Un recuerdo campero para el gringo Hansen

Un recuerdo campero para el gringo Hansen

Por Mariano Wullich
Dicen que largaba el lazo desde Saavedra a Pigüé; que tiraba todo el rollo de Tornquist a Huanguelén. Dicen que el muchachito chico después de la hora de apiar, boleaba a los ñanduces, tal cual pollos…, nada más.
Apenas con cuatro años se había largado a andar y a los 13, “disfrazado”, ya era un gaucho nomás. Medio rubio, flequilludo, con más pecas que la noche, se metía en lo oscuro, allá en el invierno duro. Salía medio es­condido, con un fierro medio viejo, una daga algo mellada y una carabina encorvada.
Algún piolín y palitos, tram­pas flojas, nada más, y un verijero de alpaca que nunca quiso ex­plicar. Al Gringuito lo querían tan solo por la orfandad, esos que no tienen tiempo…, tiempo para peludear.
Liebres, piches o vizcachas, el solía menudear y a veces alguna nutria, también solía “ensillar”. ¡Que gauchito este Guillermo, con cachetes de alemán, que no le picaba el sol ni lo mojaba el maizal!
Con las alpargatas chicas tro­teaba como el que más y, una ca­misa morada, de rayas y de algo más. Carneaba en medio del campo, no fuera se le iba a esca­par, las vituallas para la “orna” (abuela en alemán) ni regalos pa’los demás.
A los teros los dejaba y, por ahí, les sacaba un huevo; eso si no le gustaban los aguiluchos rastreros. No miraba a los caranchos, se olvi­daba de los buhos y daba vuelta el pescuezo ante un lechuzo Aerado. Guillermito le decían a aquel chiqui­to gringuito, quien desde muchachi­to fue varón y muy gauchito.
Había nacido en la estancia, que atendía el viejo “Ansen” (Hansen, su padre), un gringo que de trac­tores sabía mucho más que nadie. Guillermo Eduardo se las arreglaba, para no enojar al padre. Por eso en todas las siestas en la herrería los es­peraba, una fragua, un torno viejo, un lima algo gastada y la palangana debajo del motor del rugidor Fiat 60 R, que sudaba y sudaba aceite, pero que siempre tiraba.
Si habrá cortado melgas el Guiller­mo, casi sin dejar “chanchos” en un esquinero y ni siquiera abandonar el cajón de la semilla: noche de faroles de arpillera y querosene; noches de faroles de estrellas, de luceros y de algún tren.
¡Qué lindo era oír el tren, su chiflido y hasta aquellas luces que refle­jaban en la primera madrugada lo que era para el era el coche comedor! Nunca lo supo, ¡y lo era!
Claro que después de esas noches largas en el tractor o en la casilla del campamento, había que ensillar un bayo, un oscuro o el viejo alazán. A recorrer el campo había dicho el Patrón y Guillermo era un soldado aunque nunca desfiló. Habrá sabi­do por ese Tata alemán y “colorado” que decía que “los gauchos no desfi­lan…, los gauchos pasan”.
Gorra, pañuelo, camisa, bomba­chas y alpargatas. Un día, también botas, porque el Tata las compró, sa­cando mucha de su plata que tenía en el fiador. Guillermito en las carre­ras, en jineteadas, pialadas, tantas cosas, ¡que se yo! El gesto adusto iba creciendo, pero el de aquél chico no. Y de muchachito enterró al abuelo con un Rosario en los dedos, acompañó a su padre y jamás dejó a su madre.
Dicen y, sé que es cierto, que al­gún día se casó, con una criolla bien gaucha y de ella se emprendo. ¡Ojo! que una letra es tan sutil: “se casó”; nada que ver con el gringuito que a una mujer “cazó”.
¿Y…, qué importa? Si él sigue an­dando a los tiros con dos boyeros en flor, y que hoy repiten preguntas “¿Gringo, que vamos a comer, hoy?: morochos medios pecosos le han sa­lido cazadores, como el alemán, el criollo y el ese gringo ¡Sí señor!
LA NACION