderes, la abolición de la esclavitud, la libertad de culto y de opinión deben estar en los fundamentos de las constituciones y de las leyes de los Estados con el fin de promover y preservar la liberación social en curso y avanzar hacia una sociedad más justa y menos arbitraria. Así nacieron las democracias modernas, terreno fértil para los Derechos Humanos. La noción de derechos mínimos que responden a la cualidad misma de ser humano, o derechos naturales, es al mismo tiempo antigua y general. Lo que caracteriza a la idea de los derechos humanos es la idea de inscribirlos explícitamente en el derecho (oral o escrito), de reconocerles una aplicación universal y un valor jurídico superior a toda otra norma.
La filosofía humanista se convertirá en la base del combate del hombre libre y se traducirá en acción, en Francia, con el nacimiento de la Declaración de los Derechos Humanos y del Ciudadano en 1789. En efecto, Francia vive ese año un movimiento de ruptura violento y de promesa de un nuevo orden. Tras la toma de la Bastilla y la abolición de los privilegios, el debate constitucional al que se aboca prioritariamente la Asamblea Constituyente en el verano de 1789 no trata sobre la organización política concreta del poder sino sobre la redacción de una declaración que instaure una monarquía constitucional. En ese texto de ley francés, la dupla libertad-igualdad constituye el binomio original y central de los derechos fundamentales enunciados. Se presta allí una particular atención a la protección de las libertades individuales del ciudadano contra los otros ciudadanos, pero también y sobre todo contra el Estado. Además, en respuesta al sistema monárquico precedente y heredado principalmente de Locke, se hace hincapié en el tema de la propiedad de la tierra. Se la piensa como garante de libertad. De este modo, la Declaración de los Derechos Humanos y del Ciudadano convalida y protege los derechos naturales y universales de los ciudadanos, es decir para todos, en todo tiempo y dentro de las fronteras del Estado. La sociedad dicta leyes y se organiza así en torno a un derecho positivo, necesario para la expresión del derecho natural.
Las libertades fundamentales en los albores de la Revolución eran consideradas como inherentes a la naturaleza humana, puesto que son la culminación de un pensamiento racional del que todo hombre está provisto. De esa visión se deriva directamente la noción de universalismo. Esta pretensión de universalidad constituye una de las especificidades de la concepción francesa de los derechos humanos, que no aparece tan prontamente en el modelo anglosajón. Por otra parte, el impacto individualista de la declaración de 1789, que da cuenta del contenido liberal de los derechos humanos, y que comparte con las declaraciones norteamericanas, ha sido a menudo subrayado y criticado.
Sin embargo, con anterioridad a ese texto ya habían aparecido otros en Inglaterra. La concepción anglosajona de los derechos humanos se organiza de otro modo y no tenía en un principio una vocación universalista, puesto que se basa en una serie de textos fundadores entre los cuales los primeros son una transcripción escrita de la ley consuetudinaria inglesa. Los principales son: la Magna Carta (la Gran Carta) de 1215, el Habeas Corpus de 1679 (la fórmula en latín habeas corpus ad subjiciendum et recipiendum significa “que tengas el cuerpo para someterlo a la justicia”, orden dirigida al oficial encargado de cuidar al prisionero), el Bill of Rights (o Declaración de los derechos) de 1689 y la Constitución de los Estados Unidos de 1787, que se inspira de los textos precedentes y de la primera Declaración de los derechos humanos norteamericana, escrita por George Mason y adoptada por la Convención de Virginia el 12 de junio de 1776 (denominada en inglés Bill of Rights americana). Estos textos tienen en común el hecho de haber nacido como consecuencia de períodos de crisis política o de revolución. Dentro de ese contexto, son claramente la afirmación de los derechos del ciudadano frente a lo arbitrario del poder.
La concepción anglosajona de la justicia se basa en la Common Law, es decir en la jurisprudencia, aplicándose a los casos futuros el veredicto del litigio similar precedente. De esta manera la justicia se piensa a partir de contextos precisos y de casos concretos. Sólo a medida que se van estableciendo principios basados en la capitalización de los juicios se hará posible la exportación fuera de las fronteras inglesas y es a partir de allí que los derechos humanos ingleses adquieren un alcance universal.
Sólo después de estos acontecimientos, cuando la sociedad va tomando cada vez mayor distancia en relación a la religión, los pensadores rompen totalmente con ella. La fe es considerada entonces como una alienación de la razón, el opio de los pueblos y una felicidad ilusoria por grandes pensadores de la modernidad como Augusto Conte, Ludwig Feuerbach, Karl Marx o Sigmund Freud. A partir de mediados del siglo XIX, el ateísmo se admite y se reivindica. Al ser la religión un obstáculo al progreso, tanto individual como colectivo, no hace sino traducir la angustia del desamparo infantil de quienes no pueden representarse el mundo sin un sustituto a la protección parental perdida.
La llegada de los derechos humanos laicos y universales tal como los concebimos hoy en día tendrá lugar recién en el siglo XX con la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos por parte de la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948 en París mediante la resolución 217 (III) A, inspirada de la Declaración de los Derechos Humanos y del Ciudadano de 1789, enunciando los derechos fundamentales y la necesidad de su respeto inalienable.
Después de las dos Guerras Mundiales se hace evidente que los Estados son interdependientes y que la seguridad debe discutirse a nivel mundial. Parece esencial defender la idea de derechos mínimos para todo ser humano y su realización se vuelve “el ideal común a alcanzar por todos los pueblos”. Los Estados de las Naciones Unidas se comprometen por “el reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana y de sus derechos iguales e inalienables” pues constituyen “el fundamento de la libertad, de la justicia y de la paz en el mundo” (Preámbulo de la Declaración de los Derechos Humanos). Así, la idea antigua del derecho natural se defiende ahora a nivel mundial y su valor jurídico supremo queda reconocido. La Declaración de los Derechos Humanos ratifica “los derechos naturales, inalienables y sagrados” de todos los hombres y mujeres del planeta. Está compuesta por 30 artículos que enumeran los derechos civiles, culturales, económicos, políticos y sociales de los que debe gozar cualquier persona. Fundados en la razón, esos derechos son universales y no obedecen a ningún particularismo cultural, ético o religioso.
La Organización de las Naciones Unidas juega un papel esencial en la promoción y la legitimación de los derechos humanos. Pretendiendo representar a la totalidad de la comunidad internacional, la ONU es garante de esta norma universal de la justicia. De este modo, los Estados Miembros de la organización se comprometieron a garantizar “el respeto universal y efectivo de los derechos humanos y de las libertades fundamentales para todos, sin distinción de raza, sexo, lengua o religión”. Las disposiciones de la Declaración Universal tienen valor de derecho consuetudinario internacional en virtud de la amplia aceptación que tienen. Son utilizadas hoy en día como patrón de medida de la conducta de los Estados en este terreno y se han creado dispositivos para controlar cuando son violadas.
La Carta Internacional de los Derechos Humanos (1945) incluye la Declaración universal de los derechos humanos, el Pacto internacional relativo a los derechos económicos, sociales y culturales, el Pacto internacional relativo a los derechos civiles y políticos y sus dos protocolos facultativos. En efecto, la Declaración Universal no tiene un valor más que declaratorio. Para darle una efectividad jurídica, la Comisión de Derechos Humanos, principal organismo intergubernamental relativo a los derechos humanos dentro de la ONU, se ocupó de convertir sus principios en tratados internacionales que protegen derechos precisos 10. Así, en 1966 la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó el Pacto internacional relativo a los derechos económicos, sociales y culturales y el Pacto internacional relativo a los derechos civiles y políticos, que entraron en vigencia en 1976.
Sin embargo, todavía son muchas y muy frecuentes las violaciones de los derechos humanos. Varias razones explican este hecho. En primer lugar, la Organización de las Naciones Unidas, al igual que los derechos humanos, son conceptos occidentales en los cuales no todos los pueblos se reconocen. Ahora bien, si pierden su aspiración universal, los derechos humanos pierden su sentido, puesto que el derecho natural es universal por esencia, pues concierne a la naturaleza humana. Luego, el individualismo que implica la Declaración Universal vehicula una visión de sociedad que no es tampoco la que tienen todos.
Además, se plantea el problema práctico de su aplicación a escala nacional por parte de los Estados. De allí deriva la cuestión del desarrollo y el fortalecimiento de la democracia en todas sus dimensiones, pues la democracia forma parte de las bases de los derechos humanos. Pero lo que se plantea es sobre todo el tema de la eficacia del papel de garante que tiene la ONU. Un garante al que se le puede cuestionar su representatividad real de la comunidad internacional en razón de su sistema de veto, así como también su efectividad en el terreno en razón del bloqueo que encuentran los órganos de justicia internacionales y de la ausencia de una fuerte intervención propia -ya que los “Cascos Azules” siguen dependiendo de la buena voluntad de los Estados-.
Sin embargo, en la actualidad, la condición humana es una cuestión universal y en virtud de su interdependencia las sociedades son llevadas a pensarse de modo colectivo, ligadas como están por un futuro en común. La sociedad mundial debe, como todas las sociedades que la precedieron, construirse en torno a un derecho común que garantice la paz civil y la seguridad de todos. Así pues, la internacionalización del derecho es inevitable. El planeta debe ser gestionado en forma colectiva e igualitaria por los diversos actores políticos, sociales, económicos y ambientales que lo componen. La gobernanza mundial implica un orden jurídico internacional plural, reflejo de una visión pluricultural de las bases éticas y políticas. Con el fin de responder a las necesidades mundiales, el derecho debe reflejar los valores del conjunto de los ciudadanos de la comunidad política universal de modo tal de promover un contrato social basado en el respeto y la garantía de los derechos humanos.
El cristianismo ha absorbido la herencia del mundo antiguo y Max Weber, como otros, ha demostrado el vínculo entre el judeocristianismo y la modernidad. Los principales componentes de la modernidad occidental de los cuales nacieron los derechos humanos -pensamiento crítico, autonomía del sujeto, universalidad, laicidad- se desarrollaron dentro de la matriz religiosa antes de emanciparse de ella para luego disociarse por completo, como consecuencia del comportamiento de la Iglesia que hizo necesario que se recurriera a la razón y al derecho. Los filósofos del Iluminismo son quienes operan una transferencia del fundamento de la ética de Dios a la Razón. Guiadas por el mito del progreso, las sociedades se conciben como inscriptas en un tiempo lineal que se dirige hacia un ideal. Sin embargo, el progreso técnico y científico ha mostrado sus lados oscuros durante la Segunda Guerra Mundial, y el tema del progreso moral del hombre ahora se plantea de otro modo. La Carta de los Derechos Humanos, sostenida por las Naciones Unidas, se propone como base de un nuevo sistema de gobernanza. Como decía Víctor Hugo, “se puede resistir ante la invasión de un ejército, pero no ante una idea cuyo tiempo ha llegado”. Así, quizás hoy en día sea necesario utilizar ese bien común de toda la humanidad que es la Razón para repensar los Derechos Humanos como columna vertebral de un nuevo sistema de gobernanza mundial donde se brindarán los medios necesarios a una justicia internacional igualitaria y eficiente, capaz de hacer respetar la dignidad humana de todos los pueblos del planeta sin distinción.
TIEMPO ARGENTINO