25 May Un recuerdo campero para el gringo Hansen
Por Mariano Wullich
Dicen que largaba el lazo desde Saavedra a Pigüé; que tiraba todo el rollo de Tornquist a Huanguelén. Dicen que el muchachito chico después de la hora de apiar, boleaba a los ñanduces, tal cual pollos…, nada más.
Apenas con cuatro años se había largado a andar y a los 13, “disfrazado”, ya era un gaucho nomás. Medio rubio, flequilludo, con más pecas que la noche, se metía en lo oscuro, allá en el invierno duro. Salía medio escondido, con un fierro medio viejo, una daga algo mellada y una carabina encorvada.
Algún piolín y palitos, trampas flojas, nada más, y un verijero de alpaca que nunca quiso explicar. Al Gringuito lo querían tan solo por la orfandad, esos que no tienen tiempo…, tiempo para peludear.
Liebres, piches o vizcachas, el solía menudear y a veces alguna nutria, también solía “ensillar”. ¡Que gauchito este Guillermo, con cachetes de alemán, que no le picaba el sol ni lo mojaba el maizal!
Con las alpargatas chicas troteaba como el que más y, una camisa morada, de rayas y de algo más. Carneaba en medio del campo, no fuera se le iba a escapar, las vituallas para la “orna” (abuela en alemán) ni regalos pa’los demás.
A los teros los dejaba y, por ahí, les sacaba un huevo; eso si no le gustaban los aguiluchos rastreros. No miraba a los caranchos, se olvidaba de los buhos y daba vuelta el pescuezo ante un lechuzo Aerado. Guillermito le decían a aquel chiquito gringuito, quien desde muchachito fue varón y muy gauchito.
Había nacido en la estancia, que atendía el viejo “Ansen” (Hansen, su padre), un gringo que de tractores sabía mucho más que nadie. Guillermo Eduardo se las arreglaba, para no enojar al padre. Por eso en todas las siestas en la herrería los esperaba, una fragua, un torno viejo, un lima algo gastada y la palangana debajo del motor del rugidor Fiat 60 R, que sudaba y sudaba aceite, pero que siempre tiraba.
Si habrá cortado melgas el Guillermo, casi sin dejar “chanchos” en un esquinero y ni siquiera abandonar el cajón de la semilla: noche de faroles de arpillera y querosene; noches de faroles de estrellas, de luceros y de algún tren.
¡Qué lindo era oír el tren, su chiflido y hasta aquellas luces que reflejaban en la primera madrugada lo que era para el era el coche comedor! Nunca lo supo, ¡y lo era!
Claro que después de esas noches largas en el tractor o en la casilla del campamento, había que ensillar un bayo, un oscuro o el viejo alazán. A recorrer el campo había dicho el Patrón y Guillermo era un soldado aunque nunca desfiló. Habrá sabido por ese Tata alemán y “colorado” que decía que “los gauchos no desfilan…, los gauchos pasan”.
Gorra, pañuelo, camisa, bombachas y alpargatas. Un día, también botas, porque el Tata las compró, sacando mucha de su plata que tenía en el fiador. Guillermito en las carreras, en jineteadas, pialadas, tantas cosas, ¡que se yo! El gesto adusto iba creciendo, pero el de aquél chico no. Y de muchachito enterró al abuelo con un Rosario en los dedos, acompañó a su padre y jamás dejó a su madre.
Dicen y, sé que es cierto, que algún día se casó, con una criolla bien gaucha y de ella se emprendo. ¡Ojo! que una letra es tan sutil: “se casó”; nada que ver con el gringuito que a una mujer “cazó”.
¿Y…, qué importa? Si él sigue andando a los tiros con dos boyeros en flor, y que hoy repiten preguntas “¿Gringo, que vamos a comer, hoy?: morochos medios pecosos le han salido cazadores, como el alemán, el criollo y el ese gringo ¡Sí señor!
LA NACION