23 Jun Diccionario del poder mundial: Anarquismo
Tradicionalmente el pensamiento anarquista estipula que cualquier forma de Estado es intrínsecamente mala o por lo menos corrupta hasta tal punto que se pudre sistemáticamente (el término griego “anarchia” significa “ausencia de gobierno”). Por ende, toda institución estatal debe ser abolida para dejar que cada uno sea dueño de sus actos, con un individuo guiado por la noción de autonomía. Desde un punto de vista filosófico, el anarquismo rechaza la noción de autoridad y, por lo tanto, la de legitimidad de la autoridad estatal, puesto que ésta es incompatible con el concepto de autonomía del individuo, cuando la razón de ser del Estado es gobernar y la del individuo la de no ser gobernado. Ese rechazo de la autoridad se aplica también al ámbito religioso, por lo menos en lo referente a la religión institucionalizada.
Históricamente el pensamiento anarquista y los movimientos que reivindican pertenecer, o no, a una u otra de sus corrientes, tienen preceptos notoriamente variables. Donde Bakunín, por ejemplo, incitaba a una acción violenta, Godwin prefiere la reforma social. El primero rechazaba, al igual que Proudhon, la noción de propiedad privada, contrariamente a la postura del segundo. El deseo de destruir al Estado mediante acciones violentas originó el terrorismo anarquista que hizo eclosión en la segunda mitad del siglo XIX y cuyo modus operandi estaba condicionado por la idea de la “propaganda por los hechos”. En la práctica, si bien el accionar de los anarquistas contribuyó con la caída del Estado zarista en Rusia, el movimiento fue luego desplazado por los bolcheviques, ávidos por reconstruir un Estado aún más autoritario y potente que el anterior. Ahora bien, allí radica la principal crítica al anarquismo: el argumento que estipula que, aunque la violencia sea la única forma capaz de destruir al Estado, ésta no puede sino desembocar en la construcción de un nuevo Estado. En los hechos, nada indica hasta el momento que haya otras modalidades.
No obstante ello, si en su concepción negativa el pensamiento anarquista se focalizó sobre la destrucción del Estado, poco caso se hizo en cambio, en el escenario internacional, a la ausencia total de Estado y, por lo tanto, de autoridad política. En realidad, tal como lo describió acertadamente el politólogo australiano Hedley Bull, el ámbito internacional es, en el fondo, un ámbito anarquista (The Anarchical Society, 1977). Esta caracterización, ratificada por la escuela llamada “realista” de las relaciones internacionales (que postula las relaciones de potencia como motor principal de dichas relaciones), se apoya en una paradoja, puesto que lo internacional es gobernado (principalmente) por el accionar de los Estados y la naturaleza anárquica del sistema reside entonces en la ausencia de un “súper Estado” que tendría a su vez una autoridad de peso sobre las partes. Esta paradoja -si suscribimos a la visión realista- obedece principalmente a la distinción esencial entre autoridad y potencia (en español el término “poder” puede aplicarse a uno u otro de estos conceptos. Esta confusión potencial no existe en inglés, donde poder y potencia se reúnen bajo el vocablo power).
La autoridad se relaciona con el derecho de mandar y hacerse obedecer; la potencia radica en la capacidad para obligar a los demás a plegarse a su voluntad mediante la amenaza o el uso de la fuerza. Contrariamente al Estado, el sistema internacional no dispone de ninguna fuente real de autoridad. El derecho internacional, contrariamente a los sistemas de derecho nacionales, no se funda justamente sobre la autoridad superior de un súper Estado sino sobre los compromisos asumidos o aceptados implícitamente por los Estados entre sí. La Organización de las Naciones Unidas es una asociación de Estados que no dispone de ninguna autoridad propiamente dicha. Su “autoridad”, muy relativa y maleable, está ligada en los hechos a la buena voluntad de los cinco Estados miembros del Consejo Permanente de Seguridad.
En la práctica, es entonces la potencia y no la autoridad lo que, al menos hasta ahora, define esencialmente los modos operativos del sistema internacional. Por otra parte, al plantear como condición sine qua non la supremacía del Estado (y el respeto, al menos en teoría, de su soberanía nacional) el sistema internacional respeta entonces teóricamente la autonomía de cada pieza individual del tablero, sin que la legitimidad de los gobiernos existentes se relacione con dicha autonomía (razón por la que se trata incluso con tiranos y otros dictadores). Stricto sensu, la ausencia de autoridad política superior global asociada al respeto de la autonomía de cada entidad política garantizan el carácter profundamente anárquico del sistema internacional. Sin embargo, el reinado de la potencia y de la ley del más fuerte, justamente por ausencia de autoridad, genera un sistema que puede precisamente tender a la “anarquía” en el sentido que damos al término en lenguaje cotidiano, vale decir al desorden social o político.
Dada la imperfección del sistema internacional y el deseo de unos y otros de hacerlo más estable y, en el mejor de los casos, más justo, pueden contemplarse tres opciones posibles. Por un lado, la creación de una autoridad superior global; por otro lado, el mantenimiento del carácter anárquico del sistema, cuyas deficiencias podrían compensarse con un mayor grado de cooperación. La primera opción lleva lógicamente hacia la creación de un Estado mundial, la segunda hacia un sistema de regulación de la potencia como algunos que ya hemos conocido (equilibrio de las potencias, SDN, ONU). Entre esos dos polos también podemos pensar en un sistema confederativo o federal a escala mundial. La creación de un Estado mundial implicaría entonces, a largo plazo, la disolución del Estado clásico. El desarrollo de un sistema confederativo/federal reduciría la autonomía de cada Estado (por lo tanto, su soberanía nacional y su propia autoridad). El sistema de regulación de las potencias preservaría en lo esencial la autonomía de unos y otros y la anarquía del ámbito global.
Por el momento parece que la realidad de un Estado mundial o incluso de un Estado confederativo mundial fuera algo utópico. La estabilidad, aunque relativa y no garantizada, del conjunto incita a unos y otros a vivir en anarquía, a pesar de los riesgos que implica esa elección, más que a dotarse de un contrato social donde cada uno estaría dispuesto a renunciar a su autonomía, cediendo su autoridad a otro. Por ahora la hipótesis de un contrato social a nivel mundial queda confinada a la imaginación de los filósofos y nada parece indicar que eso vaya a modificarse en un futuro cercano.
Sin embargo, anarquía no significa necesariamente desorden y, desde la perspectiva de William Godwin, un mayor grado de cooperación entre los grandes y los pequeños actores del escenario internacional sigue siendo una vía posible sin que para ello sea necesaria una revolución. En este ámbito, la aparición de nuevos actores sociales está modificando el paisaje geopolítico internacional. Los Estados ya no son los únicos que tienen impacto en ese nivel y la organización de la gobernanza mundial va articulándose de ahora en más, muy sutilmente por cierto, en distintas escalas y con actores y redes diversos. De allí surge que, si bien estos avances no cuestionan la naturaleza anárquica del ámbito internacional, sí ponen en tela de juicio la potencia de los Estados y de algún modo también su autoridad. En los casos extremos, que siguen siendo muy pocos, donde el aparato estatal se desmoronó por completo, como en Somalia por ejemplo, el caos que se instaló y las violencias que lo acompañaron no pudieron ser reabsorbidas por elementos externos. Esta constatación tiende a probar que la anarquía global se apoya siempre esencialmente en la solidez de los aparatos estatales que componen a la sociedad internacional, paradoja de la que difícilmente pueda salir.
TIEMPO ARGENTINO