César Milstein: “La universidad debe enseñar a aprender”

César Milstein: “La universidad debe enseñar a aprender”

Esta entrevista había sido publicada originalmente en LA NACION el 16 de marzo de 2001, en la sección Cultura.

Por José Claudio Escribano
César Milstein, el científico argentino que en 1984 obtuvo el Premio Nobel de Medicina por sus contribuciones al desarrollo de la biología molecular, dice que el fin último de una universidad, probablemente, sea “enseñar a aprender”.
Milstein tiene 73 años. Ocupa un despacho no mayor que el office de la secretaria de cualquier médico relevante de Buenos Aires. Eso es en el tercer piso del Centro de Investigaciones Químicas de la Universidad de Cambridge, desde el que se observa el edificio del Addenbrookes Hospital.
Milstein se maneja con horarios estrictos. Es delgado y más bajo de lo que suponía. Pero también más cálido de lo que concede una leyenda sobre su timidez y reclusión que circula entre estudiantes argentinos de otras disciplinas en Cambridge. Una chica bahiense del posgrado de Economía, que aspiraba a colarse en nuestra entrevista, se abstuvo, temerosa de las consecuencias.
Después de casi ochocientos años de ser una de las fuentes más célebres del conocimiento y de haber salido de sus claustros ochenta premios Nobel -treinta y uno de ellos del Trinity College-, Cambridge todavía se pregunta para qué existe verdaderamente una universidad. Podría decirse que ese autocuestionamiento permanente no es más que un ejercicio paradójico hecho a sabiendas de que, si una universidad siempre tuvo por esencia la función de enseñar a pensar, ha sido precisamente Cambridge.
“El debate sigue -dice Milstein-. Está el problema básico de la educación sobre hechos: saber escribir, saber sumar, saber dividir, pero ¿es indispensable leer a Shakespeare? Se lo están planteando.”
Milstein razona que un punto fundamental es enseñar cómo encontrar las cosas, pero reivindica para sí, como maestro que ha sido, la condición de “enseñar a aprender” a fin de que los discípulos “aprendan a aprender”.
“Di muy pocas clases -precisa-, pero siempre procuré que quienes trabajaban conmigo vieran cómo funciona la cabeza de uno. Es lo que llamo el aprendizaje respecto de las herramientas.”

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Milstein arriba a eso de las diez de la mañana a su oficina, después de caminar suficientemente para cuidar la salud. Le pregunto de qué manera y con qué interés se mantiene vinculado con la Argentina. Dice que lo hace por la lectura de LA NACION online, por conversaciones con su familia y sus colegas.
De su generación, ¿con quiénes se comunica?
Quedan pocos. Muchos se fueron. Naturalmente, hablo con mi viejo maestro, Andrés Stoppani, que todavía se mantiene activo.
¿Y entre los colegas más jóvenes?
La gente que mejor conozco está en el Instituto Campomar. También trato con un grupo que salió de la Universidad de San Martín, con otro que trabaja en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA y, naturalmente, con Leonardo Feinboim, especialista en tipificación de tejidos, que está en el Hospital de Clínicas.
¿Qué queda de Bahía Blanca, la ciudad natal, entre las emociones de Milstein? ¿Alguna lectura de Eduardo Mallea, su coterráneo? No, no tiene presente ninguna.
¿Acaso algo de Ezequiel Martínez Estrada? Tampoco. Y menos del Martínez Estrada ensayista. “Soy lector de novelas -explica-, no de ensayos, porque no estoy interesado en las conclusiones que saquen los otros sobre las experiencias. Me interesa tomarme el trabajo de sacar mis propias conclusiones.”
Milstein dejó Bahía Blanca a los 17 años para irse a Buenos Aires. Volvió hace quince años. Y confiesa: “Comprendí que tenía de la ciudad una imagen parcial. Bahía Blanca era en mi memoria como el fin del mundo. Era la imagen apretada y apremiada por un ambiente de prejuicios de mi adolescencia. Cuando volví, comprendí que algo importante había ocurrido en esa ciudad, en la primera parte del siglo XX”.
Ese gran ámbito cultural que ha sido, por ejemplo, la Biblioteca Bernardino Rivadavia…
Claro, iba a leer libros de Mark Twain y de Julio Verne, y otros más, que eran de texto. Todavía tengo presente al bibliotecario. Creo que se llamaba García. Después leí mucho a García Márquez. Leo a Vargas Llosa. No consigo avanzar con Carlos Fuentes.
La ciudad de Cambridge tiene 110.000 habitantes. Se llega desde Londres por tren, después de una travesía de 50 minutos por las planicies del East Anglia. Hay 11.000 estudiantes y 4000 posgraduados; en total, 25.000 personas con los profesores, investigadores y personal no docente.
Esta comunidad de académicos, más sosegada, menos ruidosa que la de Oxford, siente que nadie como Newton hizo tanto por la gloria de Cambridge.
Como muchos al llegar aquí, caí en el juego de golpear las palmas en el court de Nevil, en Trinity College, a la espera de que el ruido devolviera el mismo eco con el cual Newton midió la velocidad del sonido en el siglo XVII. Cerca de ese claustro se observan las ventanas del despacho de quien además verificó, hace largos 300 años, la ley de gravedad. También está próxima la torre en la que lord Byron introdujo un oso con la excusa inverosímil de que la universidad sólo prohibía el ingreso de perros.
Las generaciones de científicos y humanistas que aquí han estudiado y enseñado incluyen a Harvey, Rayleigh, Turing, Wilkes, Whittle -padre de la era del jet-, Crick y Watson -descubridores del ADN-, Rutheford, Tennyson, Macauley, Bertrand Russell, Keynes, Wittgenstein… Hoy mismo es posible cruzarse en alguna callejuela con Stephen Hawking, el gran cosmólogo, mientras lo trasladan en su silla de ruedas de un lugar a otro de la universidad.
Desde un escenario tan exigente, ¿cómo evalúa, doctor Milstein, a los científicos argentinos?
Como científicos con un valor difícil de explicar, pero que creo que es producto de un esfuerzo enorme, de haber llegado a algo a costa de un gran sacrificio. Percibo en los científicos argentinos un idealismo, una condición de actores de la aventura del pensamiento en términos que están ausentes en científicos de otras partes. Tal vez esto también tenga que ver con la sociedad argentina, que los respeta, como siente respeto por los intelectuales. Eso no pasa en todo el mundo.
Eso que podríamos llamar un “plus” de los científicos argentinos acaso sea común a muchas otras franjas de nuestra sociedad. Cuando los capacitadores suizos instruyeron a técnicos y operarios argentinos en la puesta en marcha de la nueva planta gráfica de LA NACION, en Barracas, terminaron diciendo que nunca habían visto recursos humanos que se adaptaran tan rápidamente a tecnologías complejas y radicalmente distintas de las anteriores.
No me sorprende. El problema absurdo que tiene la Argentina se debe a una falla, que consiste en no ir a ver cómo otros hicieron lo mismo que nosotros procuramos realizar. Hacer las cosas solos es aprenderlo todo de nuevo. Y eso exige una enorme capacidad creativa, un entrenamiento especial. Por eso, cuando los argentinos salen y se mezclan con una cultura de gente que trabaja al día, triunfan.
Es decir: mala metodología para aprender, por un lado, y, por el otro, falta de previsión, de sistematización, de cálculo que impida que el mundo se venga encima de nosotros y tengamos que aguzar el ingenio para salir del paso.
Todo va junto. La desorganización de los argentinos es manifiesta. Se sorprenden cuando les digo que saco las entradas para el teatro con tres meses de anticipación. Me contestan: “Estás loco”. Y cuando le pregunto a un amigo: “¿Cuándo venís?”, me contesta: “Y… no sé… a lo mejor dentro de dos o tres semanas”. Tal vez esa desorganización en la vida privada no sea tan mala, pero en un nivel de acción pública se necesita planificación. En la industria, en la educación, en las instituciones.

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¿Siguió el debate entre Dante Caputo y los científicos?
No sé lo que Caputo quiso decirse a sí mismo. Tengo por Caputo un enorme respeto, pero en ese conflicto no mostró astucia política. Quizá tuvo conceptos erróneos, un enamoramiento por Internet y la información que poco tiene que ver con la ciencia. Es más, la ciencia es otra cosa. Si hubiera querido hacer cambios en el Conicet habría estado bien, pero después de haberlo pensado y consultado. Lo hizo un poco a las patadas. Y consiguió algo horrendo: juntó a los buenos científicos con los malos científicos. Eso es serio, porque los buenos científicos saben que hay gente que se aprovecha de un sistema que viene de antes, con nombramientos por influencia. Salvo algún período con Alfonsín, lo de Menem fue una pena. Hubo que esperar hasta Juan Carlos Del Bello, que fue el primero en tomarse las cosas en serio. La designación de Enrico Stefani como secretario de Ciencia y Técnica trajo un soplo de aire puro. Lo más importante es lograr en el Conicet un control de calidad. Stefani trataba de hacerlo.
¿Qué debemos esperar de la medicina en los próximos años?
-Todo está en revolución, pero el problema más serio es el precio por los avances que puedan producirse. Se trata de cambios caros porque las compañías farmacéuticas cobran precios enormes para subvencionar sus investigaciones, de modo que esos cambios sirven a poca gente.
¿Cómo encontrar el punto de ecuanimidad entre la compensación por los costos y el derecho de todos a la salud?
Por lo pronto, debería valorarse más la importancia de la educación. La erradicación de la viruela fue espectacular, otro tanto la de la polio en América. Hay que educar más sobre el sida, porque con educación es muy fácil evitarlo. Otro campo es el de la relación entre el tabaco y el cáncer, o el de la correspondencia entre las enfermedades coronarias y el cáncer, y el del cáncer con los elementos dietéticos, o el de la importancia de los ejercicios físicos. Educación es salud.

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A la puerta se asoma la secretaria. Es el código establecido para hacer saber que la entrevista debe terminar. Ya de pie, el pequeño gran hombre, de 73 años, vuelve a uno de sus temas dilectos, el del respeto por la intelectualidad. No la tuvo el peronismo, dice, en los años cincuenta. “La recuperamos con Aramburu, pero después llegó la desilusión por el mal que volvía y nos hacía preguntar si se quedaría para siempre.”
“¿Sabe usted -inquiere- que en la facultad me llamaban El Pulpito? Ocurría que fundé una cooperativa para comprar libros y apuntes porque quien lo hacía hasta entonces tenía precios exorbitanes. Lo llamaban El Pulpo.”
Milstein no ha perdido el entusiasmo por las cuestiones públicas. Pasamos por alto su alejamiento del país como consecuencia del desmantelamiento por razones políticas, en 1962, del Instituto Malbrán, cuestión sobre la cual siempre se vuelve cuando se habla de por qué Milstein se fue de la Argentina. Pero hubo tiempo para hablar de un asunto menos conocido: en 1945, Milstein fue presidente del Centro de Estudiantes de Química y delegado por esa facultad a la Federación Universitaria Argentina.
Falta ilusión política en la sociedad argentina. ¿Debemos pensar que es éste un momento como alguno de los otros que usted conoció en el pasado argentino?
No. Falta ilusión, es cierto. Pero voy a decir algo que puede llamar la atención de los que están en el país: eso no es motivo para perder la esperanza. Ahora hay en la Argentina una situación política institucionalizada. Eso deberá dar sus frutos a la larga. Antes tuvimos corrupción y los años noventa nos dejaron la cultura de la corrupción, que es peor aún que la corrupción a secas, pero eso también se irá limpiando con las instituciones que funcionan.
LA NACION